Dominio público

Independencia judicial: ¿dónde estás?

Jordi Nieva Fenoll

Catedrático de Derecho Procesal de la Universidad de Barcelona

El presidente del Tribunal Constitucional, Pedro González-Trevijano (c) junto a otros jueces. — Isabel Infantes / Europa Press
El presidente del Tribunal Constitucional, Pedro González-Trevijano (c) junto a otros jueces. – Isabel Infantes / Europa Press

Muchos se están preguntando estos días qué ocurre en un Estado democrático cuando el enfrentamiento entre las fuerzas políticas es tan sumamente intenso, que resulta imposible alcanzar los grandes acuerdos institucionales para que el Estado funcione. Algunos han mirado hacia el rey, pero su función de árbitro y moderador del funcionamiento regular de las instituciones, atribuida por el art. 56 de la Constitución, queda francamente lejos de sus posibilidades de terciar en un conflicto tan peligroso. Quítense de la cabeza la imagen de Juan Carlos I apareciendo en televisión en la madrugada de un golpe de Estado asumiendo el control de la situación. Ya no va a ocurrir algo así porque no llevamos cuatro años escasos de democracia –esos eran en 1981– sino cuarenta y cinco. Nadie espera ya una extralimitación salvífica del rey y sería tan inoportuna como la de 2017.

Sin embargo, es bastante grave el problema que plantea no disponer de nadie que pueda terciar, y ello es molesto porque da una imagen infantiloide del Estado, incapaz de regirse por sí mismo. Se habla de la Unión Europea, o del Consejo de Europa, y ya han intervenido, aunque de manera muy prudente, por ahora. Pero a pesar de las admoniciones, el hecho cierto es que en este momento hay una formación política, el Partido Popular, cuya dirigencia lleva cuatro años negándose a renovar a los miembros del Consejo General del Poder Judicial poniendo excusas de mal pagador, como haber descubierto de repente que el sistema de nombramiento de los vocales de ese Consejo está politizado. Nunca fueron tan escrupulosos cuando la mayoría parlamentaria les favorecía, pero lo cierto es que siempre han arrastrado los pies cuando no ha sido así. Y ahora llevan, como digo, cuatro años haciéndolo. No toda la militancia, ni mucho menos, está de acuerdo con semejante conducta en el Partido Popular, pero se ha impuesto la línea dura.

Ello ha evidenciado ante toda la ciudadanía, más allá de toda duda razonable, que la cúpula del poder judicial, que es ese Consejo, no es independiente. Por desgracia, nunca presentó la imagen neutral que se esperaba de él, sobre todo gracias a las ocurrencias e intervenciones públicas de algunos de sus vocales históricos. Pero ahora ya es evidente que hay bloques. Y si el órgano de gobierno del Poder Judicial no es independiente, es difícil predicar esa independencia de los mismísimos jueces, puesto que dicho órgano existe para ocuparse, sobre todo, del nombramiento de magistrados, ascensos, traslados y régimen disciplinario. Es decir, de todo lo que puede inquietar la independencia personal de un juez. Y ello es terrible porque cabe asegurar que en todo el colectivo hay personas que, pese a todo, son realmente independientes. Pero los hay también que viven muy (de-)pendientes de la vida política del Consejo y de la asociaciones judiciales, a fin de obtener ascensos y traslados. Que el Consejo, por la politización en la designación de los vocales, claramente no sea independiente, da al traste con todas las garantías del sistema.

Y ya no es una sospecha. Partiendo de esa falta de independencia y obvia orientación política de las decisiones clave del Consejo, se ha añadido ahora la elección por el propio Consejo de dos magistrados del Tribunal Constitucional, institución que, por cierto, también es clave en el sistema democrático. Pues bien, ocho vocales, propuestos en su día por el Partido Popular, se niegan a nombrar a esos magistrados, esperando a que el PSOE pierda las próximas elecciones, anhelando así, no solamente tener mejores perspectivas futuras de nombrar a magistrados que les sean ideológicamente más próximos, sino ante todo boicotear el nombramiento de los dos magistrados que ya ha hecho el Gobierno porque así le correspondía. Como el art. 159.3 de la Constitución dice que los magistrados del Tribunal Constitucional se renovarán por terceras partes, es decir, de cuatro en cuatro, si el Consejo no nombra a sus dos magistrados, creen que podrán así paralizar el nombramiento de los dos del Gobierno. De nuevo, si el PSOE pierde las próximas elecciones, el nuevo Gobierno, presumiblemente del Partido Popular, nombraría a esos dos magistrados, teniendo así una mayoría conservadora en el Tribunal.

Ante semejante trapacería, que supone el incumplimiento por parte de esos vocales del Consejo de su deber constitucional de nombrar a los magistrados, el Gobierno ha reaccionado tarde y con precipitación. En lugar de promover hace tiempo una reforma del mecanismo de nombramiento de los vocales del Consejo General del Poder Judicial para renovarlo de una vez, anulando la posibilidad de bloqueos e incluso haciéndolo más plural políticamente, adoptó una postura excesivamente conservadora que pecó de una temeraria prudencia, esperando a que el Partido Popular cambiara de actitud. Pero convencido ya el Gobierno de que el principal partido de la oposición le ha estado toreando, decide plantear a toda prisa una reforma de las Leyes Orgánicas del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional para desbloquear la situación, y evitar así que el Tribunal Constitucional pueda revalidar su mayoría conservadora durante varios años más, a mayores de los aproximadamente nueve últimos que ya dura esa mayoría. Y lo hace por vía de enmienda a una muy polémica reforma del Código Penal que tiene la declarada intención –lo ha dicho el Presidente– de desjudicializar el conflicto catalán.

Y en este trance se desata la tormenta perfecta. El Partido Popular encuentra el argumento político para justificar su bloqueo. La prensa más conservadora se llena de artículos diciendo que España está gobernada por sus "enemigos", es decir, los "separatistas", los "filoetarras" y los "comunistas", y que por tanto, el bloqueo tiene sentido para cortocircuitar un supuesto plan de demolición del país. Se ignora con ello que los partidos que apoyan al Gobierno son estrictamente legales. Sus representantes han sido votados por la ciudadanía, con plenas garantías democráticas. Y además, ETA ya no existe hace tiempo, al menos los representantes de ERC son tildados nada menos que de traidores por una parte del independentismo –precisamente por colaborar con el Gobierno–, y finalmente, varios sectores de la izquierda acusan de tibieza a los representantes de Unidas Podemos. Pero todo eso se oculta. Y de ese modo se tacha de ilegitimidad al Gobierno en su conjunto.

El último capítulo de esta comedia –que puede acabar en tragedia– lo protagoniza de nuevo el Partido Popular, recurriendo en amparo el procedimiento legislativo de esas reformas por afectar a su derecho de representación política, lo que, pese a los evidentes defectos del procedimiento legislativo empleado, constituye una vía recursiva, no ya desesperada, sino directamente descabellada. Se le pide al Tribunal Constitucional que suspenda un procedimiento legislativo, es decir, que le tape la boca al Parlamento, que es el poder de representación directa de la ciudadanía, aquel que incuestionablemente es más importante democráticamente de todo el Estado, como dijo nada menos que William Blackstone en el s. XVIII. ¡Y antes de que el Parlamento vote!

Además, se les pide a esos magistrados a los que ningún ciudadano ha votado, que se pronuncien sobre la reforma legal del propio procedimiento de elección de los miembros del propio Tribunal Constitucional, estando dos magistrados directamente afectados por esa reforma, ya que perderían sus cargos directamente como consecuencia de los nuevos nombramientos que precisamente se cuestionan indirectamente en el recurso presentado. Es obvio que esos dos magistrados, teniendo interés directo en el asunto, no son imparciales. Pueden ser recusados y, de hecho, tienen el deber de abstenerse. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos, a tenor de su reiteradísima jurisprudencia, jamás avalaría la imparcialidad de esos dos magistrados en este caso.

Así están las cosas en este momento, y existen sospechas fundadas de que los magistrados concernidos no se van a abstener, y que el Tribunal Constitucional va a paralizar el procedimiento legislativo, impidiendo que se vote en el Senado. Insisto, un tribunal impidiendo a un Parlamento que se exprese... Hay un mal precedente –que jamás debió existir– con el Parlamento de Catalunya, sabido es, pero no afectó a lo más esencial: el procedimiento legislativo. Ahora sí sería así.

¿Qué solución tiene todo lo anterior? Varias veces he postulado una reforma constitucional como manera de hacer un reset institucional en un Estado con demasiadas suspicacias territoriales y politización de su Justicia. Pero para una reforma son necesarios los acuerdos, y nadie parece estar –irresponsablemente– por la labor. Lo que significa que aunque se supere –o no– esta crisis, antes o después, y la batalla campal quede –felizmente– en escaramuza, el sistema se irá pudriendo porque los problemas de base –insisto, organización territorial y politización de la Justicia–, seguirán existiendo, y no habrá manera de resolverlos con estas actitudes políticas pueriles.

Lo que sí puede hacerse, al menos, es reformar la Justicia para prevenir las sospechas de politización. Es posible forzar el nombramiento de juristas independientes para la Consejo General del Poder Judicial y para el Tribunal Constitucional. Es más farragoso que decir "estos son los míos y esos los tuyos", pero se puede hacer, si se quiere, claro está. Igual que se puede reformar una de las piezas claves de la Justicia española: el sistema de acceso a la carrera judicial, es decir, la oposición para ser juez, haciendo transparente y motivada la evaluación de los aspirantes, así como no haciéndola depender ridículamente de la pura memoria psittacoideica de los examinados, valorándose además, por primera vez, cualidades psicológicas imprescindibles para la función judicial, como exige claramente la normativa internacional.

Todo eso es posible, ciertamente, incluso en el año de legislatura que queda. Pero sólo si alguien en este Estado, por fin, desea de veras una Justicia independiente.

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