Dominio público

La peligrosa tecnología nuclear

Mabel González Bustelo

MABEL GONZÁLEZ BUSTELO

04-24-b.jpgSólo la voraz e incesante especulación urbanística ha logrado que por fin, 42 años después, salga a la luz la contaminación radioactiva en Palomares (Almería). Sólo la perspectiva de que pudiera urbanizarse en terrenos contaminados, liberando al aire partículas de plutonio y americio, ha logrado que se tome en serio la tarea de analizar la contaminación y su impacto real sobre el medio ambiente. Ahora se descubre que hay dos zanjas rellenas de tierra radioactiva. En todo este tiempo, las administraciones implicadas han hecho gala de una notable desidia y dejación de funciones, tanto en relación con la contaminación del territorio como en lo referente a los controles sobre la salud humana.

En enero de 1966, un B-52 de las fuerzas armadas estadounidenses, que llevaba en su bodega cuatro bombas termonucleares, colisionó con un avión nodriza mientras realizaban una maniobra de repostaje de combustible en vuelo. Los cuatro miembros de la tripulación del avión nodriza murieron en el acto, mientras cuatro de los siete tripulantes del B-52 pudieron salvarse saltando en paracaídas. Dos de las bombas cayeron directamente contra el suelo, lo que hizo explotar su carga convencional y liberó el contenido radioactivo (principalmente plutonio y americio). Esto creó una nube radioactiva que, debido al viento, se extendió sobre más de 200 hectáreas de terreno: el área incluía el pueblo de Palomares y sus habitantes. Las otras dos bombas cayeron con el paracaídas abierto. Una se encontró en el lecho de un río y la otra, 80 días más tarde, en el mar.

El ejército estadounidense puso en marcha una operación, denominada Broken Arrow, que localizó los proyectiles perdidos para después pasar a descontaminar la zona. Sin embargo, la retirada de material contaminado se limitó a las zonas que habían recibido una contaminación intensa, lo que, según afirmaron, no superaba el 1% del área afectada. La tierra se recogió en más de 5.000 barriles, que fueron trasladados a EEUU. El resto del terreno se sepultó bajo medio metro de tierra no contaminada.

A partir de entonces y hasta 1980, la antigua Junta de Energía Nuclear se hizo cargo de los controles de contaminación, que supuestamente afectaban a la atmósfera, suelos, plantas silvestres, cultivos y animales. La población fue sometida a seguimientos médicos periódicos, consistentes en análisis de orina y exploraciones pulmonares (análisis que fueron descalificados más tarde por distintos organismos, por insuficientes e incluso sesgados, y por lo inadecuado de los métodos utilizados). Nunca se realizó un auténtico estudio epidemiológico. Y todo siguió igual. Con el efecto secundario de que la posibilidad de que hubiera contaminación mantuvo libre a este rincón de costa, durante décadas, de la fiebre de la especulación urbanística. En aquellas tierras se sembraron verduras, que se vendieron y consumieron.
Pero la voracidad del ladrillo no tiene límite, y los terrenos afectados por el accidente entraron en el circuito de la especulación. Greenpeace ya denunció en el informe Destrucción a toda costa 2006 que los proyectos de construcción de urbanizaciones se situaban en zonas afectadas por la radioactividad, y que los movimientos de tierras podrían dispersar en el aire partículas de plutonio y americio. Y finalmente se comenzó a analizar en serio. El resultado de la búsqueda son dos zanjas con residuos radiactivos, con 30 metros de largo, 10 de ancho y tres metros de profundidad media (de unos 1.000 metros cúbicos cada una).

Por lo que ahora se sabe, ni el ejército de EEUU se llevó toda la tierra contaminada, ni las administraciones competentes asumieron sus responsabilidades después. Durante más de 40 años han predominado la desidia, la ocultación y el silencio. La existencia de las zanjas figuraba en informes clasificados del Departamento de Energía de EEUU. ¿Cómo es posible que no se haya hecho nada en todo este tiempo? Resulta trágico que sólo debido a la especulación inmobiliaria alguien se haya preocupado por comenzar a analizar, cuando el accidente de Palomares ha sido el mayor accidente nuclear de la historia en una zona habitada.

Este caso demuestra algo que Greenpeace viene diciendo desde hace décadas: no hay tecnología nuclear segura, ni civil ni militar. Otro hecho que lo demuestra sobradamente es el escándalo que rodea en estos días a la central nuclear de Ascó. Se trata del escape al medio ambiente de partículas de material altamente radiactivo (principalmente de Cobalto-60) desde la central nuclear de Ascó-1, propiedad de Endesa e Iberdrola. Este incidente ocurrió en noviembre de 2007, aunque sólo se ha tenido conocimiento del mismo meses después, gracias a que Greenpeace lo denunció el 5 de abril (inmediatamente después de ser alertada al respecto por algunos trabajadores). Esto no es sólo una nueva demostración de la política oscurantista de la industria nuclear y del Consejo de Seguridad Nuclear (CSN), sino una prueba más de la inaceptable peligrosidad de la energía atómica. Una tecnología incontrolable, capaz de provocar catástrofes como la ocurrida en Chernóbil en 1986, y cuyo coste en vidas humanas se cifra ya en más de 200.000, según estudios recientes, entre ellos el de la Academia de Ciencias Rusa.

La energía nuclear, además de peligrosa y sucia (no se debe olvidar el problema no resuelto de los residuos radiactivos, cuya peligrosidad permanece durante cientos de miles de años), ha demostrado no ser competitiva. Por ello, los propietarios de centrales nucleares tratan de maximizar beneficios a costa de reducir los márgenes de seguridad, lo que redunda inevitablemente en un aumento del riesgo de sufrir un accidente grave. El escape de Ascó es un aviso de accidentes más serios que podrían pasar.

Por su parte, las 30.000 armas nucleares que hay en el mundo son una herencia envenenada de la Guerra Fría, que deberían desmantelarse y desaparecer. Es urgente dar pasos reales hacia el desarme y no, como se está planteando en algunos países, desarrollar nuevos programas de armas nucleares. Además, cualquier programa nuclear de uso civil puede utilizarse, convenientemente adaptado, para desarrollar armas nucleares. Así lo demuestran los miedos que genera el programa iraní (que, según sus dirigentes, tiene sólo fines pacíficos). Esta tecnología es peligrosa y sucia, nos vuelve a todos más vulnerables, y hace de la posibilidad de un accidente o un ataque terrorista un escenario de pesadilla. Palomares y Ascó vuelven a demostrar que quienes pedimos la desaparición de la tecnología nuclear no somos utópicos: nosotros somos los realistas.

Mabel González Bustelo es responsable de desarme de Greenpeace

Ilustración de Mikel Jaso

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