A finales de octubre del año pasado me dediqué a una actividad muy grata y placentera: leer la última encíclica del santo padre. Tengo una colección de sus greatest hits, previsibles desde Laudato si: textos que adelantan por la izquierda a la gran mayoría de ensayos publicados en este país, a tres cuartos de los columnistas que se declaran de izquierdas y a cuatro quintos de los ministros del Gobierno. Escribe el papa, por ejemplo, que la propiedad privada es un derecho natural secundario, que en ninguno de los casos debe servir para facilitar la exclusión o el privilegio, pues la función social ocupa siempre un orden superior. Si lo comparamos con cuando el bueno de José Luis Ábalos afirmó que la vivienda, sí, era un derecho, pero también un bien de mercado, nos encontraremos ante la noche y el día. Yo votaría antes al papa Francisco que a Ábalos, pero tengo la suerte de que ya ocupa un cargo mucho más importante del que ocupó en su día el exministro.
No son palabras que suenen ajenas a nadie que conozca la doctrina social de la Iglesia o que sepa quién fue San Francisco de Asís. El otro día leía a alguien decir que, si se preguntara a los cargos electos del Partido Popular por una definición de esa misma doctrina social de la Iglesia, la enorme mayoría no sabría responder. "El mercado solo no lo resuelve todo, aunque otra vez nos quieran hacer creer este dogma de fe neoliberal". ¿Lo ha dicho Yolanda Díaz? No, lo dijo el papa, en Fratelli tutti. "El fin de la historia no fue tal": ¿respondieron nuestros teóricos patrios así a Fukuyama? Algunos, pero la formulación es, otra vez, del papa.
El papa habla de los derechos de los pueblos por encima de la voluntad usurera o del egoísmo de unos pocos empresarios. O nos cuenta que palabras como libertad, democracia o fraternidad estarán vacías de sentido "mientras nuestro sistema económico y social produzca una sola víctima y haya una sola persona descartada": que Ayuso tome nota, y ojalá sus camaradas del Partido Popular parecieran más democristianos y menos palurdos. Se ha pronunciado contra la lógica de la ganancia permanente del capitalismo y su tendencia extractivista. O ha exigido la liberación de las patentes de las vacunas. Ha pedido un ingreso básico o salario universal. Y hace suyos a los pobres, los excluidos, los descartados.
¿Cómo era aquello de la purificación del templo? Jesucristo volcó mesas y echó a los profanadores, aquellos que habían hecho de la casa de oración una cueva de ladrones. La derecha, que se identifica vergonzosamente más con los cambistas que con los pobres y pueblerinos a los que Jesús alude y apela, ha llegado a calificar el encuentro entre Yolanda Díaz y el papa Francisco como una cumbre comunista. Desde su odio y enconamiento son incapaces de experimentar la tan cristiana emoción del amor, y prefieren considerar al prójimo como escoria despreciable.
Al comienzo del Evangelio de Lucas, la Virgen María, tras la visita del ángel Gabriel, visita a su parienta Elisabet. Los versículos que siguen traen algunas imágenes memorables. Habla María de un Señor que quitó de los tronos a los poderosos y exaltó a los humildes, que a los hambrientos colmó de bienes y a los ricos envió vacíos. Quizá, en el análisis sobre por qué Yolanda Díaz se hace una foto con el papa, cabría añadir a las proyecciones electorales (importantes, sí), a las apuestas por la transversalidad (que tienen su aquel) o al aval del santo padre a la reforma laboral y los derechos de los trabajadores (de suma importancia), así como a la humillación de Calviño y su pelusilla, cierta coincidencia y armonía entre sus postulados y visiones, posicionamientos del papa Francisco que muy bien trató hace meses Pablo Bustinduy. La foto con el papa es una foto extraordinaria, pero todo lo importante queda fuera de la foto: cualquier proyecto de izquierdas que busque una base sólida para los próximos años tendría que empezar, entre otros tantos caminos, por estudiar lo que pone en las últimas encíclicas.
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