Aquel invierno de 1993, Mercedes Sosa llegó al Anfiteatro de la Quinta Vergara para participar en el Festival de la Canción de Viña del Mar, en la región chilena de Valparaíso. El cartel ofrecía los nombres de Joan Manuel Serrat, Luz Casal o Ricky Martin, artistas ya consagrados o a punto de alcanzar la cúspide de sus éxitos. Pero Sosa, la Negra Sosa, traía cuentas pendientes. En 1988, en vísperas del plebiscito nacional, se había adherido a la campaña contra Pinochet con la esperanza de que las papeletas del No desbordaran las urnas. Alberto Cardemil, subsecretario de Interior, firmó un decreto que le prohibía la entrada en el país.
Pero ya era 1993 y las urnas habían expulsado a Pinochet, de modo que el recital de Sosa tenía algo de festejo y de íntima revancha. Por eso, cuando sonaron los primeros acordes de Todo cambia, las sonrisas y los aplausos se mezclaron en un escalofrío feliz que fue escalando hasta el estribillo. Aquella música llegaba a los hogares del país a través de la Televisión Nacional, la misma Televisión Nacional que había permitido a la dictadura militar propagar sus decretos y encubrir sus crímenes. Ahora las pantallas mostraban a un público enfebrecido a los pies de Mercedes Sosa, que aprovechó la ocasión para deslizar un verso inédito. "Sí señor, ya cayó, ya cayó".
Con el paso del tiempo, una vez despejada la euforia, entristece constatar que la caída de Pinochet viniera acompañada de una complicada maraña de silencios e impunidades. Pasaron muchos años, demasiados, antes de que pudiéramos leer las conclusiones de la Comisión Valech, cuyas actividades se prolongaron entre 2003 y 2011. El informe es una gruesa antología de atrocidades donde las víctimas rememoran los peores estragos de las detenciones, las torturas con métodos impronunciables, el clima de terror que acompañó a la implantación de las políticas neoliberales de la Escuela de Chicago.
Algunas de las crueldades que han ido aflorando a lo largo de estos años ya podían intuirse en las indagaciones de la Comisión Rettig, que data de 1990 y que menciona al cantante Víctor Jara, cuyo cadáver fue a parar a las inmediaciones del Cementerio Metropolitano con 44 orificios de bala. Tenía las manos y el rostro tan desfigurados que cuesta trabajo imaginar el ensañamiento de los torturadores que operaban en el Estadio Chile. A Jara lo detuvieron en la Universidad Técnica del Estado el día después del ataque contra La Moneda. Era director teatral. Los funcionarios del Ejército lo separaron de la multitud para interrogarlo durante tres días.
Este pasado lunes, la Corte Suprema de Chile dictó una condena unánime contra siete de los oficiales que secuestraron y asesinaron a Víctor Jara. La noticia ha adquirido matices siniestros después de que el brigadier Hernán Carlos Chacón, de 86 años, se haya quitado la vida antes de que pudieran trasladarlo al penal de Puntateuco para cumplir veinticinco años de encierro. Uno no puede dejar de preguntarse si las imágenes de aquella sangría no lo han acompañado con amargura desde alguna esquina recóndita de su conciencia. Cómo es posible sobrevivir sin que acudan a tus sueños cada noche los gritos de los tormentos, los ojos opacos de las cinco mil personas que se hacinaban entonces en el Estadio Chile.
Estremece pensar que los rostros de aquellos militares fueron lo último que vio Víctor Jara antes de morir. Es seguro que esos rostros, ahora devastados por el tiempo, llegaran a resultarle familiares después de tan largas horas de inclemencia. Tal vez llegó a distinguirlos por el timbre de sus voces, por la manera particular que tenía cada uno de caminar y de ocupar el espacio. Ellos lo conocían a él, es improbable que no hubieran escuchado sus canciones, su voz de aliento al presidente Allende, y sabemos que lo despreciaron con la misma rabia que emplearon contra el abogado Littré Quiroga, cuyo cuerpo terminó en una montonera junto al de Jara.
Algunos se preguntan ahora por qué no es posible juzgar a los capitostes de la dictadura española igual que se está juzgando a los capitostes de la dictadura chilena. Por qué las víctimas del franquismo y sus familiares se han roto los nudillos llamando a las puertas de los tribunales sin que nadie tuviera a bien brindarles una esperanza de reparación, un atisbo de verdad o una declaración de consuelo. Algunos como Darío Rivas o Chato Galante murieron sin ver satisfechas sus demandas, ni siquiera cuando los jueces argentinos les abrieron las puertas que los jueces españoles aún les cierran. Joan Turner, viuda de Víctor Jara, tiene 96 años. ¿Cuánto hemos de esperar para recibir lo que nos corresponde?
En diciembre de 2009, en compañía de una multitudinaria comitiva, los restos de Víctor Jara regresaron al mismo rincón del Cementerio General de Santiago donde Joan Turner había celebrado en 1973 un funeral clandestino. Tuvieron que pasar 36 años para que el cantante del pueblo recibiera digna sepultura, acompañado de himnos y banderas, junto a los hijos y los nietos de quienes lo conocieron en vida, aquellos que escucharon su voz vibrante, su pasión folclorista y su compromiso con los olvidados. En el funeral, las pancartas llevaban su fotografía y clamaban contra la Ley de Amnistía. "Víctor Jara vive".
Una justicia que se hace de rogar a duras penas puede llamarse justicia. La sentencia de la Corte Suprema de Chile no sella ningún final porque el paso de los pueblos nunca se detiene. Amanda Jara, que ha mantenido con luz la llama de su padre, dice que el camino es quizá tan importante como la victoria porque sirve para unir nuestros destinos. En la memoria de ese andar, la música flota en el viento como una presencia inmortal. Así lo cantaba Mercedes Sosa, que puso voz a unos versos de Roberto Todd en homenaje a Víctor Jara. "No puede borrarse el canto con sangre del buen cantor después que ha silbado el aire los tonos de su canción".
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