La noticia de que el rey establece su residencia principal en Abu Dabi, uno de los siete Emiratos Árabes Unidos (EÁU), aunque visite puntualmente a España, avisa, de forma privada, no ha sorprendido a nadie. Sabíamos que el emérito volvería en cuanto la Fiscalía del Tribunal Supremo hiciera su trabajo: dar carpetazo a la causa que le atribuye hasta cinco delitos, aunque no lo juzga por ellos gracias a su inviolabilidad, a la prescripción o a la regularización de sus fondos, o parte de ellos, mientras Hacienda hacía la vista gorda con las informaciones sobre los mismos.
En una información del coordinador de la sección de Economía en El Salto, Yago Álvarez, éste nos explica muy bien cuál es el sistema fiscal de Emiratos: ninguno. Es decir, los EÁU donde Juan Carlos I ha decidido instalar su vivienda permanente es un paraíso fiscal de libro, que además va escalando posiciones en el top de paraísos mundiales gracias a la escala que hacen en Holanda (otro paraíso) las fortunas, las cuales se trasladan luego a Emiratos, un lugar mucho más atractivo por cuanto, explica Álvarez, el Estado ejerce un "creciente papel como centro offshore mundial (lugar idóneo para crear empresas pantallas)". Un Estado offshore, el sueño húmedo de un delincuente sin sentencia como el rey emérito.
¿Dónde se iba a quedar a vivir si no un sujeto que fue nuestro jefe de Estado 40 años y que, más allá del debate sobre su contribución a la democracia en la Transición española, tuvo como máxima primera hacerse lo más rico posible gracias a la confianza que le dieron los españoles? Porque no era la inteligencia financiera de Juan Carlos I la que le proporcionó el dinero, ni la lotería siquiera, sino la corrupción del uso que hizo de la institución monárquica, que es nuestra y que todos/as financiamos con impuestos.
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, ha insistido en que el emérito debe dar "explicaciones", cosa con la que Juan Carlos I se debe estar partiendo el espinazo de risa: una vez cerrada la causa judicial y una vez advertido Felipe VI de sus intenciones, a ver quién obliga al todavía rey a cantar por soleares públicamente. El Ejecutivo, el Poder Judicial y el Legislativo -que ha rechazado una y otra vez la investigación política de la corrupción real o real corrupción- han sido humillados públicamente por un exjefe de Estado que se ha estado riendo de ellos y en sus narices, pero sobre todo, de los ciudadanos. Bendita sumisión patriotera, que ampara a un rey haga lo que haga y robe lo que robe sin que le pase nada.
El importe total de la fortuna de Juan Carlos I sigue siendo una incógnita. El dinero acumulado desde que en 1962 se tiene constancia de los primeros regalos, en especie o en metálico, sigue siendo un misterio. Las donaciones llegaban desde Grecia, la Persia agonizante de 1977, Arabia Saudí, Emiratos, Jordania, Baréin..., pero no solo eso. El jefe de Estado se dedicó durante cuatro décadas a recibir comisiones de operaciones en las que ejercía de intermediario entre empresas españolas y distintos países, es decir, en las que hacía su trabajo como rey, ya remunerado conforme a la asignación anual de los presupuestos generales a la Casa Real y todo el gasto en el despliegue de apoyo de los distintos organismos del Estado (Ministerio del Interior, Patrimonio Nacional, Parque Móvil, gestión administrativa desde Presidencia...) para garantizar la dignidad y el confort de la institución. En total, unos 70 millones de euros de dinero público se destinan anualmente a la Casa Real, según cálculos de La Moncloa hace dos años.
El emérito tiene en Emiratos la garantía de que su fortuna seguirá opaca, bien tratada y bien vigilada por sus amigos, los emires violadores de derechos humanos y libertades. Da igual el dinero que tenga, si son los 1.790 millones de euros que le otorgó la extinta revista Eurobusiness en 2002, los cerca de 2.000 millones calculados por la revista Forbes en 2003 o los 2.300 millones de dólares estimados en 2012 por The New York Times, todos medios internacionales de contrastada reputación. España no puede hacer nada, nuestras instituciones no han querido hacer nada -al revés, lo protegieron- contra la corrupción real durante cuatro décadas y ahora, aunque quisieran -que lo dudo-, ya están incapacitadas para inmiscuirse en la (no)fiscalidad del Estado offshore que es Emiratos.
El emérito, eso sí, vendrá a dejarnos la caridad de los gastos de sus viajes privados a España, tampoco demasiado, que tiene a suficientes aduladores que le paguen las cuentas de los restaurantes y otros lugares de ocio. También cuidará a sus hijas y nietos, a su mujer, para que nunca abandonen el altísimo tren de vida que llevan y no ocultan, además, alardeando de un derecho antidemocrático de cosanguinidad. Mientras, clamando en el desierto de Rub al-Jali, algunas exigimos a las instituciones, a los partidos políticos, que además de incorruptibles sean éticos. ¿Quién dijo aquello de Añoro aquella ingenuidad que me hacía feliz?
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