Con apenas veintidós años, fascinado por los misterios de la luz y la densidad óptica, Griffin abandonó los estudios de medicina para consagrarse en cuerpo y alma a la física. Trabajó y trabajó en su laboratorio de Chesilstowe hasta que un día hizo un gran descubrimiento. Bastaba reducir el índice de refracción para que cualquier materia, sólida o líquida, fuera tan imperceptible como el aire. Hasta la sangre podía volverse incolora sin que perdiera sus propiedades. Griffin se asomó a la ventana para observar las estrellas y se dijo a sí mismo que había ido más allá de las fronteras de la magia. Había encontrado un yacimiento de poder y libertad. "¡Puedo ser invisible!".
Igual que el Frankenstein de Mary Shelley, El hombre invisible de H. G. Wells explora los límites de la ciencia y descubre las aristas morales del desarrollo tecnológico. Es el viejo mito de Prometeo. El ser humano, en su aspiración de asemejarse a Dios, corre el peligro de terminar devorado por sus propias creaciones. Ahora que la inteligencia artificial avanza a pasos agigantados, la novela de Shelley recupera su vigencia y nos lleva a preguntarnos si no estamos yendo demasiado lejos. La novela de Wells, sin embargo, se ha convertido en un reverso exacto de lo que la ciencia nos depara. Bajo el capitalismo de la vigilancia, se ha impuesto la visibilidad forzosa por la vía del decreto.
"Un hombre invisible es un hombre muy poderoso", dice Griffin. Si admitimos esta ecuación, habrá que reconocer también que en los últimos años hemos ido despojándonos de nuestros poderes. Hubo un tiempo de utopismo digital en que vimos Internet como una suerte de ágora pública, una extensión por cable de la democracia, un sueño enciclopédico y cooperativo de acceso al saber reflejado en proyectos como Wikipedia o las redes P2P. La quimera de la información gratuita, no obstante, terminó abriendo las compuertas a un modelo corporativo basado en el trabajo gratuito, nuestro trabajo gratuito, transmutado ahora en pura plusvalía por las multinacionales de la información.
¿Y qué pasó con la pandemia? ¿No fue acaso una demostración de fuerza de los poderes públicos? ¿No fueron los gobiernos quienes garantizaron la viabilidad del sector privado mediante exenciones fiscales e inyecciones millonarias? La realidad es que las grandes tecnológicas —Google, Facebook, Amazon y Apple— alcanzaron un crecimiento inaudito gracias a las condiciones propicias del aislamiento social. Del confinamiento nos queda además un fenómeno menor pero elocuente. El trabajo remoto y las videoconferencias impusieron el sutil imperativo de exhibir el decorado de nuestra vida cotidiana, el sofá, la estantería, el perro y los hijos, que sin querer siempre terminan entrando en cuadro.
Por el camino queda una mutación vertiginosa de nuestra percepción sobre nuestra propia vida íntima. Hace apenas unos años, las redes sociales nos ofrecieron un expositor donde empezamos a difundir de forma masiva nuestros retratos familiares, nuestros selfis, el plato que íbamos a degustar, el nacimiento de un bebé, la fotografía de un conocido entregada sin consentimiento al escrutinio de los demás y ahora localizable mediante un preciso sistema de etiquetas. No solo hemos renunciado a nuestra privacidad sino que además hemos empezado a sentirnos en el derecho a disponer también de las privacidades ajenas.
Las distopías más feroces del siglo XX imaginaban una gran cámara gubernamental de vigilancia, un Gran Hermano omnipresente y autoritario al estilo del primer Dios bíblico. En el capitalismo de la vigilancia, al contrario, son las grandes corporaciones quienes extienden su imperio transnacional por encima de los propios gobiernos y somos nosotros, los usuarios, los consumidores, quienes contribuimos voluntariamente a una densa red de supervisión mutua. Las instancias de poder se vuelven invisibles mientras la masa gobernada vive en la exposición pública permanente, desnuda y frágil, atrapada en un panóptico digital sin escapatoria.
La visibilidad es ahora la divisa de una nueva forma de trabajador precario que se explota y se publicita a sí mismo en el escaparate de las redes. La fotógrafa, el creativo, la periodista freelance se siente en la obligación de exponer su obra y su propia imagen en busca de clientes. Ya no es una persona sino una marca personal, un cúmulo de datos, una mercancía que vende mercancías. "Te pago con visibilidad en Instagram", le dice un influencer caradura a una diseñadora novata. Exponte por amor al arte a la vigilancia de la masa, al juicio permanente de la comunidad digital, a la jaula sin rejas del espectáculo.
"La información es poder", dice el viejo estribillo. Lo saben los empresarios que recurren al espionaje de la competencia. Lo sabía Cambridge Analytica. Lo saben las grandes corporaciones que trafican con el big data y convierten nuestros hábitos de consumo en campañas publicitarias o en propaganda política. Sé transparente como una pecera, muéstralo todo, cuéntalo todo, rellena tu perfil como quien redacta su propio informe policial, conviértete en el actor de tu propia película mediante una cuidada escenografía que parezca auténtica y que invite a los demás a hacer lo mismo. La información es poder: desempodérate para hacernos poderosos.
Cuando la prensa del corazón nos muestra los avatares del famoseo, sus piscinas descomunales y sus vidas de ensueño, caemos sin querer en una trampa de la ilusión. No es ahí donde el verdadero poder reside. El poderoso no necesita alquilar su vida íntima ni hacer exhibiciones vanidosas que podrían perjudicar sus intereses. El poder opera a la sombra, en espacio opacos hurtados a la mirada, con maniobras ajenas a la democracia, con algoritmos indescifrables que rigen nuestras vidas sin que sepamos cómo ni por qué. Es la ley del hombre invisible: nosotros cada vez más expuestos y ellos cada vez más secretos e inaccesibles.
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