Dominio público

La OTAN en Madrid: 360º y un ángulo muerto

Jorge Tamames

Investigador en Real Instituto Elcano y autor de 'La brecha y los cauces'

El presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, durante la rueda de prensa ofrecida al finalizar la cumbre de la OTAN en Madrid. EFE/J.J. Guillén
El presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, durante la rueda de prensa ofrecida al finalizar la cumbre de la OTAN en Madrid. EFE/J.J. Guillén

La cumbre de la OTAN en Madrid arroja un balance rotundo. La Alianza Atlántica recobra su misión primigenia: contener a Rusia y reafirmar el papel norteamericano en Europa. Pero el nuevo Concepto Estratégico –documento que fija las prioridades de los aliados durante una década– no se detiene ahí. La OTAN mantendrá lo que se conoce como una visión de 360 grados. Además de enfrentarse a Moscú, vigilará el conjunto de amenazas que se acumulan a su alrededor.

El protagonismo ha recaído, como es lógico, sobre un flanco oriental desestabilizado por la invasión rusa de Ucrania. El este de Europa obtiene un aumento exponencial del despliegue militar aliado, así como la incorporación de Suecia y Finlandia a la alianza. Pero el flanco sur de la OTAN –crítico para socios como España, Francia e Italia– también queda identificado como área prioritaria. Y no han faltado las referencias al terrorismo, la guerra híbrida o los ciberataques –que, en línea con otros documentos estratégicos recientes, pasan a considerarse casus belli en potencia–.

Todas estas amenazas se engloban en una visión de conjunto. La OTAN se enfrenta hoy al retorno de la competición entre grandes potencias. Las menciones recurrentes a los "competidores estratégicos" y "rivales autoritarios" sitúan no solo a Rusia, sino especialmente a China en el visor de la alianza. Washington logra así que el resto de socios compartan su posicionamiento cada vez más duro contra Pekín. El Concepto Estratégico señala a China como un rival estratégico y le afea un sinfín de acciones –algunas de las cuales, conviene recalcar, no son más que las herramientas básicas que emplea cualquier Estado en el ejercicio de una política exterior independiente–. Para hacer frente a un mundo cada vez más hostil será necesario aumentar la inversión militar de los aliados, con el 2% del PIB planteado no ya como un objetivo a alcanzar sino como un suelo de gasto. Ese esfuerzo se justificaría porque asistimos a un enfrentamiento global entre democracias y autocracias.

No estamos ante un planteamiento novedoso. Esta visión siempre ha constituido el núcleo retórico en la política exterior de Joe Biden. Washington comenzó a imprimir este rumbo a Bruselas –entendida como sede de la UE y de la OTAN– hace exactamente un año, durante la primera gira europea del presidente norteamericano.

Desde entonces –y pese a la invasión rusa de Ucrania, que parecería encajar en este marco– el relato no hace más que agrietarse. La visión de 360º y la narrativa de democracias contra dictaduras destacan muchas amenazas en potencia, pero ofuscan una muy real que afecta a las sociedades occidentales desde hace años. Este ángulo muerto es la deriva interna de cada vez más miembros de la OTAN.

Para entender por qué esto es así conviene asumir, en primer lugar, que la propaganda empieza y termina en casa. La agenda internacional de Biden desmiente la narrativa de su administración. En julio el presidente visitará Arabia Saudí con el fin de convencer al príncipe heredero Mohamed bin Salmán de que amplíe la producción nacional de petróleo. Bin Salmán ordenó en 2018 el asesinato de un disidente saudí, Jamal Kashoggi: una acción por la que el presidente prometió convertir a Arabia Saudí en un "paria" internacional. La Casa Blanca también ha promovido un reacercamiento cauteloso a Venezuela, señalada hasta hace meses como una dictadura narco-bolivariana.

Con estos movimientos se busca debilitar la posición de Rusia como proveedor global de hidrocarburos. En la estrategia también juega un papel destacado Estados Unidos, que ha consolidado su posición como primer productor global de petróleo y gas. Pero el precio a pagar por potenciar las exportaciones de combustibles fósiles es considerable. Como señala el historiador económico Adam Tooze, la decisión implica renunciar a la transformación energética que propuso Biden al inicio de su mandato. Como esa agenda –específicamente, el plan Build Back Better– ya naufragaba ante un Senado dividido, Washington puede alegar que tan solo está haciendo de la necesidad virtud. El problema de fondo, no obstante, es grave. En 2021, Biden apostó por una transformación económica ambiciosa para reconducir la polarización de la sociedad estadounidense y apuntalar la primacía internacional de EEUU. La premisa del razonamiento era que la fortaleza exterior de un país proviene de su prosperidad y cohesión internas, y que la recuperación poscovid debería acompañarse de un modelo socio-económico más inclusivo y pujante. El flanco más importante en la batalla entre democracias y autocracias era el doméstico.

Año y medio después, las subidas de tipos de interés amenazan con provocar una recesión. Biden no ha sido capaz de ejecutar su agenda. La popularidad del presidente –como la de su número dos, Kamala Harris– se encuentra bajo mínimos. EEUU está dividido de manera irremediable y sumido en una deriva iliberal. Así lo constatan los movimientos de la Corte Suprema. Un fallo reciente facilita la ilegalización del aborto; otro impide regular las emisiones de carbono; en un tercer caso, iniciado el 30 de junio podría poner en entredicho la integridad del sistema electoral estadounidense). A ello se une la  investigación en curso sobre el asalto al Capitolio, donde Donald Trump desempeñó un papel activo y por el que no parece que vaya a ser condenado. Lo más probable, de hecho, es que el Partido Republicano se imponga en las elecciones legislativas de noviembre, y que a finales de 2023 Trump o alguno de sus émulos –como el gobernador de Florida, Ron DeSantis– gane las presidenciales.

Todo lo anterior parecen problemas típicamente americanos, que no tienen por qué contaminar a sus aliados. Por desgracia ocurre al revés: EEUU va a la zaga de países como Polonia y Hungría, cuya des-democratización es hoy innegable. El autoritarismo turco tiene hoy poco que envidiar al ruso, con la diferencia de que no es Vladímir Putin, sino Recep Tayyip Erdogan, quien ha impuesto a Suecia y Finlandia sus líneas rojas en política exterior para permitir que ingresen en la OTAN. En ocasiones la propia UE tampoco tiene la capacidad o voluntad de regirse por los principios que dice defender, como ha quedado de manifiesto esta semana en Melilla. Con todo, una involución democrática en EEUU es infinitamente más peligrosa que en Turquía, Polonia, Hungría o las fronteras europeas. La Alianza Atlántica va a remolque de Washington, y la propia arquitectura de defensa europea es hoy por hoy insostenible sin apoyo norteamericano.

Cuando amaine el entusiasmo con lo que a todas luces ha sido una cumbre bien organizada, será necesario plantear una serie de preguntas incómodas. Con qué argumentos se justifica el aumento del gasto militar si las perspectivas económicas continúan empeorando. Cuánto se puede fiar la política de seguridad europea a la cooperación con unos EEUU cada vez menos predecibles. Y, por encima de todo, cómo revertir la deriva autoritaria que atenaza a demasiados miembros de la alianza. Ante estos problemas la cumbre de la OTAN no arroja soluciones rotundas.

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