Dominio público

Abstención

Santiago Alba Rico

Filósofo, escritor y ensayista

Abstención
Una mujer recoge una papeleta en un colegio electoral en Madrid durante las elecciones regionales de Madrid el 4 de mayo de 2021.- AFP

La abstención, se dice, es de izquierdas; lo decimos con tanta seguridad que, a partir de este principio, tendemos bien a hacer responsables a los abstencionistas de su falta de conciencia y de compromiso en una encrucijada dramática, bien a hacer responsables a los dirigentes de la izquierda por su cainismo o su falta de tino discursivo. Pero se nos olvida que el abstencionismo de izquierdas es más bien residual. Puede dar, es verdad, los pocos votos que, en la actual relación de fuerzas institucional, separa la victoria de la derrota electoral, y por eso sin duda hay que disputarlos y movilizarlos; y por eso -si se trata de arañar desesperadamente- los errores pueden ser fatales; y por eso, en ese angosto margen, cualquier detalle puede ser decisivo, sin que sepamos exactamente por qué: desde la batalla cultural al obrerismo más viejuno, desde un meme gracioso a un tiro en el propio pie. Ahora bien, todas nuestras estrategias, nuestras discusiones, nuestros errores, se ciñen al recinto de los votantes, cada vez más volátil y reducido. No podemos, no, renunciar a él; habrá que analizar, pues, su textura y excogitar las campañas más certeras, pero sin olvidar que, al hacerlo, estamos aceptando, de alguna manera, la exclusión de casi la mitad de España. Disputamos votos, no vidas; disputamos elecciones, no el suelo común de los españoles. La tendencia de los votantes a radicalizarse -enunciémoslo así- es correlativa al aumento y desconexión radical de los abstencionistas.

Porque hay que decirlo: el abstencionismo no es de izquierdas. El abstencionismo es pobre, suburbano, sistémico. Es paralelo -es decir- al sistema político y, por lo tanto, al eje izquierda/derecha. No se trata de gente que duda y se retira, a la que se podría tentar con buenas propuestas e interpelar o convencer en una mala hora; a la que se podría arrastrar a regañadientes a la urna o asustar con la llegada del fascismo. Es gente que sabe que no se juega nada en las elecciones, cuyo resultado, en cualquier caso, no va alterar su vida, gane quien gane, y que ha dimitido -y sigue dimitiendo, cada vez más- de toda participación política. Es un fenómeno mundial: la abstención, lo sabemos, es indisociable de la desigualdad económica. Según los datos del INE, trasladables a toda España, en Andalucía se registran, en términos de voto, hasta 40 puntos de diferencia entre las clases altas y las clases más desfavorecidas, las cuales votan poco o nada, sobre todo en las grandes ciudades. En los pueblos, el grado de participación es más o menos homogéneo, pero en los barrios periféricos de las urbes más pobladas -pensemos en Las Tres Mil Viviendas de Sevilla- la abstención puede alcanzar el 92% (mientras que en el Distrito Sur, la zona más rica de la ciudad, la participación llega al 80%). Suponer que esa abstención es "naturalmente" de izquierdas porque es pobre es lo mismo que suponer que el agua del planeta K2-18B puede saciar nuestra sed. En las Tres Mil Viviendas, es verdad, se vota más a la izquierda que a la derecha, al contrario que en el Distrito Sur, pero los que no votan a nadie, la abrumadora mayoría, no están a punto de votar a la izquierda: están viviendo, si se quiere, en otro mundo.

En su extraordinario La democracia ateniense, el historiador danés Mogsen Hansen afirma de manera tajante: "El nivel de actividad política exhibido por los ciudadanos de Atenas no tiene parangón en la historia mundial, ni en cantidad, ni en frecuencia ni en nivel de participación". Hasta seis mil personas podían participar en la Asamblea un día de cada dos para tomar la palabra, hacer o rechazar propuestas y condenar a los ambiciosos, llegado el caso, al ostracismo. Para evitar la desafección de los thetes -los ciudadanos más pobres- se estableció a partir del año 400 a. de C. la remuneración a los asistentes; los participantes en la Asamblea recibían, en efecto, una cantidad que, según Hansen, constituía en realidad una especie de renta básica ciudadana. Los que hoy se oponen a esta medida alegan argumentos económicos que, lo sabemos, se han revelado inconsistentes; es más probable que teman esa "correlación" entre remuneración y participación; que teman -es decir- un aumento de la participación a medida que disminuya la desigualdad. La cuestión, por tanto, no es el eje izquierda/derecha sino la diferencia ciudadano/no ciudadano, que es la que en Atenas determinaba, al mismo tiempo, el derecho a la tierra y a la Asamblea. Una democracia en la que de hecho -casi ontológicamente- los más pobres no participan, es de hecho -casi ontológicamente- una democracia censitaria en la que el sufragio universal -de hecho y ontológicamente- no existe. Si aceptamos los datos del INE que vinculan participación electoral a desigualdad económica, podemos decir que la democracia española no reconoce la ciudadanía de al menos -pongamos- un 30% de los españoles. La paradoja es que, para devolver la condición de ciudadanos a los thetes hispanos, hay que ganar sin ellos las elecciones; y solo se pueden ganar las elecciones disputando votos en un margen angosto y desfavorable, cada vez más volátil, cada vez más radicalizado, en el que la izquierda pierde las batallas culturales y además se pega tiros en los pies.

En todo caso, si definimos el voto y la abstención como dos mundos paralelos o apenas porosos, podemos decir que en el primero uno es responsable de su voto pero en el segundo uno no es responsable de su abstención. Cualesquiera que sean los motivos y los intereses que nos llevan a las urnas, la "ficción" democrática -que hay que defender con uñas y dientes- obliga a reconocer la igual legitimidad e igual responsabilidad de todos los votos. No conviene despreciar al votante de Vox porque estamos obligados a disputar también su voto; no conviene ignorar su responsabilidad si queremos defender, junto al nuestro, su derecho a votar. El sufragio universal implica, sí, este doble presupuesto "ficticio": 1. cualquiera es potencialmente mi votante y 2. todos somos responsables de nuestro voto. En el marco de esa "ficción", obviamente las consecuencias de "votar mal" no pueden ser penales, pero todos tenemos derecho a afear, reprochar y denostar el sentido del voto de nuestros vecinos, como responsables de la "calamitosa situación del país", a condición de que no olvidemos que, para cambiar la situación, vamos a necesitar también su apoyo. Al menos mientras vivamos en una democracia -aunque se trate de una democracia semicensitaria.

El caso de la abstención es diferente. Salvo ese puñadito flotante que se ha ido alejando de una izquierda desilusionante y del que depende, en el último momento, el destino de todos (lo que dice mucho no acerca de ellos sino del sistema mismo y de la tendencia de los partidos de izquierda a echar la culpa siempre a los otros), la mayor parte de los abstencionistas no son responsables de nuestros males. Y mucho menos de los suyos. Esa -la abstención- es la clave de la decadencia democrática; el carácter, si se quiere, "ontológico" de la pobreza abstencionista. Mientras no se resuelva este problema, todo lo demás irá también mal: habrá guerras, desastre climático, creciente desigualdad. Mientras no se resuelva este problema, la izquierda tendrá que disputar un puñado de votos en un angosto recinto donde -en medio de guerras, desastre climático y creciente desigualdad- se perderán casi siempre las batallas culturales y el éxito de un meme ingenioso será corregido al día siguiente, en los  comicios sucesivos, por uno homófobo y excluyente. El problema de la democracia es, como siempre y en definitiva, el de la participación. Cuando voten los pobres, España no será más de izquierdas; será sencillamente más democrática.

Y, por lo tanto, menos pobre.

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