Dominio público

Adiós a las libreras

Octavio Salazar Benítez

Catedrático de Derecho Constitucional. Miembro de la Red Feminista de Derecho Constitucional Universidad de Córdoba http://lashoras-octavio.blogspot.com/

En un país como el nuestro, en el que la mayor obsesión en los últimos meses parece haberse concentrado en los horarios de los bares y en la distancia de las mesas en las terrazas, por no hablar del empeño auspiciado por nuestros representantes en salvar la Navidad o en primar lo productivo sobre la sostenibilidad de la vida, no debería sorprendernos que la noticia del cierre de una librería apenas remueva las tripas del respetable. Sin embargo, quienes necesitamos los libros como el aire que respiramos, ya que sin ellos seríamos incapaces de alzarnos cada mañana y de concebir la vida como un proceso siempre abierto de sorpresas y pasiones recién descubiertas, cuando vemos cerrada la puerta de una librería sentimos una especie de desgarro, una herida que va restando tiempo a nuestro futuro, una suerte de desasosiego que, como si fuéramos parte de una cofradía laica, solo podemos compartir con quienes, como nosotros, viven la lectura como el alimento que nos abre más y más los ojos. Esa lentes de aumento que nos permiten, además de reconocernos, con todas nuestras debilidades, reconocer al otro y a la otra como parte misma de nuestra existencia. En este sentido, la lectura es un ejercicio de radical democracia y las librerías, como también las bibliotecas, el templo que nos permite abrazar el infinito. El infinito en un junco, en palabras de Irene Vallejo. Juntos salvajes nosotros, siempre dúctiles al viento, pero sostenidos a la intemperie gracias a la fortaleza que nos regalan las palabras.

Cuando en estos días me enteré a través de las redes sociales de que Las libreras de Cádiz, uno de esos espacios en los que durante diez años no han dejado de amasarse civismo e imaginación compartida, sentí justamente ese desgarro que me resulta tan complicado explicar. Esa lesión que, como las que van insistiendo en los cuerpos de los atletas maduros, se mantiene para siempre aunque pongamos sobre ella bálsamos y antiinflamatorios. En Las libreras, donde no solo se vendían libros sino que también se practicaba el arte democrático de la conversación, presenté hace unos años mi Autorretrato de un macho disidente. El poeta Ángelo Nestore hizo de padrino y nos emocionó a todas y a todos con su voz de varón rebelde, con sus rizos de italiano malagueño que entiende la poesía como una revolución. Sus palabras, algunas de las cuales me las imagino todavía volando por las escaleras de la librería, siempre me acompañarán como una receta imposible ante el desaliento. Apenas un año después, fue la periodista Lalia González, una de esas mujeres con poderío que demuestran que también la información necesita perspectiva de género, quien me acompañó en la presentación de #Wetoo, mi brújula para jóvenes feministas. Acompañados por un público fiel y entusiasta, recuerdo que le dimos vueltas a la actualidad por entonces no tan angustiosa como en el presente. Todavía felices, y tan lejanos de la tormenta que meses después nos convertiría en seres microscópicos.

Hay pues mucho de mi vida, de mis días de verano en Cádiz, en los que buscaba para mi sobrina Lucía algún libro que le ayudara a convertirse en una mujer autónoma, en ese espacio que cinco hermanas, guerreras, valientes, acogedoras, pusieron en pie justo en unos momentos en los que la anterior crisis económica no presagiaba nada bueno para la cultura. En estos últimos diez años esas mujeres, que han sido como hilanderas que no han parado de tejer, sin necesidad de destejer por las noches, hicieron de su librería justamente lo que necesita una democracia para mantener su salud: un lugar de aprendizaje, de sonrisas, de preguntas, de brindis y de palabras saltarinas. Entre autoras, autores, lectoras y lectores. Entre las manos de quienes escriben y los hogares de quienes leen. El más puro ejercicio de libertad, igualdad y pluralismo.

El anuncio del próximo cierre de Las libreras es una de las noticias más tristes que me ha llegado en estos días del reciente 2021, por más que siga habiendo tantas dramáticas que nos recuerdan que somos los más frágiles entre los frágiles. Mi dolor, que espero que con los días se vaya convirtiendo en esa memoria fértil que nos permite coger impulso para el mañana, tiene que ver con la dimensión colectiva, política, que habita en los espacios donde se genera cultura. Esos que justo ahora están heridos de muerte y que, por tanto, quiebran la salud de unas democracias sacudidas hoy por virus todavía más peligrosos que el que no deja de dejarnos muertes y renuncias. Porque un país que deja que sus librerías cierren es un país condenado a la mediocre supervivencia de seres felizmente domesticados. Porque una ciudad sin libreras acaba convertida en un páramo tan triste como el patio de un colegio cuando en él no habita el murmullo indescifrable de niños y niñas que juegan.

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