Dominio público

Meritocracia, representación y personaje

Elizabeth Duval

Meritocracia, representación y personaje
La secretaria de Organización de Podemos, Lilith Verstrynge, interviene durante la Fiesta de la Primavera de Podemos, a 22 de mayo de 2022, en Valencia, Comunidad Valenciana, (España).- EUROPA PRESS

Fue curioso que, de todo lo que se dijo en la Fiesta de la Primavera de Podemos (a la cual he de decir, por transparencia, que yo acudí como invitada a presentar mi último libro), la derecha panfletaria haya señalado particularmente las palabras de Lilith Verstrynge, secretaria de organización, en la mesa redonda sobre el tiempo. Para ellos, lo más reseñable es que Verstrynge declarara que la meritocracia "es un mito" y que el esfuerzo "no importa"; es un titular que también habría podido colocar, en sentido distinto, un medio de izquierdas. Y esto ya invita a cierta reflexión sobre los conceptos que están en juego.

Vayan por delante varias cosas. Estoy fundamentalmente de acuerdo con buena parte del discurso de Verstrynge, con el análisis que pone en el punto de mira a los vendehúmos que hablan de mérito y esfuerzo, con la crítica al dogma neoliberal por cómo legitima la desigualdad preexistente. Creo, además, que su respuesta fue particularmente acertada, y que el rifirrafe acabó beneficiándola. Ahora empiezan los peros (que no han de servir para negar nada de lo anterior).

La política de la representación es también una política de la apariencia y una política estetizada. No se trata (sólo) de que nuestros representantes públicos (u orgánicos) nos suplanten o refieran a nosotros en otros contextos: si nosotros somos los representados, ellos también son representaciones, y en toda figura pública está presente la metáfora del teatro. El interviniente en lo público actúa, gesticula, teatraliza, representa; dentro de esa representación, lo importante no es él mismo, sino lo que parece. Resuena la pregunta de John Anderson: ante una institución social, lo importante no es preguntarse por su propósito, sino por los conflictos que está escenificando.

El primer Podemos exacerbó particularmente todo aquello que tenía que ver con el grado de identificación y semejanza entre electores y elegidos: era el sentido de las apelaciones a una fuerza política capaz de parecerse a la gente en lugar de sostener el abismo o la distancia que mediaba entre la casta (los burócratas, los tecnócratas) y el pueblo. Era el sentido de la referencia a Vallecas y no a las atalayas de los ricos, a las camisas Alcampo, a la imagen de lo cotidiano, a la identificación; ha llovido mucho desde entonces y, en estos años, muchas de esas tendencias se han invertido.

Quien más busca ahora proyectar una imagen canalla, campechana o cercana "al pueblo", al presunto pueblo que esté inventando, son figuras como Ayuso, que no tiembla a la hora de reivindicar un Partido Popular de Madrid "tabernero y pandillero". En el Gobierno, aunque algunos parecidos (por género, por generación, incluso por representación de personas negras, de orientación sexual diversa...) identitarios o culturales permanezcan, hay identificaciones que necesariamente se diluyen. La de la conexión con el pueblo, por ejemplo.

La crítica principal que se esgrimía contra Lilith Verstrynge consideraba insultante que una mujer con ese apellido negara la existencia del mérito, es decir, venía a señalar, sin entrar en el fondo argumentativo de la cuestión, que ella se beneficiaba de las contradicciones del sistema que estaba criticando. Nos tienta inmediatamente decir que la verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero, pero declarar algo así sería tratar de escapar de forma fácil: es extraordinariamente relevante quién enuncia las cosas y cómo concuerda el emisor con lo que está enunciando, más aún si se ha cultivado toda una cultura política que exalta los parecidos entre emisores, receptores y discurso.

Verstrynge pertenece a un partido y a una cultura política que ha elevado a dogma ese componente estético, y señalar esto no es una crítica a que esas estéticas o identidades existan; la secretaria de organización carga consigo una importantísima herencia gestual. Hay críticas parecidas que han cargado contra el Future Policy Lab, nuevo think tank progresista dirigido por Bernardino León Reyes (las más cruentas, como la de Estefanía Molina, han hablado, a mi parecer con un acierto muy discutible, de "el pijerío contra la meritocracia") pero la dinámica y las consecuencias no son las mismas en ambos casos.

La "casta" progresista que investiga en ese think tank no aspira ni busca representar a nadie, ni saca provecho particular de parecidos o semejanzas con el pueblo; una verdad enunciada se modifica siempre según aquella persona que la enuncie. Propone respuestas, habla de herencias universales y se centra en una investigación de ciencia social. Lo que cada uno considere sobre los expertos puede luego discutirse, pero el agravio producido no es el mismo, y menos mal, en el terreno de lo académico y en el terreno de lo político.

Hay un segundo componente interesante o particular para el agravio y que ahonda en las diferencias entre la reflexión sobre la política y el ejercicio de la política en sí mismo. Una verdad estadística o científica, por más que sea verdadera, no tiene por qué ser lo más útil para operar políticamente, o servir con la función de herramienta movilizadora. Es cierto que la meritocracia (empleada aquí más como referencia al ascensor social que al gobierno de los mejores) no tiene un correlato estricto en la realidad, y que en culturas bajo el influjo estadounidense el mito del hombre hecho a sí mismo produce monstruos terroríficos; no es menos cierto que lo que genera políticamente esa afirmación o esa verdad ("la meritocracia es un mito") es frustración y resentimiento por parte de los afectados por ello, en particular si quien se lo dice no es de su misma condición.

Quienes sólo heredaríamos deudas en caso de heredar no nos tragamos tampoco la cultura del esfuerzo, y si acaso buscamos justificaciones en talento, fortuna y circunstancias incontrolables, pero que terceros vengan a pintar el retrato de un sistema inmóvil y carcelario puede producirnos algo de extrañamiento. Una de las principales diferencias entre sistemas de castas y el capitalismo es que la movilidad social sí que se produce en el sistema capitalista; es por ello que su dominación es mucho más sutil, que su violencia parece sin serlo menos opresiva. Negar la movilidad social, por poca que sea, es exponerse demasiado a los contraejemplos por haber construido un retrato en exceso fatalista.

Es extraordinariamente difícil modificar todos los valores de una época, por más que sea necesario plantear paradigmas alternativos; lo es también identificar qué ideas sirven más y mejor para activar y movilizar. Las medidas que plantean informes como el del Future Policy Lab son interesantes y en muchos casos necesarias, y hace falta acción política que actúe contra el mito de la meritocracia; dudo, en cambio, sobre si la afirmación discursiva plana que apunta con el dedo a ese mito es lo más funcional.

El discurso de Lilith Verstrynge ha funcionado bien para activar a una parte del espectro político que ya estaba completamente de acuerdo con todo lo que Lilith Verstrynge decía. No sé si, tal y como está planteado, ese discurso sirve para ampliar el espectro, o si juega especialmente bien con los puntos fuertes de su personaje; por más que tenga mucha razón en lo que dice, por más que la crítica contra ella haya sido profundamente injusta, por más que su reacción fuera inteligente, creo con sinceridad que hay que rescatar el trocito de verdad (por más que la recubran de mentira) que permanece en las falsedades de nuestro adversario.

Quizá la izquierda, al tiempo que busca incidir en lo incrustado, cambiarlo todo, al tiempo que se rearma, tendría que pensar en cómo (más que tratar de acabar con todo el poder cultural del neoliberalismo) cumplir aquellos deseos prometidos por el neoliberalismo que este ha sido incapaz de satisfacer, en palabras de Mark Fisher. Si no vamos a poder acabar con el apego al mérito, por más que conozcamos racionalmente que este afecto es irracional, ¿cómo movilizar una noción del mérito en una dirección progresista, acabando con la hegemonía sobre ese concepto que aparece en la ideología neoliberal?

La pregunta es clave para que no nos quedemos en una denuncia de lo que está mal y podamos pasar a la construcción de una alternativa; por duro que parezca asumirlo para quienes estaríamos a gusto cambiando el mundo de base, toda alternativa se forja con una alianza de lo nuevo y de lo viejo. En lugar de celebrarnos cada uno cuando nuestra propia bancada nos jalea, repensar toda inercia es necesario para que, algún día, podamos alguna cosa más allá de respuestas y reacciones. Escapar de los roles asignados en nuestro teatro carcelario sí tendrá su mérito.

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