Dominio público

Elecciones en Francia: el enfermo de Europa está sano

Jorge Tamames

Investigador en Real Instituto Elcano y autor de 'La brecha y los cauces'

Elecciones en Francia: el enfermo de Europa está sano
Emmanuel Macron durante la campaña presidencial.- Ludovic Marin / AFP / dpa

De un tiempo a esta parte, las elecciones presidenciales francesas siguen un guion preestablecido. Una primera ronda donde se constata –en ocasiones con satisfacción, generalmente con angustia– que los partidos tradicionales de centro-izquierda y centro-derecha son cada vez menos relevantes. Una segunda ronda planteada en términos existenciales: urge frenar al populismo de derecha radical, que cada cinco años mejora sus perspectivas electorales.

Cuando el Frente –hoy Reagrupamiento– Nacional es por fin derrotado (primero en las elecciones presidenciales, dos meses después en las legislativas), el público descubre que el verdadero villano es otro. Se trata de la economía francesa. Llegados a este punto del guion, publicaciones anglosajonas como The Economist proceden a rasgarse las vestiduras en un artículo tras otro. Francia, explican, es "el enfermo de Europa". Es un país manirroto, lastrado por un descomunal sector público (el Estado representa algo más de la mitad del producto interior bruto). Su sociedad se ha vuelto indolente y se aferra a ideas apolilladas, como gozar de tiempo libre y jubilarse pronto. Los huelguistas han adquirido el mal hábito de no resignarse hasta lograr descarrilar las reformas que promueve un presidente tras otro, de modo que esos mismos presidentes terminan instalados en la desidia y la complicidad. El Hexágono es como la URSS de Brézhnev, pero con roulottes y mejor repostería. Las cosas no pueden seguir así.

2022 está siguiendo el guion al pie de la letra. Hoy nos encontramos ante otro enfrentamiento entre globalismo y nacionalismo cerril. Las encuestas anticipan que en la segunda vuelta electoral el presidente Emmanuel Macron se impondrá sobre Marine Le Pen, con un margen razonable pero menos holgado que en 2017. Llegados a este punto, no obstante, es posible que los guionistas se ahorren la segunda parte de la trama. El enfermo de Europa goza de buena salud.

A primera vista no parece que sea así. Macron llegó al poder con la idea de convertir Francia en una "nación start-up". Su compromiso con poner a dieta al rollizo Estado francés hasta que se asemejase a un garaje de Palo Alto causó furor en la prensa (The Economist, en una portada de tonos bíblicos, lo presentó caminando sobre las aguas). Pero no convenció a los franceses. Tampoco lo hicieron una retahíla de declaraciones en las que el presidente llamaba a sus críticos "cínicos y vagos" y los exhortaba a "dejar de quejarse" o resignarse a "no ser nada".

A finales de 2018 estalló el movimiento de los chalecos amarillos. Durante un año se sucedieron choques violentos entre la Policía y manifestantes que –desde la izquierda, desde la derecha, o desde un enfado generalizado y difícil de categorizar ideológicamente– rechazaban al "presidente de los ricos". Después vino el Covid-19, que trajo consigo una reafirmación del papel del Estado, en Francia y el resto del mundo.

Macron se vio obligado a pausar su agenda de reformas, y después a abandonarla por completo. Desde 2020 ha sido común escucharle hablar de reindustrialización, nacionalización de empresas estratégicas o planificación económica: términos que en 2017 hubiese descartado como estatistas y trasnochados. En el punto álgido de la pandemia, el sector público francés llegó a englobar el 62% del PIB. La trayectoria del quinquenio 2017-2022 parece una inversión del primer mandato del socialista François Mitterrand, que llegó al poder con la intención de renacionalizar gran parte de la economía francesa y terminó dirigiendo un programa de liberalización económica.

El origen de esta transformación no se encuentra en la figura de Macron. El presiente acostumbra a dar bandazos a izquierda o derecha según le convenga, por lo que su reconversión obedece a consideraciones pragmáticas antes que a caprichos intelectuales.

Lo que ha cambiado es el resto del mundo. Y, con él, los equilibrios internos en la Unión Europea. En la década de 2010, Alemania –con su gestión pública austera y su economía orientada a la exportación– se erigió como el modelo de éxito en Europa. Pero los intentos de emularlo mediante recortes precipitados del gasto público en la zona euro no arrojaron resultados positivos. La salida de la crisis de 2008 fue renqueante y gran parte de la UE sufrió una década perdida en crecimiento económico y cohesión social.

Desde entonces, el Brexit ha convertido a Francia en el único país de la UE con armas nucleares y una capacidad de proyección militar creíble. El Covid-19 ha puesto sobre la mesa las ventajas de dirigir un Estado grande y altamente centralizado (en contraste con, por ejemplo, el caos administrativo sobre el que presidió Donald Trump). También evidenció la necesidad de que la UE adoptase varios de los mecanismos de coordinación y redistribución económica que Francia lleva años exigiendo adoptar, y Alemania tratando de evitar. La guerra en Ucrania ensalza el estatus internacional de París al tiempo que incrementa las inseguridades de Berlín.

Incluso el panorama económico juega a favor de Francia. La guerra comercial entre China y Estados Unidos revaloriza su modelo de crecimiento, comparativamente más proteccionista y orientado hacia el consumo interno. El país ya ha superado su PIB pre-pandemia, cuenta con una de las inflaciones más bajas de la UE y su productividad por hora trabajada tiene poco que envidiar a la alemana. "Francia tiene un modelo energético solvente, aunque sea imperfecto", señala el historiador económico Adam Tooze. "Tiene un sector agro-industrial con valor estratégico. Fuerzas armadas dignas de ese nombre y armas de disuasión nuclear. A Alemania le falta todo lo anterior". Tampoco EEUU ni Reino Unido se encuentran en posición de dar lecciones de gobernanza o liderazgo a Francia.

No todo el monte es orégano. Un año tras otro, los franceses manifiestan un pesimismo y sentimiento de malaise muy por encima del de sus vecinos. El tono apocalíptico que se apodera de cada elección –donde, atendiendo a los discursos de campaña, estaría en juego el alma de una nación que amenaza con disolverse como un azucarillo–, así como el alza sostenida de la derecha radical, indica que el descontento puede fermentar incluso en un clima relativamente benigno. Si Alemania hace buena su promesa de invertir un 2% de su PIB en defensa, en una década podría consolidarse como la primera potencia militar de la UE además de su motor económico, lo que de nuevo relegaría París a una posición secundaria. Si Macron retoma la agenda que promovía en 2017, continuará alimentado a la derecha radical y desperdiciará la ventana de oportunidad actual.

Las ventajas del modelo francés –como las del alemán– son coyunturales. Pero las capacidades de París son en última instancia más limitadas que las de Berlín, por lo que tendrá que aprovechar al máximo el próximo quinquenio. Francia puede romper el guion, tanto en el plano doméstico como a nivel europeo. Todo depende de que Macron logre imprimir un rumbo más inteligente a su segundo y último mandato.

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