Dominio público

El caso de Ayuso

Noelia Adánez

Jefa de Opinión de 'Público'

La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, es recibida por el alcalde de Leganés, Miguel Ángel Recuenco, antes de la reunión del Consejo de Gobierno de la comunidad este miércoles en Leganés. EFE/ Rodrigo Jimenez
La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, es recibida por el alcalde de Leganés, Miguel Ángel Recuenco, antes de la reunión del Consejo de Gobierno de la comunidad. EFE/ Rodrigo Jimenez

Isabel Díaz Ayuso no es cualquier política. En el panorama español de los últimos años su figura pública ha cobrado una extraordinaria dimensión. No voy a recordar aquí su trayectoria en el Partido Popular madrileño, que es de sobra conocida, ni sus balbuceantes inicios al frente de la presidencia de la Comunidad de Madrid, ni su alianza profesional y política con Miguel Ángel Rodríguez y posterior encumbramiento a la gloria de la mayoría absoluta, en buena medida gracias al arraigo en el momento pandémico de una consigna hueca, libertad, como furia consumista y oda a la cerveza.

Desde la defenestración de Pablo Casado (hace ahora dos años), con quien mantuvo un pulso a cuenta de las comisiones que obtuvo su hermano Tomás con la venta de mascarillas en pandemia, la presidenta madrileña ha intensificado su control de los medios públicos de comunicación e incrementado sus aportaciones a los afines privados. También ha dado los pasos legislativos necesarios para vaciar de contenido las funciones de la Cámara de Cuentas y el Consejo de Transparencia.

Ayuso ha confrontado insistentemente con Sánchez y el gobierno central, y no solo en lo discursivo, sino también a través de acciones concretas destinadas a desobedecer leyes estatales como -por poner un ejemplo especialmente sangrante para el caso- la de vivienda.

Isabel Díaz Ayuso es también la política que, en la más purísima tradición de los populares madrileños, recoge y hace suyo el proyecto de desmantelamiento de la sanidad pública. Las manifestaciones en favor de los sanitarios, en las que cientos de miles de madrileñas protestaban hace algo más de un año el abandono consciente y culposo de estos profesionales y los servicios que prestan y prestaron, especialmente, durante la pandemia, devolvieron a Madrid la esperanza y la confianza en que existe una ciudadanía que todavía está dispuesta a revolverse en defensa de algo tan importante como la sanidad pública.


Pero el populismo ayusista avanza sin cortapisas. Sus estridencias, declaraciones infames y paletas, están en el debate público todos y cada uno de los días del año. En redes, en medios, en entrevistas frecuentes en las que se explota hasta la náusea su chulería, su matonismo y su fotogenia. Ayuso, para desesperación de quienes asistimos a este trumpismo cañí con preocupación y espanto, lo peta.

Solamente a raíz de lo que fue trascendiendo en el tribunal ciudadano que investigó, a falta de una implicación mayor por parte de las instituciones, los protocolos de la vergüenza - que se llevaron por delante a 7291 seres humanos en la pandemia-, la estrella de Ayuso da signos de que su señal lumínica comienza a proyectarse con una cierta intermitencia. Cuando la presidenta madrileña pronunció en sede parlamentaria aquella sentencia –"se iban a morir igual"-, muchas pensamos que era el principio del fin, que no hay control de los medios ni rodillo parlamentario que esconda semejante nivel de negligencia, mentira y desvergüenza.

Ayuso carga consigo las consecuencias de unos protocolos ignominiosos y el enriquecimiento indecente de varios miembros de su familia, antes, durante y después de la pandemia. Avalmadrid, las sociedades limitadas de la madre y las del exnovio, las comisiones del hermano y, ahora, las de su actual pareja, que pagan el pisazo de Chamberí en el que reside la presidenta. La reina de la fruta, la orgullosa y desacomplejada Isabel, que lo mismo baila El tiburón en un acto de una pastora evangelista que llora a rímel corrido en una misa por los muertos en pandemia, lo mismo se fotografía en Maserati que recoge premios y reconocimientos por fomentar el emprendimiento y los incentivos fiscales a las grandes fortunas y a las empresas; la aguerrida Ayuso que presume de no gestionar emociones, tuerce el mohín cuando se le piden explicaciones sobre la investigación que la fiscalía ha abierto contra su novio Alberto González Amador. Le da al botón del on del ventilador para esparcir montañas de mentiras, acusaciones falsas y justificaciones siniestras.


La estrategia de combinar victimismo y mentiras tendrá el recorrido que la ciudadanía esté dispuesta a tolerarle y aquí, ciertamente, el papel de los medios de comunicación es clave. Desde ayer leemos y vemos a periodistas, locutoras y medios escritos y audiovisuales desviar la atención de la figura política de Ayuso y los varios casos de enriquecimiento entre impresentable e ilícito que la rodean, hacia el terreno de lo personal, esgrimiendo que ella no es ni responsable ni en ningún caso culpable de lo que hagan en su familia.

Ah, la familia, esa institución detrás de la que Ayuso se parapeta, compuesta de miembros -padre, madre, hermano, expareja, pareja- acerca de los que las ciudadanas hemos tenido noticia cuando se han hecho públicas sus cuentas. El caso de Ayuso no es una cuestión privada ni un asunto de familia; hace referencia a una sospecha nacida de constatar que, por razones a las que es impresentable llamar emprendimiento y coincidencia, todo el que se le acerca se lucra. Lo ha hecho de una manera desmedida y fraudulenta su actual pareja. Y, a esta hora y como mínimo, la cuestión es si es entendible que una presidenta de Comunidad Autónoma resida en un piso presuntamente comprado con dinero defraudado a Hacienda.

Más Noticias