Dominio público

Como si aquí no hubiera pasado nada, majestad

Sato Díaz

Jefe de Política en 'Público'

El rey Felipe VI pronuncia su tradicional mensaje de Nochebuena, el octavo de su reinado. EFE/Ballesteros/POOL
El rey Felipe VI pronuncia su tradicional mensaje de Nochebuena, el octavo de su reinado. EFE/Ballesteros/POOL

Cierto es que Felipe VI no está teniendo un reinado apacible, pese a que reinar debe de ser una de las actividades más tranquilas que existen. Su futuro está garantizado por el pasado, lo cual debe eliminar ansiedades y dudas existenciales en su persona, y el presente hay que vivirlo como si aquí no hubiera pasado nada, majestad. Cuando el hijo de Juan Carlos I accedió al trono, allá por junio de 2014, los tejemanejes de su padre eran ya tan evidentes que marcarían cada uno de sus días haciendo malabares con la corona sobre la cabeza, al menos hasta hoy.

Además, la coyuntura política no fue la más favorable para los inicios del actual reinado, y sigue siendo enrevesada para una institución tan enemiga de los sobresaltos. Tan solo año y medio después de la coronación se celebraban unas elecciones generales en el Estado español que supondrían el fin del bipartidismo (diciembre de 2015) y, por tanto, el final también de la sosegada gobernabilidad, tal y como era conocida hasta el momento. Hasta hoy.

El presidente del Gobierno en funciones, Mariano Rajoy, se enrocó y no convocaba sesión de investidura para parar el reloj y tener más tiempo para lograr una mayoría que era inexistente. El jefe del Estado se vio en una insólita situación, tras la ronda de consultas con las portavocías de los grupos parlamentarios, el candidato natural a la presidencia no llamaba al pleno. Como Rajoy no tenía asegurada una victoria parlamentaria, no quería someterse al escrutinio de los diputados; como la derecha no estaba conforme con el resultado salido de las urnas, sometía a las instituciones democráticas a un estrés inusitado.

Aquello obligó a que Pedro Sánchez se presentara, en marzo de 2016, a una sesión de investidura que sabía que iba a perder, para que se iniciara así la cuenta atrás hacia una nueva convocatoria electoral si antes no había mayoría capaz de investir a un presidente del Gobierno. Sánchez sacó de una situación incómoda al rey, que veía cómo el país se insertaba en una crisis institucional con la gobernabilidad paralizada por la derecha pocos meses después de llegar a la zona noble de la Zarzuela. Las élites no permitían que gobernara la izquierda, y la derecha no sumaba mayoría suficiente y aquí, como si no pasara nada, majestad.

La crisis de gobernabilidad fue tan cruda que no se consiguió investir a Rajoy presidente hasta finales de octubre de 2016, para lo cual hizo falta la defenestración de, nada más y nada menos, el secretario general del PSOE, el propio Sánchez. Esto fue tras una repetición electoral, la de junio de 2016. Sánchez había prometido que su partido no votaría a favor de Rajoy, "no es no", una nueva repetición electoral (tres elecciones generales en un año) era demasiada tensión para el entramado institucional que veía cómo el Régimen del 78 se tambaleaba, las élites querían sosiego, como si no hubiera pasado nada.

Gobernó la derecha gracias a la investidura facilitada por un PSOE que no se atrevía a gobernar con la mayoría progresista y plurinacional emanada de las urnas y reflejada en el Congreso. Es decir, la mayoría progresista y plurinacional que sustenta al actual Gobierno de coalición existe desde 2015, pero no se le permitió gobernar hasta 2020. Durante cinco años, tal y como reconocen autores como el periodista Pedro Vallín, o el vicepresident de la Generalitat valenciana Héctor Illueca, la voluntad popular fue secuestrada, como si no pasara nada. Una mayoría que, por fin, se haría valer, a las puertas del verano del 2018, con la moción de censura a Rajoy. Entonces, como por arte de magia, sí dieron los números.

España fue, durante la década pasada, un laboratorio político donde las pasiones y los argumentos estaban en ebullición. A la convulsión que significó el 15M (mayo de 2011), le siguió el terremoto del independentismo catalán que llegó a su máximo exponente en octubre de 2017, con la convocatoria de la consulta del 1-O y la posterior declaración (o declamación) de independencia por parte del Govern liderado por Carles Puigdemont.

El 3 de octubre de 2017, Felipe VI tuvo una polémica actuación al pronunciar un discurso que, en vez de establecer puentes con el agitado independentismo, los voló y dibujó un horizonte de represión y castigo para un movimiento social y político que involucraba a una mitad de Catalunya. La brutal represión policial había tenido lugar dos días antes de la arenga real. La judicial, sin embargo, estaría por venir y se conocería dos años después, cuando el Tribunal Supremo hiciera pública la sentencia contra los líderes independentistas.

Las palabras del rey de 2017 descendían a la tierra en forma de funcionarios policiales y judiciales. Hoy, ambas patas del Estado están movilizadas, abiertamente, contra el Gobierno. Los sindicatos y asociaciones policiales predominantes, de claro talante ultraderechista, plantean movilizaciones con la intención de doblegar la voluntad del Ejecutivo, respaldada numéricamente por el Legislativo emanado de las urnas, que ha de derogar, o al menos reformar, la 'ley mordaza'. Ahora es esta ley, pero durante la legislatura han sido otros motivos, como la equiparación salarial, lo que ha llevado a funcionarios policías a saltarse el cordón policial y llegar hasta las mismas puertas del Congreso, ilegalmente, e insultar y amenazar a algunos diputados.

Al mismo tiempo, el Poder Judicial, continúa con su órgano de Gobierno, el CGPJ, caducado desde hace cinco años y con una mayoría en el Tribunal Constitucional conservadora (frente a la mayoría social y política progresista). La falta de voluntad de renovación de unos magistrados en rebeldía ha evidenciado esta última semana actuaciones con un claro objetivo político: desgastar al Gobierno de coalición, dificultar su labor Ejecutiva, para lo cual no han dudado en amedrentar e invalidar la función del Legislativo.

Pero esta noche es Nochebuena, y mañana Navidad. Y he aquí la principal paradoja de Felipe VI, que ha de cumplir con su obligación anual de pronunciar su discurso navideño. El jefe del Estado tendrá que escoger entre hacer referencia a la grave crisis institucional que vive el país y señalar sus causas (la derecha que no asume el resultado de las urnas se atrinchera en la cúpula del Poder Judicial y somete a las instituciones democráticas a un estrés inusitado) o hacer como que aquí no pasa nada.

Felipe VI tiene la oportunidad de denunciar y hacer visible el atropello al que se encaminan algunos funcionarios policiales o integrantes de la judicatura o hablar de lugares comunes tales sin subrayar realidades concretas. En definitiva, o el rey se atreve a hablarle directamente a quienes sustentan sociológicamente y políticamente su figura y defender así la democracia, o hará, otra vez, como si aquí no hubiera pasado nada, su majestad.

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