La anunciada tercera ola de la covid-19 ha acelerado enormemente el impacto de la pandemia en el Estado español. La situación en este final del mes de enero es alarmante. Según el análisis de la curva epidemiológica, la segunda y la tercera ola sufrieron un solapamiento, no llegando nunca a aplanarse del todo la segunda en el momento en el que empezó a elevarse el número de casos de la tercera. De hecho, es difícil hablar de tercera ola, ya que quizá sería más riguroso decir que nunca salimos de la segunda. Esto ha provocado que, desde el mes de septiembre, no hayan disminuido las muertes diarias por debajo de 100.
El aumento rápido del número de contagios a finales de año está provocando una vez más situaciones de saturación del sistema sanitario: en los hospitales, donde más del 25% de las camas de UCI están ocupadas por pacientes covid, y las operaciones programadas de otras patologías están paradas en las comunidades más afectadas; en los centros de salud, que no han recibido un refuerzo adecuado, están teniendo serios problemas para gestionar con escasos medios y recursos la campaña de vacunación, además de seguir atendiendo la patología no covid; y en las unidades de vigilancia epidemiológica de la red de salud pública, crónicamente infradotadas, y que a duras penas pueden gestionar la titánica labor que supone gestionar esta pandemia.
A priori, por la estructura del sistema sanitario basado en la Atención Primaria y por las coberturas de vacunación de otras enfermedades, el Estado Español debería poder gestionar de forma eficaz la campaña de vacunación de la covid-19. Sin embargo, después de una década de privatizaciones y recortes, nuestro sistema está muy debilitado. Esto, sumado a la grave situación epidemiológica, está provocando problemas logísticos, y la principal razón por la que se ha mantenido un buen ritmo de vacunación es por las grandes jornadas de trabajo que está soportando el personal sanitario, especialmente el personal de enfermería. En ese sentido, no podemos estar muy contentos con la actuación del gobierno y de las CCAA: su negativa a reforzar el sistema público estos meses y a intervenir la sanidad privada para ponerla al servicio de la gente es responsable del sufrimiento y tendencia al colapso del sistema sanitario. De nada valen las palabras de apoyo a los sanitarios si no se ponen los medios para que tengan todos los recursos que necesitan.
Pero ahora mismo lo determinante es el ritmo al que están llegando las vacunas a nuestro país, por debajo del esperado. Este ritmo, lento e impredecible, tiene relación directa con el modelo de negocio detrás de las vacunas, en el que la empresa que posee la patente controla la producción y la distribución. Esta semana AstraZeneca, que obtuvo su vacuna de la Universidad de Oxford, ha anunciado que no puede producir todo lo que había prometido, recortando las entregas a la Unión Europea en el primer cuatrimestre del año en un 60%.
Es decir, la vacuna se presenta como la gran solución a corto plazo frente a la pandemia y, a la vez, como precondición de la recuperación económica. El gobierno y las comunidades autónomas han renunciado a una política de contención fuerte de la transmisión del virus, optando, de forma implícita, porque la población conviva con él, asumiendo medidas que ponen el foco en lo individual. El asunto es que, si las vacunas no llegan pronto, nos veremos condenados a estar meses en esta situación, con la cantidad de muertes que ello supone.
¿Cuál es el problema entonces en torno a la producción de vacunas? Para empezar, la vacuna solo ha podido desarrollarse gracias a la inversión pública directa (ayudas a la investigación desde los Estados) como indirecta (compra anticipada de vacunas). En términos formales, la vacuna puede ser presentada como un desarrollo privado: en términos materiales, solo ha sido posible gracias al uso de recursos públicos. Pero el sistema de patentes permite a las marcas monopolizar la producción y la distribución, especulando con productos tan sensibles para la salud pública. Pero este no es el único problema: las empresas tienen un serio problema de infra-capacidad productiva. Lo lógico y lo racional sería que todos los recursos se volcasen y coordinasen en un plan global de producción y distribución de las vacunas, pero la lógica privada del beneficio prefiere generar muertes a cuestionar la sacro-santa propiedad privada, incluso en un tema tan sensible como este. El "capitalismo contra la vida" deja de ser un cliché izquierdista y se convierte en una tragedia real. Los gobiernos son cómplices de esta situación tan absurda como criminal. Recientemente el Estado Español votó en contra de la propuesta de Sudáfrica y la India de liberar las patentes de fármacos y vacunas contra la Covid-19, para garantizar su acceso en todo el mundo.
El radicalismo del capitalismo neoliberal, la codicia de las grandes empresas y la incompetencia impotente de la clase política son un lastre para resolver los grandes problemas de la humanidad, pero también son incapaces de optimizar las posibilidades existentes. La mentira del capitalismo como sistema eficiente y racional está costando demasiadas vidas. Cualquier gobierno que se considerase de izquierdas debería tomar medidas al respecto: en vez de regalar todo ese dinero público a las empresas privadas, la medida razonable sería generar una farmacéutica pública, con capacidad productiva y condiciones dignas en el plano laboral para los científicos. Solo así la economía dejaría de ser incompatible con la vida.
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