Dominio público

Georgina o el sueño turbocapitalista

Elizabeth Duval

'Soy Georgina', serie documental disponible en la plataforma Netflix
'Soy Georgina', serie documental disponible en la plataforma Netflix

"Antes vendía bolsos y ahora los compro. Antes cogía tres buses y ahora soy la puta ama". Soy Georgina es, para todo público sensible a la atonía, un gran manual de educación anticapitalista. Los primeros capítulos son hasta divertidos: por su falta absoluta de espíritu, sus escenas repetidas, la entrevista fantasmagórica a Cristiano Ronaldo y su presencia constante en forma de ausencia. Lo del grupo de amigos resignados como bellos cuervos, las queridas, añade color, jolgorio y morbo estrambótico a la serie. A ti te llaman a medianoche para ir de escapada a Mónaco y te vas: las típicas locuras que sólo pasan con Georgina, mujer que no ha cambiado, que es igual a como era antes de ser famosa. Si paras el vídeo, puedes buscar en las pupilas de los personajes (¿personas?) el rastro de un alma; y corres siempre el riesgo de que te la roben a ti.

El caso de Soy Georgina es particularmente señalado porque no permite tantas ambigüedades interpretativas: nos enfrentamos a sujetos muy poco humanos. Lo que hace, al final, no es tan distinto de la operación realizada por muchos otros fenómenos de masas: el publirreportaje funciona como máquina de implantación de sueños. Para sostener la distancia desmesurada entre los más ricos y los más pobres, entre quienes carecen de todo y quienes construyen a medida muebles infames que trasladar entre la casa grande y la casa pequeña, el capitalismo cultural produce monstruos de cartón. Se explica el auge meteórico de Georgina por una cuestión de suerte y ascensor social bien engrasado... y se instala la narrativa de que podría florecer no una, sino mil Georginas, siempre dispuestas a devolver parte de su amor y bondad, su excelencia, a las personitas del mundo más pobres y miserables.

Los dos últimos capítulos son un brutal ejercicio de disonancia y desvergüenza. Georgina vuelve a su Jaca natal y casi parece que sus millones sean fruto de su esfuerzo, de su trabajo, de su constancia, y no de su selección como la niñera perfecta por un jugador de fútbol multimillonario. En Madrid, visita y da regalos —publirreportaje de Nike— a unos niños que viven en habitaciones pequeñas, tutelados por la Comunidad de Madrid. Es particularmente triste el momento en el que uno de ellos insiste, una y otra vez, en cuánto quiere a Georgina. El contraste entre las casas sobredimensionadas, su jet, sus piscinas, y la miseria de esos niños es sangrante; su insistencia en que la mejor ayuda es siempre la sonrisa humana, cuando lo que se obvia es el dinero, es tremendamente dolorosa. El privilegio existe en lo filmado, pero el dinero es un tabú: casi no resurge.

Los problemas de Georgina son ofensivos, inverosímiles, y por eso la narrativa de la serie nunca logra instalar conflictos: no avanza, se atasca. Su mayor drama es que Jean Paul Gaultier no esté cuando ella va a buscar un vestido. O que el wifi no funcione en su casa con ochocientos routers. O que el vestido kitsch (a sus órdenes modificado) que escoge no sea lo suficientemente perfecto. O que alguno de sus hijos vaya a caerse cuando los lleva a montar en poni. Georgina, en el documental, se torna sobria y melancólica cuando vuelve a su pueblo: nada de lo que está ahí ha cambiado, salvo ella; ahora puede comprarlo todo en el mundo, adquirir cualquier cosa, tratar con la realidad siendo su ama y señora.

La mayor revelación de la serie es que esta extrema riqueza no hace de los ricos seres extremadamente felices, sino más bien personas un poco tristes, miserables, desalmadas. El único momento en el que Cristiano Ronaldo se nos muestra humano es cuando habla de sus experiencias tomando cafés en Portugal: dice que saluda a la gente, tranquilamente, sin paparazis, y se regocija en sus oasis de tranquilidad y sosiego. Su vida está tan mediada por el estrellato y la omnipotencia que su único deseo es lo banal: a nada aspira más que a lo cotidiano, que es lo que no tiene, aquello que nunca podría tener. Pero la inercia lo persigue, entre tratamientos foliculares experimentales y nuevos contratos millonarios con nuevos clubes; la apisonadora capitalista no va a pararse.

Ante Georgina sólo cabe suspender el juicio, porque todo lo que vemos es inverosímil: no podría parecerse menos a nuestras vidas. Sólo hay naturalidad en las personas a las que, ascendiendo, ha ido dejando atrás, y que hablan con un poso de pena para Georgina inexplicable. La indignación más fácil es la moral: no es justo que existan personas con tanta riqueza como Georgina cuando en las mismas calles que ella pisa con cuidado muere gente de frío. Pero quizá la emoción más fuerte ante la serie sea el extrañamiento: es imposible hacerse a la idea de que el mundo visto por Georgina es real. Su infeliz vida de cuento sólo existe si existe también la miseria. Es imposible apartar la mirada de la serie: es un cuento de horror del cual yo me tragaría otras ocho temporadas, y saldría de ellas con más ganas de expropiar que nunca antes en mi vida. El capitalismo tendría que tener cuidado con los sueños turbocapitalistas que implanta en las cabezas de sus consumidores: no vaya a ser que incluso los sueños aparezcan hoy como pesadillas.

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