Dominio público

Guerra, propaganda y democracia

Santiago Alba Rico

Filósofo y escritor

Guerra, propaganda y democracia
Vista de la torre de televisión de Kiev (Ucrania), tras el bombardeo del Ejército ruso. EFE/ Ignacio Ortega

Las guerras, escribía Xandru Fernández, empiezan mal, siguen mal y acaban mal. Su activación misma genera un marco en el que es imposible tomar ninguna decisión buena y muy fácil empeorar las malas. En el caso de Ucrania, esta dificultad se agrava incluso a nivel puramente mental y programático. No es solo la impotencia a la hora de actuar; es además la impotencia para pensar con un mínimo de claridad. La culpa no es de nuestra estupidez ni de la complejidad de la situación; se trata de un dilema objetivo que obedece, a mi juicio, a dos factores muy desconcertantes y sin precedentes. El primero es que, cualquiera que sea su responsabilidad, esta vez los agresores no son EEUU, la OTAN o la UE. El segundo es que, por eso mismo, nos descubrimos de pronto asumiendo de manera muy incómoda, a modo de cómplices y afines, algunos estados de ánimo y algunas respuestas de los dirigentes estadounidenses y europeos. Así que el problema no es tanto que no sepamos qué hacer; es que no sabemos ni siquiera qué pedir.

En un mundo interconectado, en el que dependemos económicamente de Rusia tanto como ella depende de nosotros y en el que, por primera vez desde la crisis de los misiles en Cuba, no puede descartarse el uso de armamento nuclear, nos resulta muy difícil saber qué queremos y qué reivindicamos. También por eso es lógico que, sin andamios en el mundo, acabemos refugiándonos en grandes palabras y en grandes principios cuya invocación es siempre imprescindible, pero que la invasión de Putin, y las subsiguientes reacciones en cadena, ya han dejado atrás. O en denuncias indiscriminadas e inútiles de dobles raseros, agravios desatendidos y grandes trapisondas históricas.

Pues eso. ¿Qué pedimos? ¿Qué queremos? ¿Qué proponemos?

¿No hacer nada? Es una opción. Después de todo, las potencias occidentales han abandonado a los saharauis, a los yemeníes, a los sirios, a los palestinos y no ha pasado nada. El problema es que cuando sacamos a colación, y no sin motivo, todos estos casos, no sabemos si estamos pidiendo que la UE y EEUU abandonen también a los ucranianos o que se multipliquen esas intervenciones que, sin embargo, hemos denunciado en Afganistán, Iraq o los Balcanes. El hecho de que pongamos objeciones -con sobrado fundamento- a todas las otras opciones, induce a pensar que estamos sugiriendo quizás que lo mejor sería no hacer nada.

¿Sanciones con efecto boomerang? Las sanciones, decimos, destruyen las economías del país agresor, afectando también a sus pueblos. En este caso, además, nuestra dependencia energética de Rusia obliga a aceptar que sus víctimas no serán solo los oligarcas y el pueblo ruso sino también los ciudadanos de los países que las imponen: los españoles, los italianos, los alemanes, etc. ¿Estamos dispuestos a asumir ese sacrificio? En la estela de una crisis que no acaba de acabar y con una inflación inédita, ¿es una buena idea socavar aún más la economía europea?

¿Armar a los ucranianos? Se cita con fundamento el derecho a la legítima defensa del pueblo ucraniano, cuyos medios habría que asegurar. Al mismo tiempo se considera peligroso, también de manera razonable, que la UE haya decidido mandar armamento a Ucrania, que lo haya hecho asimismo la neutral Finlandia, que Alemania se replantee su política militar de los últimos 75 años, que todos revisen sus presupuestos militares. Las armas pueden servir para frenar el avance ruso y equilibrar las fuerzas, es verdad, pero también para prolongar la guerra, obligando a Rusia a enfatizar su apuesta agresiva. Parece natural -e imperativamente justo- ayudar a la víctima y frenar al agresor; parece imprudente, al mismo tiempo, aceptar como inevitable la lógica de la guerra y apostar por participar en ella en el corazón de Europa y posiblemente sin retorno.

¿Una zona de exclusión aérea, como demanda Zelensky, el presidente de Ucrania? Sería un disparate suicida que acarrearía enfrentamientos aéreos directos entre la OTAN -es decir, los EEUU- y la aviación rusa: un enfrentamiento -no lo olvidemos- entre potencias nucleares, justo lo que la Guerra Fría consiguió evitar. Por ese mismo motivo, no parece buena idea, sino todo lo contrario, cualquier otra forma de implicación directa de la OTAN sobre el terreno con tanques y tropas.

Como detrás de cada una de estas soluciones se esconde un peligro o una trampa, al final acabamos pendulando entre todas ellas sin reposo, denunciándolas todas, sospechando de todas, revelando así nuestra impotencia para intervenir, incluso mentalmente, en una situación de peligro inconmensurable que nos apremia sin parar -y más aguijoneados desde las redes- a un diagnóstico, una palabra, una decisión. La izquierda tiene que pronunciarse y la izquierda, como digo, no sabe qué pedir.

La cuestión es que, por primera vez en décadas, la izquierda denuncia una invasión que también denuncian sus "enemigos históricos", los imperialistas de la segunda mitad del siglo XX, los cuales -al contrario que nosotros- tienen poder para actuar. Esta coincidencia con la posición de la UE y de EEUU produce vértigo a la izquierda; su poder para actuar abre además un abismo bajo nuestros pies. No sabemos qué querer. Me preocupa mucho la sospecha de que los que tienen poder para hacer algo tampoco lo saben. Tienen poder para intervenir, sí, pero no saben cómo. Que no lo tengan claro ofrece un flanco tranquilizador: da la sensación de que se tientan los pies y se cuentan los dedos de las manos. Pero que no lo tengan claro abre también un inquietante margen de error frente a la sobrepuja agresiva de Rusia, muy consciente de estas incertidumbres y cada vez más aislada en el concierto internacional. La Guerra Fría tenía sus propios mecanismos automáticos de activación de conflictos subrogados y de reequilibrio termostático del espinazo pugnaz entre los bloques. Ya no existen. Nosotros estamos desconcertados, pero nuestros dirigentes -mucho me temo- también. La nueva unidad europea, tan celebrada y potencialmente prometedora, se hace a la contra y en negativo, con todos los peligros que ello entraña. Esa unidad, es importante subrayarlo, se debe forjar contra la guerra y no en la guerra.

Los objetivos son claros: proteger la humanidad de una guerra nuclear, defender Ucrania de la criminal invasión rusa y salvar la democracia en Europa. Nadie se atreve a hacerse esta pregunta terrible: ¿son compatibles los tres objetivos? Conviene no perder de vista ninguno de los tres, en cualquier caso, a la hora de sugerir y tomar medidas.

El peligro de la destrucción nuclear no es descartable. Llevamos décadas reprimiendo el nombre mismo de la amenaza; y esta ominosa inhibición verbal, al menos en lo que toca a los dirigentes de las potencias nucleares, ha funcionado como garantía de inhibición militar: hablar de armamento atómico es ya una manera de usarlo. De pronto, Putin se ha desinhibido y la OTAN, frente a las amenazas, ha mencionado su vez el arsenal atómico de la alianza. Tanto se ha domesticado este campo semántico que incluso se describe metafóricamente la exclusión de Rusia del sistema Swift como "opción nuclear financiera". Así que, más allá de los intereses y de la justicia, el objetivo imperativo es el de impedir una guerra generalizada, y ello por razones de estricta supervivencia general. Todas las analogías con 1914 o 1939 acaban aquí: hoy una guerra entre Rusia y la OTAN -esa es la diferencia con Iraq, Afganistán o Siria- podría hacer inevitable el uso de armamento nuclear.

Por este mismo motivo, la defensa imperativa de Ucrania pasa de manera ineludible por dejar una salida negociada a Putin. Cuanto más aislado y más débil se sienta más peligroso resulta. Antes de que se debilite del todo y emprenda una suicida aventura sin retorno, es necesario llegar a un acuerdo que él pueda interpretar como una mínima victoria en la derrota. Cuanto antes se ponga fin a la invasión -descartados los medios militares- menos ucranianos y rusos morirán, menos desplazados y refugiados habrá, más fácil será reconstruir el marco de seguridad europeo, muy dañado ya por la irresponsabilidad de la OTAN y por la criminal invasión rusa. Es aquí donde la UE debería tomar la iniciativa, aprovechando el poder paradójico que Putin, sin querer, ha puesto en sus manos. ¿Qué puede hacer? Entre la peor solución, que es no hacer nada, y la peorísima, que es una guerra nuclear, probablemente las sanciones sea la mejor de las malas, si es que su propósito es defender Ucrania, presionar a Rusia, desactivar la guerra en una mesa de negociación y salir reforzada del trágico sobresalto.

¿Y la democracia en la UE? Estaba ya muy descascarillada como consecuencia de la crisis neoliberal y de la pandemia, doble matriz de retrocesos civiles alarmantes y de progresos rampantes de esa ultraderecha que ha mantenido y mantiene fuertes vínculos con Rusia. Se dice que la primera víctima de la guerra es la verdad; pero la primera víctima es la democracia, de la que la verdad es solo el vástago primogénito. ¿Podemos hacer algo aquí? Jurídica y éticamente, recordar sin parar quién es la víctima y quién el agresor. Emocionalmente, resistirnos al entusiasmo belicista, a la idealización del gobierno ucraniano, a la criminalización del pueblo ruso. Intelectualmente, huir de las trampas ideológicas y de las inercias binarias simplificadoras. Políticamente, apostar por la desescalada; exigir una nueva política de refugiados, no racista y no selectiva; denunciar cualquier tentativa de aumentar los gastos militares en detrimento de los sociales; y protestar contra cualquier medida encaminada a limitar nuestros derechos civiles fundamentales.

Escribía Raimundo Viejo Viñas que "se nos está metiendo en una guerra en nombre del 'no a la guerra´". Tiene mucha razón. "Estamos en guerra", declaró Borrell para justificar las medidas tomadas en la UE contra Rusia Today y otras emisiones rusas. Si existe alguna diferencia entre presiones geopolíticas e invasión militar, si existe alguna diferencia entre sanciones financieras  e intercambio de bombas y misiles (diferencias de cuya conservación depende toda la arquitectura del derecho internacional, así como nuestra orientación ética en situaciones de conflicto), hay que recordar a Borrell que no estamos en guerra; que su misión es precisamente la de evitarla y que cualquier restricción de la libertad de expresión en nombre de la guerra naturaliza emocionalmente el belicismo y refuerza políticamente el autoritarismo, esa lenta deriva que amenaza a la UE, desde hace años, desde fuera y desde dentro.

La prohibición de las emisiones rusas puede parecer una minucia respecto de la amenaza nuclear. Lo es. Pero las minucias son los asideros decisivos en los organismos frágiles, que suelen quebrar por las junturas más pequeñas. Esa prohibición es, a mi juicio, inútil y peligrosa. Es, de hecho, la primera victoria de Putin desde que cruzó la frontera de Ucrania.

La medida es inútil porque solo una minoría muy ideologizada sigue en Europa esas emisiones y porque la mayor parte de su audiencia accede a ellas a través de internet. Recordemos que la propaganda rusa es dañina sobre todo para los rusos, no para los europeos, y que habría que ayudarlos también en ese sentido. En un mundo globalizado, la mejor manera de hacerlo -de combatir esa propaganda y desintoxicar a sus víctimas- pasa por cuidar más los propios medios: por ofrecer a los rusos y a los europeos un modelo más creíble, más veraz, más libre. Si la lucha emprendida es también una lucha contra el autoritarismo, se trata de marcar al máximo la diferencia, de manera que los rusos que se asomen a la red buscando información alternativa se dejen seducir por el rigor, el análisis, la ecuanimidad y la decencia; y de manera que los europeos justamente desconfiados no acaben seducidos, en busca de fuentes más fiables, por los delirios propagandísticos de Rusia Today. Nuestro apoyo a Ucrania no debería llevarnos a prohibir ningún medio -y menos so pretexto de que son "instrumentos de guerra", por mucho que realmente lo sean-; debería servirnos de ocasión para democratizar los nuestros, cada vez más partidistas, sectarios y desestabilizadores. Lo único que puede ofrecer la UE al resto del mundo es un resto de democracia que no deberíamos entregar al enemigo.

La prohibición es inútil, pero también peligrosa. Naturaliza un clima de belicismo emocional que justificará medidas equivalentes contra nuestros periodistas desplazados a Rusia, degradando aún más nuestro acceso a la información. Acostumbra a las poblaciones europeas a la idea de la excepcionalidad como nueva norma de vida, asociada a la suspensión de derechos constitucionales. Infantiliza a los ciudadanos, a los que se deja votar pero a los que se juzga incapaces de escoger sus fuentes informativas de manera sensata y racional. Y abre la puerta a nuevas medidas liberticidas en un contexto en el que la verdadera batalla, como he dicho, es la que libramos contra esa ultraderecha occidental, pro-rusa e iliberal, que está deseando alcanzar el gobierno para seguir la misma senda: contra los medios, los partidos, las feministas y los homosexuales.

Allí donde poco podemos hacer y no sabemos ni siquiera qué queremos pedir, no debemos olvidar al menos que la mejor forma de decir "no a la guerra", en Madrid, en París y en Berlín, es decir sí a la democracia.

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