Dominio público

La muerte de la discusión pública

Elizabeth Duval

Restos del Ágora romana de Atenas. WIKIPEDIA
Restos del Ágora romana de Atenas. WIKIPEDIA

Perdónenme el título: de vez en cuando cae una en las mismas provocaciones que caracterizan todo un estilo o manera de hacer típico del columnismo en nuestros tiempos, en la era "decadente" que sigue a los años del clickbait, del "no te imaginas lo que sucedió después". Desde luego que la discusión pública no ha muerto, como pasa con todas las profecías que se empeñan en repetir los agoreros: ni se ha muerto el cine, ni ha muerto la novela, ni es cierto que ahora "ya no se pueda hablar de nada" por estar presuntamente sometidos constantemente a una censura equiparable a la de las instituciones políticas o los tribunales de la Inquisición. Pero algo pasa en el ring del debate público, en las redes sociales: el debate no ha fallecido, pero anda por ahí enfermo, convaleciente, casi febril.

Lo que ha pasado, seamos sinceras, es que a muchos debatir nunca les ha interesado lo más mínimo: con lo que sea que dijese Habermas sobre la ética de la discusión, la vida moral común, la comunicación y la función crítica del discurso se hace una bola de papel, perfecta para prender en llamas y luego lanzar al contrincante a ver si él también se quema o arde un rato, tan tranquilamente.

No suceden en las redes charletas filosóficas cual ágora de lo contemporáneo, sino teatralizaciones dedicadas a mostrar ante los defensores de una cierta postura que se está dispuesto a llegar hasta el final con tal de ser el máximo y supremo imbécil que defienda todos sus dogmas; si uno sabe que no tiene razón o, peor aún, si ha quedado demostrado por la intervención de un tercero que no la tiene, se empeñará enrocándose en lo que dijo en un principio, porque la concesión virtual es prácticamente inadmisible.

En las redes no estamos debatiendo: sólo mostramos al resto del mundo nuestro plumaje de colores, los símbolos y banderas que nos identifican, y presumimos de ser los más excelentes zelotes de todas y cada una de nuestras doctrinas, de los análisis simplones, de las explicaciones facilonas y los vocabularios finales.

Yo no culpo a quien así participa del jueguito, haciendo piruetas y hasta saltos de gimnasia artística con tal de quedar como el rey del pitote; intento añadir complejidad y tomarme en serio al otro, cuando puedo; si no, observo con pena y lástima a los egos inflarse como peces globo, henchidos de veneno y tan pletóricos de sí mismos, y escupir en todas las direcciones palabras, palabras y palabras repletas de ataques y aguijones, como si la postura óptima a sostener con el mundo fuera la agresividad, el zasca, el despliegue... o el cinismo.

Leía a una amiga, sorprendida con lo mucho que parecen gustarle los cínicos al resto del mundo, escribir que no hay nada más atractivo en alguien que una mirada generosa, y que benditos sean los generosos. Estoy segura de que a la lectora media se le habrán aparecido en estos párrafos las imágenes de unas cuantas cuentas virtuales, de un par, o tres, o cuatro, o cinco, o seis perfiles; borremos, borremos, y perdonemos todas juntas.

La discusión pública no está muerta: es nuestra responsabilidad que no acabe intoxicada de sí misma, repleta del veneno al cual se ve arrastrada por sus dinámicas, agriada por los clicks, por la atención, por la necesidad de encontrar un tema distinto cada semana, por la inercia de las columnitas, por la decadencia de la edad, por el enfado, la inmadurez, el impulso a devenir un necio, la tristeza, o simplemente por una mirada un poco oscurecida hacia las cosas. Cada día tiene su propio gilipollas: qué más nos da. Ignoremos un poco más la maldad... y dejemos que se instale el elogio de la luz.

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