Dominio público

Mamá, quiero ser andalucista

Rocío Santos Gil y Lucía Muñoz Lucena

La Poderío

Mamá, quiero ser andalucista
Protesta en Sevilla, en en enero de 2019, en contra del acuerdo para formar gobierno en Andalucía.- LUCÍA MUÑOZ

Este artículo ha sido publicado en colaboración con la revista La Poderío

Es 2 de diciembre de 2018. A menos de dos días para volver a sacar a la calle las arbonaidas que recuerdan ese 4 de diciembre de 1977, cuando Andalucía (casi toda) pedía ser libre y un malagueño, Manuel José García Caparrós, fue asesinado por ello. Ese domingo tocaba votar en las elecciones autonómicas. Había miedo, sí. Había esperanza, no quedaba otra. Dijimos "no pasarán" y pasaron. La memoria ha vuelto hacer un flaco favor a las ancestras que se levantaron un día hartas de tener el lomo doblado, la barriga vacía y el corazón apretado. 

La derecha formaba gobierno, sin reconocerlo, con sus parientes más extremos. Aunque ganó el PSOE, la suma de los votos de PP y Ciudadanos, con la abstención -y las condiciones- de Vox, arrancaba la presidencia a los socialistas después de 36 años gobernando. Lo que estaba claro es que Andalucía pedía un cambio, ¿pero era este? No había tomado el relevo Juanma Moreno cuando ya en el debate de investidura de la Presidencia de la Junta de Andalucía las feministas se plantaban en la puerta del Parlamento para recordarles que "ni un paso atrás en igualdad". 

No solo eso. La incredulidad y la incertidumbre no evitaron las sospechas de lo que aún estaba por venir. Como ejemplo, en estos cuatro años, a exigencia de Vox, Andalucía ha perdido la ley de la memoria democrática, sustituida por una ley de concordia; se han destinado subvenciones millonarias a asociaciones antiabortistas por encima de la ley de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo, entre otros recortes destinados a mujeres y feminismos. Otra guinda del pastel fue la aprobación en el Parlamento de Andalucía de la propuesta de Vox contra el lenguaje inclusivo. 

Andalucía fue la primera comunidad autónoma donde se sentó la extrema derecha. Los medios de comunicación la llamaban "el laboratorio", como si esto no hubiera podido pasar -y pasó- en otras latitudes en el caso de haberse dado similar coyuntura electoral. Detrás de estas críticas había vecinas y vecinos que tendrían que lidiar con una derecha "haciéndole ojitos" al fascismo y que nunca ha dejado sanar las heridas de esta tierra.

La pregunta no pasa por saber quién vota a la extrema derecha, sino por qué se les confía la papeleta. El hartazgo político de una lucha eterna por la soberanía de la tierra. El descontento social y de currantes que salen de sol a sol a trabajar en la precariedad. "Hablemos de las cosas del comer", decía Teresa Rodríguez en 2018. Y nos comió la extrema derecha tan solo haciendo ruido en el campo o en el transporte. Secuestrando el valor de la palabra solidaridad y democracia. Arrasando con nuestra memoria, con la identidad de una idiosincracia que mamamos de nuestras referentes y que hoy en las urnas no se ve. ¿Quiénes queremos ser?

Desfolcrorizar lo folclorizado

En el primer semestre de 2021 migraron casi 30.000 andaluzas. Las que pueden, salen mientras señores con títulos nobiliarios compran relojes a precios desorbitados y gastan cantidades ingentes en municipios tristemente famosos por la mala gestión de sus gobiernos.  Las andaluzas se van porque aquí se paga entre mal y muy mal, soportando una brecha salarial que supone ingresar 4.153 euros menos que los hombres.

Unas se van y otras se empadronan en lugares que ni con suerte lograrán señalar en el mapa. Las que están y las que vienen, todas quieren ser andaluzas, andalucistas, the andaluciest. Mamá: quiero ser andalucista. Queríamos desfolclorizarlo todo y resulta que estas elecciones no nos ha pillado una feria sino dos, con unas ganas pospandémicas que han servido para hacer del cliché bandera. 

Que no nos quiten la alegría. Claro que no. Pero cuando se señala que Andalucía es la comunidad autónoma con más población dentro del Estado, se olvidan de mencionar que también hay  2,9 millones de personas residentes en riesgo de pobreza y/o exclusión social.  ¿De dónde sacamos la alegría, entonces? Esas 2,9 millones de personas tendrán algo que decir, tendrán también derecho a la alegría y, sobre todo, a hablar desde la rabia. ¿Cómo desde la pobreza se sostiene una militancia feminista sin unas condiciones materiales mínimas que permitan la vida durante los cuatro años que transcurren entre eleccción y elección? ¿Cómo se organiza la sociedad civil desde la precariedad?

Ya sabemos que el desafecto juega en nuestra contra. Estamos cansadas de malas noticias, pero es igualmente extenuante ver cómo la tierra se empobrece y se pierde el interés por lo político a un ritmo desenfrenado, sin que exista un debate propio donde se plantee un horizonte realmente transformador. En imaginar reside la alegría genuina: en proteger Doñana, en apoyar a la plantilla de Zumosol, en aprender de la huelga del sector del metal, en seguir apostando por una tierra libre de crueldad animal, en dar derechos y combatir el racismo estructural al que se somete a la población migrante constantemente, en observar cómo se trabajan codo a codo las camareras de piso o las jornaleras para proyectar otras formas de organizarse que puedan servirnos a las que aquí estamos. 

Feminismo andaluz

Que desde hace unos años se hable en Andalucía de feminismo andaluz es una casualidad, pero a la vez una causalidad. A todas, de una forma u otra, nos atraviesan las mismas opresiones. Si no las padecemos nosotras, le pasa a nuestra vecina de al lado. Las estamos viendo, las estamos sintiendo. La territorialidad marca esta idiosincrasia que nos construye como personas y que como feministas enriquece otras luchas.

Hoy empieza a estudiarse, a teorizarse, un feminismo que nunca tuvo nada de ciencia, sino más de cercanía, de empatía, rebeldía y picaresca. El feminismo andaluz son las corralas de las vecinas que hacían ollas de caldo para su casa y un puñado más para la de al lado, que "este mes está regular". Es la que te pasa la ropa de chiquillo en chiquillo porque así combate el capitalismo. También es la que cada año, tras la cosecha de los tomates, recoge de nuevo las mismas semillas para hacer soberana su tierra. La que lleva flores al cementerio, a las cunetas o las orillas de una frontera sur para no olvidar que, porque fueron, somos.

Eso es lo que en unas elecciones rejunta y motiva a la gente. Las elecciones, las candidaturas, andaluzas o no, deben tomar nota de los feminismos y menos de personalismos. Aprender a hacer y, sobre todo, ir haciendo. Los territorios no son disfraces de usar y tirar un delantal de lunares fabricado ex profeso para el turismo que invade nuestras calles y expulsa a la comunidad porque especula con el territorio y los derechos básicos. Da igual de dónde vengas o la pegatina de andalucista llena de pelusilla que te coloques. Dar el lugar que merecen los problemas e intereses reales de la gente y seguir defendiéndolos desde el feminismo es una de las herramientas más potentes que conocemos para combatir lo que nunca quisimos ser y tener: fascistas y fascismo en nuestra tierra.

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