JACOBO DOPICO GÓMEZ-ALLER
"Las leyes hacen que esa pequeña diferencia entre mover o no mover un brazo supongan que pueda salir de esta estupidez por mí mismo, que tenga que poner en peligro de cárcel a quien me haga de brazo o que acabe en una residencia esperando una cacotanasia"
Jorge León Escudero
El día 4 de mayo de 2006 Jorge León Escudero fue hallado muerto, desconectado de la máquina que obligaba a sus pulmones a respirar contra su voluntad. Había declarado solemnemente en multitud de ocasiones su intención de abandonar esa vida. Sabedor de que la mera desconexión le podría traer terribles dolores, solicitó ayuda de otras personas para poder hacer realidad su última voluntad sin convertir el tránsito en una horrible tortura. El cuerpo de quien fue Jorge León Escudero apareció en el suelo, separado de la máquina que le mantenía con vida contra su voluntad. Cuentan las crónicas periodísticas que cerca de él apareció un vaso.
Si hay un tema moral y jurídicamente complejo es el de la dignidad y la libertad en la fase final de la vida, en especial cuando se refiere a personas físicamente dependientes pero mentalmente lúcidas, que por incapacidad física no pueden ejecutar su voluntad de propia mano y requieren para ello el auxilio de otros. Por ello, no pretendo en las próximas líneas tomar posición sobre el estatus jurídico y moral de la eutanasia, y quiero limitarme únicamente a plantear una breve reflexión sobre los límites entre la eutanasia activa y la pasiva; tema que ha cobrado renovada actualidad a raíz del anuncio de un proyecto de Ley andaluza que pretende regular estos extremos.
El art. 143 del Código penal castiga diversas formas de colaboración en la decisión de morir de una persona que sufre una enfermedad terminal o causante de penosos padecimientos permanentes. Así, sanciona con prisión entre el año y medio y los 6 años la conducta de quien llega a ejecutar materialmente la muerte del solicitante, y con pena de prisión de 6 meses a 2 años a quien, sin ejecutarla, coopera a dicha muerte "con actos necesarios". La colaboración con actos de entidad menor ("no necesarios") es impune.
Sólo es punible la eutanasia activa y directa. La eutanasia indirecta u ortotanasia no es delictiva: consiste en una conducta que acorta la vida del paciente, pero que lo hace como efecto colateral, pues su finalidad principal es paliativa o terapéutica. Un ejemplo claro son las sedaciones en las fases terminales de enfermedades muy dolorosas.
También es impune la eutanasia pasiva. La duda está en cómo entender la distinción entre eutanasia activa y pasiva. Los penalistas han discutido hasta la saciedad la distinción entre conductas activas y pasivas, y las diferencias que cabe encontrar entre unas y otras. Inicialmente, solía sostenerse que es activa la eutanasia en la que el sujeto activo hace algo que acorta la vida del disponente, pero pasiva aquella en la que se limita a no hacer algo que la alargaría. Sin embargo, las cosas no son tan fáciles.
Imaginemos un enfermo que para prolongar su vida necesita una inyección diaria. Si el enfermo, cansado de sus penosas condiciones de supervivencia, decide no volver a recibir una nueva dosis, el médico debe cumplir con su voluntad y no volver a inyectársela: se trataría de una eutanasia claramente pasiva e impune.
Sin embargo los avances técnicos nos han traído máquinas que dan a los enfermos periódicamente la dosis que necesitan, tanto de fármacos como de sustancias más básicas, como el aire. ¿Acaso si el enfermo está enchufado a una de estas máquinas pierde su derecho a rechazar una nueva dosis? ¿Le ha robado el desarrollo tecnológico la capacidad de decidir? Sería una conclusión absurda.
Esto nos lleva a la necesidad de interpretar de otro modo la diferencia entre eutanasia activa (delictiva) y pasiva (impune): de un modo coherente con la vigente regulación de los derechos del paciente. El art. 8 de la ley de autonomía del paciente (Ley 41/2002) establece que "toda actuación en el ámbito de la salud de un paciente necesita el consentimiento libre y voluntario del afectado, una vez que, recibida la información prevista en el art. 4 ("como mínimo, la finalidad y la naturaleza de cada intervención, sus riesgos y sus consecuencias"), haya valorado las opciones propias del caso". La Administración no es quién para decidir contra la voluntad de la persona qué tratamiento debe recibir. Si la ley instituye al paciente como instancia soberana para decidir si consiente en recibir un tratamiento o lo rechaza, ello debe extenderse también a la decisión de seguir recibiéndolo o rechazarlo.
Debe entenderse, pues, que la eutanasia activa directa (la punible) consiste sólo en el suministro de tratamientos directamente dirigidos a acortar la vida, y la pasiva consiste en el no suministro o en la interrupción del suministro de un tratamiento (como la "desconexión") a petición de quien es competente para decidir al respecto: el paciente. Así, la licitud de la eutanasia pasiva no es sino una consecuencia del derecho a no recibir tratamientos inconsentidos.
Ocurre, no obstante, que con frecuencia la interrupción de un tratamiento, sin más, puede acarrear unas consecuencias terribles. En el caso que nos ocupa, la mera desconexión de un respirador trae consigo de modo natural una muerte por asfixia, paro cardíaco, etc., que supone una auténtica tortura precisamente para quien está intentando librarse de una vida que se ha convertido en tormento. Si es un derecho del paciente consentir o dejar de consentir en la recepción de un tratamiento, el Estado debe proporcionar los medios para que el ejercicio de ese derecho no obligue al sujeto a pasar un infierno de sufrimientos físicos. Del mismo modo que si un enfermo en su derecho decide no someterse a un tratamiento anticanceroso largo e inseguro tiene derecho a recibir el debido tratamiento paliativo, es también un derecho del paciente recibir la sedación necesaria para que la desconexión no sea traumática ni dolorosa.
Debe saludarse, pues, un proyecto de ley como el andaluz que pretenda perfilar con mayor claridad las implicaciones del derecho del paciente al rechazo del tratamiento; pero esto no debe llamar a error. Conforme a la legalidad vigente, ese derecho ya asiste a los pacientes en toda España.
Jacobo Dopico Gómez-Aller es profesor de Derecho penal de la Universidad Carlos III de Madrid
Ilustración de Mikel Jaso
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