Dominio público

Los chicos aquellos

Andrea Abreu

Escritora

Los chicos aquellos meaban borrachos dentro de un poyo de palmeras, de esas que resisten el descuido y la falta de luz del sol. Mi amiga A. y yo los mirábamos de espaldas. Daban tumbos de un lado a otro y se agarraban de las paredes. A veces veíamos las nalgas morenas y redondas brillando como faroles en la oscuridad de la noche. El aire dentro del túnel apestaba a perros muertos, a jarrones vaciados, a desagües tupidos. A. y yo bebíamos garimbas calientes de lata, fumábamos porros lambuzados.

A ratos yo observaba el poyo donde los chicos meaban. Pensaba que a la mañana siguiente alguien iba a tener que echar lejía a los orines que habían caído sobre el piso y que una capa espesa de espumaraje blanco iba a brotar del suelo, como cuando hacían la fiesta de la espuma en la plaza de mi barrio.

Hacía pocas semanas que los habíamos conocido. Desde entonces vivíamos saltando en una pata sola. Llevaban rastas y pantalones bombachos, cantaban canciones de Los Fabulosos Cadillacs con guitarras prestadas. Sabían escalar, hacer malabares, dar volteretas por el aire y por el suelo. Hablaban del amor de una manera que nos dejaba anestesiadas. Parecían profetas, jesucristos con botas del Decathlon. Casi no comían. Vivían alcoholizados y se dormían botados por las esquinas de la ciudad, dando brincos de susto, como perros callejeros que desconocen lo que significa dormir echado.

¿De dónde habían salido? Parecían pequeñas mariposas de noche escondidas en los armarios. De repente brotaban de las rajas de las paredes para impregnarlo todo. Nos gustaban. Sabían vivir sin amargaderas.

A. y yo andábamos siempre preocupadas por cosas pequeñas y queríamos entender cómo dejar de hacerlo. Repetían fluidera, tranquela-me-neña, no te trabes. Solo necesitaban esas tres expresiones para comunicarse con nosotras. En secreto, soñábamos con que nos hicieran caso. Con que nos dijeran te quiero.

La noche atravesaba una neblina apestosa y jugábamos a juegos inventados. Aprendíamos a manejar el diábolo, a saltar a la soga, a caminar con los ojos cerrados hacia atrás. A eso de las siete y media de la mañana, llegaba un grupo de mujeres con uniformes azules. Comenzaban a recoger las botellas de plástico y las latas que los chicos aquellos dejaban botadas por el suelo, le echaban lejía a los meados, restregaban los zócalos con escobillones enchumbados en agua y productos de limpieza. A. y yo nos alzábamos rápido y amontonábamos la basura en una esquina porque nos sentíamos avergonzadas.

Mientras tanto los chicos aquellos tenían sus conversaciones más lúcidas de la noche. Comentaban acerca de lo que consideraban las herramientas de control del Estado: la tele, el reguetón o el VIH (según los chicos aquellos no existía, era solo un invento de las instituciones para limitar la libertad sexual de los jóvenes).

Alrededor de las ocho y media, comenzábamos a caminar por la ciudad mientras ellos cantaban las últimas canciones. Seguíamos bebiendo y fumando en el piso de A. Algunas veces teníamos sexo. Había que rogarles que usaran preservativo, porque por lo general se negaban.

A eso de las nueve, A. preparaba tostadas de plátano escachado. Si había café, tomábamos café en vasos de Nocilla. Cuando terminábamos de comer, yo fregaba la loza y los chicos aquellos se marchaban dejando una sensación afilada de vacío.

La luz del sol apretaba las ventanas del piso de A. y ella se sentaba en el suelo con el segundo café en las manos. Me miraba y me decía: me encantan porque son libres en serio, no tienen rollos de celos, no se están con historias de posesividad y machangadas.

Era entonces, cuando ya se habían ido, que pensaba que no los necesitábamos en verdad, que mejor estábamos solas; pero cada noche volvíamos, como dos monjas a su convento. Hace poco pasé por allí. Ya no olía a meados, no había latas ni botellas vacías. Alguien arrancó las palmeras del poyo. Mirando la tierra removida me acordé de A. Apreté los puños muy fuerte y deseé que nadie le hiciera daño.

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