Dominio público

Yo fui a EGB, mi abuela no

Pablo Batalla Cueto

Periodista

Yo fui a EGB, mi abuela no
PIXABAY

Conocí a cuatro de mis bisabuelos. Tres mujeres y un hombre. Dos de las mujeres, y el hombre, murieron en el año noventa y uno, cuando yo tenía cuatro años. La última de mis bisabuelas falleció más tarde, en el noventa y tres, cuando yo tenía seis. Angela (así, sin tilde). Guardo de ella recuerdos vagos, pero los guardo: una presencia hierática, silenciosa, rigurosamente enlutada, más anciana que el mundo, que habitaba un cuarto en el que cosía y miraba por la ventana, en su pequeña y húmeda casa de un puerto pesquero asturiano. Tan húmeda era la casa —aquella casa encalada de puerta con postigo, con geranios y escalones de piedra desgastada, las orlas de dos nietos que se hicieron torneros fresadores en la Fundación Revillagigedo y una estampa de la Santina de Covadonga, recortada de un calendario— que, en los días de tempestad, si uno palpaba las sábanas de las camas, las notaba tan mojadas como si las hubieran sumergido en agua. De luto, mi bisabuela llevaba casi sesenta años, desde el año treinta y cinco, cuando un cáncer fulminante se llevó a su marido, Elías, a los veintipocos. Nunca volvió a casarse y tuvo que criar sola a sus tres hijas. Entre otras labores innúmeras, recogía ocle —algas— en la playa y era partera y practicanta. Las hijas empezaron pronto a servir para ayudar en la casa.

El silencio, la ropa negra, aquellas arrugas profundas, horadadas por el sol de la playa de Tazones, el pelo blanco, la máquina de coser. Un niño de seis años no puede recordar mucho más. El problema es que mi padre, que la conoció durante treinta y dos años de su vida, tampoco recuerda mucho más. Mi bisabuela, su abuela, ya era, cuando él era pequeño, una presencia hierática, silenciosa, rigurosamente enlutada, más anciana que el mundo, que habitaba un cuarto en el que cosía y miraba por la ventana, en su vivienda pequeña y húmeda. Y él pasaba los veranos en aquella casa, pero, en realidad, no los pasaba en su casa, sino fuera de ella, al aire libre azul de un pequeño paraíso de bicicletas BH, partidos de fútbol sala, chapuzones en la rampla, echar a navegar barquitos en el arroyo, subir al faro, pescar en el pedréu con el truel, bailar suelto y agarrao en guateques al son de Desmadre 75 y de Santabárbara, saca el güisqui cheli para el personal, dónde están tus ojos negros, quién me los robó mientras me dormí. A la vuelta, en casa, filetes empanados en platos de duralex y, en las camas hechas, lisas como la orilla de la playa de la que se venía con la piel salitrosa, sábanas olientes a jabón Lagarto para envolver de frescor las siestas del estío, veladas por un cristo de madera.

Mi padre no se llama José Luis. Recuerda con añoranza aquellas dichas de adolescencia, pero, persona sensible y reflexiva como es, se hizo consciente con los años, por sí mismo, de las penurias que había detrás de su decorado, en aquel gineceo encantador —el postigo, los escalones de piedra, los geranios— pero preindustrial, sin bañera, ni lavadora. Hoy evoca aquella niñez con remordimiento: el de no haber disfrutado más de su abuela; no haber empleado alguna de aquellas tardes en, al menos, sentarse con ella a escuchar sus historias.

«El verano era esto, tal cual», escriben en la cuenta de Twitter Yo fuí a EGB sobre una estampa setentera de un pueblo inconcreto, de identidad regional indistinguible. Seis niños con sus bicicletas y en bañador en una calle polvorienta entre casas de piedra. Y al lado, dos señoras mayores, enlutadas, sentadas en sendas sillas, cosiendo. Era, sí, esto, tal cual: el Verano azul de los niños y la tramoya abnegada de sus madres y abuelas; nadies femeninas que nunca se metieron en camas que no hicieran, que no comieron filetes que ellas no empanaran, que no mancharon platos que luego no tuvieran que lavar. Nada cheli para ellas, todo para el personal. Nadie les devolvió jamás los ojos negros que les robaron mientras dormían.

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