Dominio público

Italia necesita una ruptura

Italia necesita una ruptura

Jacopo Rosatelli
Doctor en Políticas por la Universidad de Turín y profesor de Estudios Italianos en la Autónoma de Madrid
Ilustración de Dani Sanchis

Cualquier persona que se considere demócrata puede, sin temor a dejar de serlo, alegrarse por el nuevo Gobierno italiano de Mario Monti. Un Ejecutivo de tecnócratas que no nace de una victoria electoral produce, sin duda, una desagradable sensación: posee legitimidad formal pero carece de la sustancial. A pesar de esa evidencia, desde un punto de vista democrático no representa peligro alguno, si se compara con el Gabinete que lo ha precedido y que, al contrario, gozaba del respaldo de los electores. ¿Cómo puede ser más democrático un Gobierno que no fue elegido por el pueblo que otro que ganó en las urnas? Porque lo que hay que entender como "democracia" no es simplemente "lo que quiere el pueblo", o mejor dicho, su mayoría.

Los teóricos de la democracia constitucional, como Norberto Bobbio y Luigi Ferrajoli, nos enseñan que la legitimidad que otorga el voto popular es sólo un componente del orden democrático; existen otros, como el respeto a la separación de poderes, a los derechos humanos y a las condiciones que garantizan el pluralismo cultural y político, como la libertad de prensa. Todo aquello que los gobiernos de Silvio Berlusconi se han empeñado durante demasiados años en despreciar y destruir, buscando la instauración de un régimen posconstitucional que no tiene similitudes en la Europa contemporánea (con la excepción, quizás, de Hungría). El nuevo Ejecutivo supone, en este sentido, un regreso a una normalidad democrática. A pesar de su evidente falta de legitimidad, derivada de su origen no electoral.
Entonces, ¿hay que celebrar la llegada de Monti como si fuese algo positivo sin más? No, sería un error hacerlo. Como sería equivocado, a mi juicio, pensar que Berlusconi ha sido derrotado y que el berlusconismo pertenece al pasado. El orden democrático ya no peligra como antes, pero el país sigue infectado. Su pésima clase política, su élite económica incapaz, los influyentes círculos mediáticos dignos de un Estado totalitario y el enorme poder de las mafias y del Vaticano siguen ahí. La cultura imperante es la misma que ha sido forjada en 30 años de manipulación televisiva por parte del expresidente: machista, homófoba, egoísta, racista. Los sentimientos antidemocráticos tienen un arraigo profundo. Existen sin duda muchas formas de resistencia, anticuerpos que han hecho posible que Italia no se haya convertido completamente en un régimen dictatorial de forma posmoderna, de los que ya no necesitan porras y aceite de ricino para "mantener el consenso". Pero estos anticuerpos aún no han ganado la batalla contra el berlusconismo. No se ha producido ninguna ruptura: el país no está, ni mucho menos, desberlusconizado.
España conoce muy bien la gran diferencia que hay entre ruptura y transición. Ambas garantizan condiciones mejores que las que se viven en la situación anterior, pero sólo la primera conlleva rechazar explícitamente el legado cultural y material del pasado, con el fin de intentar que no sobrevivan estructuras y mentalidades del régimen precedente. Alemania rompió con el nacionalsocialismo al igual que Italia (aunque con menor eficacia) con el fascismo. España es el caso emblemático, como sabemos, de Transición: las cosas cambian a mejor, pero renunciando a llevar a cabo medidas que se propongan la tarea de erradicar los vestigios materiales y simbólicos de la dictadura. Hay situaciones históricas donde quizá no se pueda actuar de otra manera, y no es mi intención cuestionar aquí el complejo tema de la Transición española. Sólo me parece útil hacer referencia a ella para establecer un parangón con la Italia de hoy.
Si quiere desberlusconizarse, este país necesita una ruptura. El Gobierno Monti es, en el mejor de los casos, una transición. Los tecnócratas podrán establecer unas condiciones de normalidad democrática que alejen a Italia de una forma de fascismo del siglo XXI. Pero no están en condiciones de convertirla en un país con un nivel de calidad democrática alto, pues entre sus intenciones no se encuentra la de luchar contra las patologías de la sociedad italiana. Aquellas patologías que han permitido al hombre más rico del país (aliado con los racistas de la Liga Norte) ganar tres veces las elecciones y gozar siempre de un consenso nunca inferior a un tercio de la sociedad. A Monti no le interesa derrotar al berlusconismo, sino apartar a Berlusconi del poder, como exigían tanto los mercados internacionales como los poderes fácticos internos, desde la patronal hasta el Vaticano. Los mismos que antes le apoyaban, al darse cuenta de que sus chistes ya no hacían gracia a Merkozy, le han dado la espalda sin remordimientos.
No cabe duda de que los banqueros liberales que ahora se han convertido en ministros "técnicos" sean mejores que las velinas y los abogados del magnate. Y sean más democráticos, como decía al principio. Pero a estos banqueros-ministros no les importa lo más mínimo el grave estado de salud del pueblo italiano, porque a los mercados seguramente no les desagrada que campen a sus anchas el machismo, el racismo, y el desprecio de lo público y de valores como la solidaridad y la justicia. Todo aquello que ha nutrido y ha sido nutrido por el expresidente. Todo aquello con lo que hay que romper, si se aspira a ser un país civil, con una calidad democrática digna. Cabe esperar que las izquierdas italianas, que en los últimos 20 años no brillaron por sus capacidades, no confundan la transición que encabeza Monti con la ruptura que es necesaria para que una infamia similar a la era Berlusconi no pueda repetirse nunca más.

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