Casi todos los análisis del gesto inesperado de Sánchez giran en torno a la pregunta de si es una reacción sincera o si responde más bien a una estrategia política audaz y calculada. Después de todo, Pedro Sánchez, perro de siete vidas, nos ha acostumbrado a piruetas salvíficas en el aire; nos ha acostumbrado a esperar de él lo inesperado y a juzgar sus cabriolas como astucias geniales de un superviviente nato. De su genio estratégico depende, nos guste o no, el frágil tinglado que aún resiste en nuestro país los embates trileros de las derechas. Todos hacemos, pues, una lectura política: ¿habrá una moción de confianza de la que saldrá reforzado? ¿Es una hábil jugada en vísperas de las elecciones catalanas? ¿Se reserva para el lunes otro golpe de efecto mediante el que hará recular definitivamente a las derechas? ¿Quiere sencillamente volver a hacerse con las riendas de su partido y de su gobierno? ¿Conseguirá apoyos suficientes para legislar contra el lawfare? ¿Quiere dejar la presidencia y trasladar su ambición a Europa? Las derechas, obviamente desconcertadas, se atrincheran en su fruición catastrofista y dinamitera; cierta izquierda escocida recuerda, no sin razón pero fuera del tiesto, cuántas veces Sánchez ignoró los ataques recibidos por sus compañeros de viaje. Sea como fuere, todos vemos en su carta un garabato ingeniosísimo, atrevidísimo, cuyo mensaje y consecuencias hay que descifrar.
Habrá que descifrarlas, desde luego. Ahora bien, yo creo que lo que más nos interesa políticamente desde la izquierda es tomarnos en serio su carta. Quiero decir que, haya lo que haya detrás, lo más político que podemos hacer con ella es precisamente dar por supuesto que detrás solo hay lo que ella declara: cansancio humano de una brega sucia, amor a su familia, indignación ética ante la máquina del fango, deseo de salvar su vida y la de su mujer del abismo que las derechas quieren abrir bajo nuestros pies. No se trata, pues, de determinar si la carta es una argucia política o un impulso sincero. Esa es una cuestión menor. Lo que importa es que solo puede funcionar políticamente si la juzgamos sincera. Llevada hasta el final, es cierto, su sinceridad podría poner en peligro este gobierno, modestamente remendón, que solivianta y frena a las derechas, pero esa sinceridad constituye, al mismo tiempo y ante todo, la expresión más pura y necesaria de la política que deseamos; de la política que demandamos a Sánchez incluso los que no le hemos votado; de la única política, en definitiva, que puede detener la hemorragia negra y redemocratizar el país. Su sinceridad es, si se quiere, un programa político y una llamada a la movilización.
Porque tomarse en serio esta sinceridad exige, sí, la movilización inmediata de eso que llama Iñigo Errejón "el pueblo de la coalición". En medio de los peligros más grandes, en un mundo que se aleja al galope de los valores democráticos y en una situación de endémica fragilidad gubernamental, es la España compleja que ganó las elecciones la que está amenazada. La carta de Sánchez nos recuerda lo que está en juego allí donde la carcoma golpista de las derechas no permite el retorno a los viejos y confortables paripés del régimen del 78. La carta de Sánchez nos recuerda que, si bien su sufrimiento es personal, se le está atacando en su condición de presidente del gobierno. Su indignación particular, su dolor privado, son en este caso la respuesta a un ataque institucional que nos atañe a todos. Su gesto es inapelablemente ético y eso debería importarnos, incluso desde un punto de vista político. Al mismo tiempo, el atolladero colectivo en el que nos ha metido su repentina vulnerabilidad humana ofrece una vertiente, si se quiere, hermosa y democrática, pues ilumina una situación en la que, en efecto, muchas personas que no hemos votado al PSOE y que nunca votaremos al PSOE nos sentimos interpelados personal y políticamente. Sánchez no representa a su partido; es nuestro presidente; el presidente de todos los demócratas, estemos o no de acuerdo con él; el presidente, desde luego, de ese "pueblo de la coalición" que ganó las elecciones y quiere que su voto se utilice para preservar y profundizar la democracia. Ya no es una cuestión partidista; defender a Sánchez es defendernos a nosotros mismos; defender nuestro voto; defender la normalidad política y la legalidad institucional. Tomarse en serio la carta de Sánchez es sencillamente tomar conciencia (y los votantes sensatos de la derecha deberían acompañarnos en este caso) del lugar irrespirable en el que vivimos desde hace tiempo: un lugar en el que derrocar a un presidente legítimo mediante bulos venenosos, acosos mediáticos, insultos bellacos y amaños judiciales es el plan de algunos partidos y el deseo, por desgracia, de muchos ciudadanos.
No sé qué cálculo estará urdiendo Sánchez en su retiro ni qué nos anunciará el lunes, pero sé que
lo único políticamente relevante de su carta es su sinceridad. Esa sinceridad, sí, es un diagnóstico, una denuncia, una llamada y un programa; en esa sinceridad se basa no solo la supervivencia del gobierno sino la posibilidad de avanzar en muchas reformas pendientes. Sánchez ya no es del PSOE y, por lo tanto, el PSOE no es el centro. Sánchez es de todos los que apoyaron y apoyan su gobierno. Su sinceridad es también nuestra responsabilidad y nuestra oportunidad.
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