¿Qué es Occidente? Occidente es muchas cosas. Son por ejemplo los zoos humanos, con niños negros enjaulados, que aún se organizaban en Bruselas a la altura del año 1958. Recordarlos nos bastaría para prevenir que Occidente se convierta en una palabra mágica, un abracadabra cuya pronunciación conceda por sí sola legitimidad para una acción cualquiera; que nos haga alinearnos por defecto, por ejemplo, con el lado occidental de una guerra. Pero Occidente también significa algunas cosas más edificantes. A veces se resumen en una elegante fórmula tripartita: sería Occidente, ese Occidente bueno, la mezcla de tres hallazgos civilizatorios efectuados en otras tantas ciudades emblemáticas: Atenas, Roma y Jerusalén. De la primera, la filosofía. De la segunda, el derecho. Y de la tercera, el humanismo judeocristiano. La mejor Europa alzó los tres estandartes, pero fue ante todo su cruce, su mutua contaminación, la convicción de que las bondades de unas debían prevenir los horrores hacia los cuales pueden despeñarse las otras si se las deja solas. Algo así como lo que sucede con el trilema republicano «libertad, igualdad, fraternidad»: la libertad sin igualdad y fraternidad es barbarie socialdarwinista; la igualdad sin libertad son los campos de la muerte de Pol Pot, etcétera. La tríada romano-ateniense-jerosolimitana, cuando se cree honestamente en ella, significa, por ejemplo, que la ley que los romanos nos enseñaron a venerar no se convierta en una tiranía deshumanizada, porque el humanismo judeocristiano corra a recordarnos que no se hizo el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre.
Judeocristiano: judío y cristiano. La palabra se pronuncia a veces haciendo el énfasis en cristiano, entendiéndose lo judeo como una prefiguración meritoria pero torpe, insuficiente, de ese humanismo serio y definitivo que sería el cristianismo. Pero lo judío siguió siendo importante en la configuración de eso que hoy llamamos Occidente siglos después de la victoria del cristianismo; un renovador permanente de la vocación de justicia que pretendemos que sea su definición. Mucho de lo más excelso de nuestra cultura, de Baruch Spinoza a Walter Benjamin y de Rosa Luxemburgo a Hannah Arendt, tiene origen judío. Pueblo maltratado, forzado al nomadeo y al desarraigo, privado de la patria de la que siempre acababa echándoseles, los judíos se dedicaron durante siglos a pensar en lo universal, prolongando una tradición que se inicia cuando el rabino Yohanan Ben Zakai idea la manera de superar la destrucción romana del Templo: convertir la Torá, los libros, en un Templo portátil, multiplicable, reproducible; un texto de justicia no vinculado a un solar, a un terruño, sino al mundo entero, legible en el desierto y en la selva, la montaña y el llano. El mito de la conspiración judeo-masónico-comunista hizo fortuna en Europa porque, como todo bulo exitoso, partía de algún que otro elemento de realidad; y en este caso, el de que la presencia de los judíos en el movimiento socialista y comunista era alta. Tenía toda la lógica que lo fuera: los eternos marginados, los eternos privados de nacionalidad, las víctimas eternas de salvajes pogromos, no podían no entusiasmarse con las ideologías de la hermandad universal, y en ellas se implicaron con pasión militante inigualable, manteniendo del trasfondo cultural del que provenían la convicción de que cada segundo era la pequeña puerta por la que podía entrar el Mesías, ahora llamado Revolución.
La historia judía es triste y emocionante. No hay muchas canciones que lo sean más —tristes y emocionantes— que En tierras ajenas, un texto sefardí musicado por el imprescindible Joaquín Díaz; tal vez no haya ninguna: «En Jerusalén está mi contento, allí está mi bien, allí mi tormento». Quien se acerca a esa historia, en los libros de Simon Schama o Paul Jonhson, no puede no hacerse judeófilo, salvo que carezca de entrañas, porque no puede no emocionarse con quienes, junto a los ríos de Babilonia, se sentaban a llorar con nostalgia de Sion, y en los sauces de sus orillas colgaban sus cítaras; con aquella Sefarad errante que en sus casas de Estambul o de Tesalónica seguía guardando las llaves de las de sus ancestros en Cáceres o Toledo; con quienes se sintieron electrizados por el sismo mesiánico de Shabtai Tzvi; con el horror prefascista del affaire Dreyfus, del pogromo de Chisináu; con el inconcebible infierno de la Shoá, tan bien contado en el Memorial Yad Vashem de Jerusalén. Con el suicidio de Benjamin o la Todesfüge de Paul Celan: «cavamos una tumba en el aire allí no se yace estrechamente». Con el levantamiento del gueto de Varsovia, donde hombres y mujeres valerosos decidieron saber cómo iban a morir. Con ese superviviente del Holocausto que, en el documental Shoah, de Lanzmann, cuenta que al volver al pueblo alemán que había sido su casa se encontró a sus vecinos alegrándose de su vuelta, pero también justificando el Holocausto delante de él.
Jorge Bustos tuiteaba hace unos días que había que ver Shoah o leer a Primo Levi antes de atreverse a condenar al Estado de Israel, y tal vez tenga razón, pero quizás él no lo haya hecho, y por eso no condene los crímenes de Israel. Primo Levi dejó dicho: «Ocurrió. Por ende, puede volver a ocurrir». Y hay que padecer una forma severa de invidencia para no percibir que las cosas que el Yad Vashem nos cuenta que condujeron al Holocausto —la deshumanización, la guetización, las justificaciones del exterminio— las están sufriendo ahora los palestinos; para no dar la razón a Zizek cuando dice que la utilización, por Israel, de la memoria del Holocausto para excusar sus acciones no deja de decirnos que las acciones de Israel son tan aberrantes que solo el Holocausto puede excusarlas. Los experimentos de la historia virtual hay que hacerlos con gaseosa, pero cabe poca duda del espanto que Spinoza, Benjamin, Luxemburgo, Arendt o Levi sentirían ante el fósforo blanco empleado contra hospitales infantiles; ante las caricaturas de cucarachas con cara de musulmán estereotipado siendo pisadas por una bota militar del IDF; ante los halcones israelíes que llaman a borrar Gaza de la faz de la tierra, y por lo que sea no despiertan la misma indignación de los biempensantes occidentales que cuando los ayatolás iraníes —gentes igual de infames— llaman a arrasar Israel y echar a sus habitantes al mar.
Puede hacer estallar algunas cabezas, pero el legado humanista judío que es el mejor tuétano de Occidente nos obliga hoy a la solidaridad con Palestina. Quien se emociona con la melancolía del exilio sefardí no puede no emocionarse, hoy que los judíos que la quieran sí tienen una patria, con la nostalgia de los expulsos de la Nakba, con los refugiados palestinos que cuelgan sus cítaras en sauces de otros países y a la vera de sus canales se sientan a llorar con nostalgia de las casas de las que los desahuciaron en 1948 y años subsiguientes. Quien tiembla de indignación con cada tuit del Auschwitz Memorial sobre los hombres, mujeres, niños y niñas enviados a morir a las cámaras de gas, no puede no temblar ante las imágenes de niños gazatíes polvorientos y ensangrentados, que en hospitales destartalados lloran desconsolados la muerte de sus padres, consecuencia de esta orden de que Yoav Galant, ministro de Defensa israelí: «No habrá electricidad, ni alimentos, ni combustible, todo está cerrado. Estamos luchando contra animales humanos y actuaremos en consecuencia».
Hay judíos e israelíes concernidos por este llamado, que alzan la voz en su país (he ahí la honestidad del diario Haaretz, un rayo de luz en medio de una densa tiniebla de malismo) contra los crímenes que su Estado perpetra en su nombre. Saben, o actúan como si lo supieran, que en 1967 Emil Fackenheim formuló un «614.º mandamiento» para los judíos, añadido a las 613 reglas tradicionales de culto y comportamiento del canon ortodoxo, que decía así: «Se prohíbe a los judíos conceder victorias póstumas a Hitler». Y que hay una victoria póstuma de Hitler en ser discípulos aplicados de su manera de estar en el mundo; en masacrar a otro pueblo para obtener espacio vital.
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