Dominio público

Allende, cariño y admiración

Osvaldo Puccio

OSVALDO PUCCIO

06-25.jpgYa había comenzado el invierno en el Chile de 1908 cuando nacía, en el seno de una familia de capas medias ilustradas, laicas y progresistas, Salvador Allende, a pocos meses de una masacre que buscó detener el crecimiento de un movimiento obrero que adquiría conciencia y organización en la rica –para algunos– y árida región salitrera al norte del país, en un tiempo en que comenzaba una sustantiva discusión acerca de cómo y con quiénes debía impulsarse el desarrollo de un país que estaba comenzando a celebrar el centenario de su independencia.

Aún está por escribirse la gran biografía de Allende, que es casi lo mismo que decir la historia de Chile en el siglo XX, una vida multidimensional y multifacética que tiene una viga mayor, una columna matriz: la lucha social a la cual se comprometiera a dedicar su existencia, aún estudiante, junto a la tumba de su padre, a cuyo funeral le permitieron asistir
estando preso.

Como en la frase de Terencio, nada de lo humano le fue ajeno: sensibilidad por el arte, deportista exitoso, aplicado y original estudiante, viajero por todos los rincones del planeta, cultivador de la amistad y las amistades, gozador impenitente de los placeres de la comida y sus libaciones, algo dandy en su juventud y, al decir chileno, "roto elegante" la vida entera, galán convencido en el gesto y todo indica que convincente en la práctica. Un ser cabal, querible y admirable, que con insuperable fuerza y energía recorría el país hasta los rincones más profundos, se solidarizaba con las luchas progresistas en el mundo entero y se daba tiempo para arrancarle corvinas al Pacífico en las costas del sur de Valparaíso.

La vida de Allende es la historia de una figura que corre paralela y entretejida entre el personaje público que era –ininterrumpidamente consciente de su rol y función– y aquel ser de entrañables afectos, tan activo en darlos como necesitado de recibirlos, con una notable fluidez en el tránsito de las emociones personales y la pasión con que asumía y acometía las causas colectivas.

Es probable que esta característica fuese lo que más radicalmente lo alejaba del prototipo del político de poder, del frío calculador de las fuerzas en disputa y las oportunidades en juego, lo cual no quiere decir que no fuese también un táctico de gran envergadura y un jugador audaz a la hora de las opciones. Era incapaz –de verdad, incapaz– de ocultar del todo y siempre una sensibilidad básica que lo hacía frágil ante los dolores, temores, carencias de aquéllos de los que se sentía y sabía portavoz, de aquéllos de los que, era cierto, lo requerían para mejorar su situación y alcanzar nuevas y más justas formas de vida. Sensibilidad que convertía en un verbo fácil, didáctico, en sintonía muy fina y precisa con los estados de ánimo y aspiraciones de aquéllos que buscaba y quería representar, que lo hacía comprender situaciones y ocasiones en la lucha política a través de las miradas y la calidez o frialdad de las manos de interlocutores, quienes no pocas veces articulaban con más franqueza que precisión lo que el líder traduciría en visiones, en programa, en esperanza, en firmeza hasta el sacrificio completo en aras de lo que consideraba su deber y compromiso.

Así, Allende era cabalmente político, entendía la política como construcción de futuro, como orientación en la búsqueda de nuevos derroteros, como voluntad de cambio, como coraje para atreverse a ir a contracorriente de estados de ánimo pasajeros y que consideraba inconducentes. Nada más lejos en la conducta de Allende que adecuar su discurso a las tendencias demoscópicas circunstanciales o a las modas pseudo intelectuales.

Nada más lejos en Allende que la forma de hacer política carente de contornos, sustancia, propuesta, que el oficio hipócrita en que los perfiles y las definiciones son entendidas como aspavientos mutantes en busca de un par de puntos en las encuestas que permitan mantener o adquirir una posición individual, ese modo en la política donde cada vez más el consejero del poderoso es el asesor de imagen que banaliza, vulgariza, vende haciendo del líder personajete fatuo e infausto, sayo sin brizna de monje.

Allende en su vida, en todos los planos, más que consecuente –que lo fue–, fue consistente. Una opción de vida responsable con los propios actos, con todos; también ésos que se sitúan en el lado umbrío de las acciones. Una actitud integralmente liberadora y emancipadora, racionalmente consciente de la propia conducta consistente con la razón, la voluntad, la realidad y la realización. Justamente el hecho de no ser un iluminado hacía de Allende no sólo un político cabal, sino que le permitía sintonizar tan adecuadamente con la idiosincrasia nacional.

Desde luego, la muerte de Allende fue profundamente consistente con su compromiso vital y es éste –y no el pathos de la muerte– la que le da sentido a su vida y también contenido a todo un período y a más de una generación, en Chile sobre todo. La mía, la que creció de campaña en campaña gritando Allende, la que vivió joven y exigente el sueño de la UP, el dolor, el desgarro y el aprendizaje de la unidad en la dictadura, la reconstrucción con esperanzas, contradicciones y realismo de la democracia sabe que Allende, su figura, su implante, su impronta republicana y socialista no es mito de ideales tiempos mejores, sino convocatoria a políticas unitarias, realistas y sustantivas hoy día.

Osvaldo Puccio es embajador de Chile en España

Ilustración de Iker Ayestaran

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