El pasado martes, confundido entre la marabunta de turistas y burlando las ordenanzas municipales, un artista chileno llamado Nicolás Miranda se adentró en el paisaje desértico de la Puerta del Sol y plantó una figura pedestre de Juan Carlos I. Era una escultura enana y poca cosa pero en las fotografías aparenta una estatura de coloso. El rey viejo, un rey de poliuretano metalizado, sostiene una escopeta con destreza de francotirador y pone en el punto de mira a otra estatua, la concurrida estatua de la osa y el madroño, que ya no ocupa una discreta bocacalle sino que se ha deslizado hacia el centro de la plaza.
Mientras el arte convencional agoniza de artritis y aburrimiento en los museos de la ciudad, una nueva generación de guerrilleros urbanos está sacando las exposiciones a la calle con un espíritu canalla más próximo al troleo que al gozo estético. Hace apenas unos meses, también en Madrid, unos activistas vandalizaron el monumento de José Millán-Astray y le colgaron de la bayoneta una cabeza de Franco diseñada en silicona por el artista Eugenio Merino. Fue un golpe de efecto a un tiempo cómico y patético. La suma de símbolos fascistas daba como resultado un supervillano bicéfalo, un ogro siamés, un monstruo desubicado e incómodo como un amante en una boda.
No es sencillo hacer arte callejero con las precauciones y las limitaciones que impone el género. La instalación del Borbón cazador, por ejemplo, presenta todas las ceremonias clandestinas de un sabotaje terrorista. Cuenta el artista que tuvo que estudiar los hábitos de los agentes de la Policía para aprovechar la estrecha franja horaria de los cambios de turno. Con la audacia o la temeridad de un narcotraficante, Nicolás Miranda empaquetó al emérito repartido a trozos en dos maletas y franqueó la aduana sin escándalo ni sospecha. Después bastaron diez minutos para montar y desmontar la pieza, irritar al alcalde y dar que hablar a la prensa.
La prensa, que es indiscreta y preguntona, quiso saber las intenciones del artista, sus inclinaciones ideológicas, su código ético y todas esas zarandajas que en el fondo no tienen mayor importancia porque el arte, cuando es arte, debería bastarse por sí solo. A Nicolás Miranda le molesta la vida desordenada del viejo rey, sus querellas fiscales, sus tropiezos conyugales y sus aventuras cinegéticas. Así que la efigie no es otra cosa que un escarnio o una elaborada cuchufleta. Esta provocación, sin embargo, no parece moco de pavo en un país donde la irreverencia se paga a precio de cárcel —hola, Pablo Hasél— o a golpe de exilio —hola, Valtònyc— .
Que Nicolás Miranda llegara a la Puerta del Sol acompañado de su abogado dice mucho acerca de nuestras maltrechas libertades públicas. En la atmósfera flota el espectro de la ley mordaza, la alargada sombra de las injurias a la Corona, los encausados por dar fuego a imágenes de la familia real o el ejemplar de la revista El jueves que secuestró la Audiencia Nacional. Hablando de arte y escultura, habrá quién recuerde el día en que el Macba suspendió una exposición porque los comisarios se negaron a retirar una obra satírica que representaba a Juan Carlos I sodomizado por una lideresa obrera boliviana.
Y aunque todo esto es cierto, aunque ha cundido la censura y la fiebre represiva, uno tiene la sensación de que el rey emérito se ha convertido en un blanco fácil, en una grotesca caricatura sobre la que podemos descargar nuestra ira siempre y cuando las críticas se ciñan a la conducta particular del criticado y no salpiquen a la institución de la monarquía. Es como si Juan Carlos I no hubiera ejercido jamás un reinado de casi cuarenta años o como si sus excesos y sus extravagancias pertenecieran al exclusivo ámbito privado de un ciudadano raso y no a la red de privilegios y complicidades que se ha ido tejiendo alrededor de la Corona.
A finales del siglo XIX, el antropólogo James Frazer observó que las sociedades tribales se organizaban bajo una concepción cíclica de la monarquía. Primero coronaban a un rey joven y le transferían todos los atributos de un dios. Lo adoraban con una devoción supersticiosa. Lo glorificaban como a un objeto sagrado que representaba el destino de todo un pueblo. Sin embargo, la carne se corrompe y los reyes envejecen con una agonía indigna. Solo hay una forma de evitar este triste epílogo, dice Frazer: hay que matar al hombre-dios "y su alma será transferida a un sucesor vigoroso antes de haber sido seriamente menoscabada por la amenazadora decadencia".
Si Frazer hubiera vivido lo suficiente para indagar en los enredos dinásticos de la Corona española, habría podido confirmar una vez más sus teorías. En 2014, cuando la reputación del rey Juan Carlos se arrastraba ya por el cieno, los poderes del antiguo bipartidismo diseñaron una habilidosa maniobra de Estado para poner a salvo los restos de su propio naufragio. Había que sacrificar al viejo rey para reflotar la bendita monarquía. Alfredo Pérez Rubalcaba, ya en la oposición, ofreció con aquella faena su último gran servicio al pacto del 78 y Felipe VI inauguró así su mandato bajo el lema del borrón y la cuenta nueva.
Ahora es más bien cómodo hacer leña del árbol caído y no hay fiel ni converso que no se apunte al bombardeo. Algunos de los que rindieron cuatro décadas de pleitesía ciega al campechano, hoy le piden cuentas y se hacen los ofendidos, qué escándalo, habrase visto. No eran monárquicos sino juancarlistas igual que ahora son felipistas y mañana serán leonoristas, cualquier cosa excepto reconocer que sostienen la monarquía con mayor tesón y eficacia que los monárquicos más acérrimos. Lo que sea excepto reconocer que los republicanos de verdad, y no los impostores, llevaban una vida anunciando lo que de pronto ya es obvio para todo el mundo.
Hacednos caso ahora, que aún estáis a tiempo. Dejad en paz al rey viejo y apuntad al rey vigente, carne de su carne, nieto político de Franco, continuador fiel del juancarlato, elevado al trono por vía venérea y sometido a una costosa operación de chapa y pintura en todas las televisiones de orden y de ley. Afinad bien, no erréis el tiro. Que la condición de vasallo, por fortuna, no es vitalicia ni hereditaria.
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