Lidia Falcón
Abogada y escritora. Presidenta del Partido Feminista de España
El resultado de las elecciones catalanas está permitiendo interpretaciones absolutamente contradictorias. Es evidente que la desilusión de CiU es remarcable y que permite toda clase de críticas, y hasta de chanzas, contra quien como Moisés tenía que conducir a su pueblo a la Tierra Prometida. Aunque no sé si Artur Mas repasó la historia bíblica y recordó que Moisés no llegó nunca a pisar ese lugar paradisíaco. De haberlo hecho quizá hubiese sido más prudente en sus promesas y en sus amenazas. Pero la felicidad que se prometen los partidos que no se adhieren al proyecto independentista no debería ser tanta.
Concluido que CiU ha perdido 12 escaños y que con 50 no puede gobernar, el panorama catalán no ha cambiado tanto desde antes de las elecciones. La decepción de los prohombres de Convergencia está siendo capitalizada por ERC —la CUP también se cree designada por el pueblo escogido—, y contando los votos y los escaños es cierto que las opciones soberanistas, catalanistas, independentistas, tienen más de un millón setecientos mil votos y más de la mitad de los escaños del Parlament. Con el añadido de esa vacilante y dubitativa Iniciativa per Catalunya —que agrupa también Esquerra Unida y los Verds— que no cree que tiene que definirse sobre la forma de Estado y que se limita a hablar de los recortes sociales y los desahucios, como si no fuese un partido político sino una ONG. Lo cierto es que en la izquierda catalana, si es que existe, ninguna opción se define republicana. Ese PSC que propugna el federalismo debería volver a la escuela para que le explicaran la imposibilidad de que una monarquía sea federal. Y si al menos leyeran los periódicos conocerían los regímenes federales aquende y allende del Atlántico y se enterarían de que únicamente puede ser una república quien aúne voluntades y esfuerzos por conciliar los intereses e identidades de diversos pueblos que, por su proximidad, por su historia común y por sus beneficios económicos les conviene organizarse de común acuerdo.
El resultado del 25 de noviembre es que las mismas incógnitas, idénticas frustraciones y lo que es peor, las hostilidades entre las comunidades catalano y castellano hablantes, y entre los que se consideran únicamente catalanes y los que se consideran españoles, siguen abiertas. A los pocos días de las elecciones Joan Tardá, en una larguísima intervención en televisión, manifestaba su exultante júbilo por el resultado. Literalmente dijo: "La pérdida de los escaños de CiU es una magnífica noticia, de esa manera Convergencia ha perdido los michelines españolistas que tenía y se ha quedado con el electorado independentista". Y allí está ERC para sostener con fuerza y fuerzas el plan del referéndum, propósito que ahoga todo otro objetivo.
Cierto es que añadió que no querían el euro por receta y que pedían que se reinstaurara el impuesto de sucesiones, pero afirmó muy rotundamente que ellos no planteaban un cambio revolucionario, que de ninguna manera iban a pedir colectivizaciones, no fuera a ser que les confundieran con los denigrados rojos. En definitiva, para tan magras conquistas sociales no hacían falta estas alforjas. Como comenté en mi artículo ¿Dónde está la izquierda en Catalunya? los intereses de las clases trabajadoras están siendo fagocitados por la propaganda nacionalista, que siguiendo los intereses de la burguesía promete abundancia y felicidad si se separan de la odiada España. Llegan al delirio cuando hablan de liberar a la nación catalana de la opresión colonial española. No hay más que repasar la prensa surgida en los últimos años para leer en el ejemplar de cada día veinte veces esta afirmación.
Esta propaganda está hábilmente diseñada para provocar la emoción de aquellos ciudadanos que desde hace treinta años están sometidos al bombardeo propagandístico del catalanismo victimista. Treinta años ininterrumpidos, porque durante el interregno del gobierno del tripartito los partidos de izquierda no cambiaron los discursos políticos de CiU y de ERC que manifestaban un evidente desprecio al resto de los españoles, a los que acusan de beneficiarse de las buenas cualidades de laboriosidad y responsabilidad que conforman el seny catalán. Las declaraciones de Duran i Lleida acusando a los andaluces de pasarse el día bebiendo en la taberna mientras los catalanes trabajan para pagarles el PER, las de la esposa de Jordi Pujol, Marta Ferrusola, contra murcianos y marroquíes, las inefables de Heribert Barrera pidiendo que se expulsara de Cataluña a todo el que no fuera catalán, son sólo las más expresivas de una ideología xenófoba y despreciativa contra todo el que no pertenezca al pueblo elegido. La hostilidad agresiva que desde los medios de comunicación catalanes mostraron contra el manifiesto en defensa del castellano, en el que estaban catedráticos e intelectuales tan respetables como Francesc de Carreras y Victoria Camps, a los que los grupúsculos independentistas se atrevieron a calificar de fascistas, que concluyó en el lamentable episodio del atentado armado contra Federico Giménez Losantos, por parte de Terra Lliure, nunca fue suficiente ni sinceramente condenada por CiU ni ERC. Y ni el PSC ni IC dejaron de fomentar el sentimiento de expolio y ofensa contra el pueblo de Catalunya que había sembrado y cultivado CiU en sus veintitrés años de gobierno.
La perversidad mayor ha sido identificar a todo aquel que no defienda la independencia de Catalunya como franquista. Ya durante la dictadura percibí algunos signos de alarma en tal sentido cuando María Aurelia Campmany me obsequió, en los lejanos años sesenta, con la rotunda afirmación de que "todo el que hablaba castellano era fascista". Y como le repliqué que en el momento en que el pueblo se batía heroicamente en la defensa de Madrid frente a las tropas franquistas estaba defendiendo también el Estatuto de Catalunya, mostró su desconcierto ante tal idea. Los españoles, es decir, todos los que no eran catalanes, para ella nunca habían luchado por sus libertades y las del pueblo catalán. Lo que no impedía que ella misma escribiera y publicara y diera conferencias en castellano cuando convenía, como otros muchos escritores catalanes. Y que tampoco impidió que ella, como la mayoría de los intelectuales catalanes, acudiera a visitar al rey de la odiada estirpe borbónica en cuanto organizó las fiestas por su santo en el Palacio Real, y colocara la foto de aquel encuentro en el comedor de su casa.
Esa falsificación de una historia de luchas heroicas que ha protagonizado el pueblo español durante un siglo contra sus monarquías para lograr una República que, entre otras reivindicaciones, diera lugar a la Federación de comunidades que uniría y respetaría las diferencias de nuestro país, ha llegado al extremo de negarle el nombre a España. Convertida la antigua denominación romana de Hispania en el esperpento de Estado Español, como si los pueblos de Catalunya y Galicia y Andalucía, de Navarra y Aragón, de Murcia y Extremadura, etc. se almacenaran en el catastro, en la Agencia Tributaria y en el servicio de correos.
Ya sabemos que nadie mejor que Franco consiguió hacer independentistas a los vascos y a los catalanes, y que todos odiáramos la bandera bicolor que impuso, anulando la republicana. Pero superada aquella terrible época, lo menos que puede pedirse a los dirigentes políticos de Catalunya es que utilicen ese tan mentado seny para saber distinguir. Porque como decía Mao no hay mayor error que no saber quién es el enemigo. Y hoy, dirigiendo sus insultos, reproches y exigencias económicas al resto de los ciudadanos españoles, la clase política catalana está llevando a su pueblo al enfrentamiento de los trabajadores, que es en realidad lo que siempre persiguen las burguesías.
Resulta triste recordar que nunca durante la dictadura los partidos antifascistas impulsaron en el imaginario colectivo del pueblo catalán el distanciamiento y el rechazo hacia el resto de los españoles que han sembrado en los años de democracia. Castellano y catalán parlantes, de apellidos y familias de raigambres diversas y de lugares de origen diferentes, los antifranquistas luchamos juntos contra aquel infame régimen, unidos, o eso parecía entonces, en las ideas y los objetivos políticos de reparto social de la riqueza, de igualdad entre los ciudadanos, de reclamación de libertad y fraternidad que nos hermanaba a todos. Ha hecho falta que desapareciera la brutal represión que padecimos para que los que se erigen en salvadores del pueblo catalán le hayan inducido a creer que nada se ha avanzado después de acabar con la dictadura.
Como describía magistralmente Víctor Hugo en Los Miserables, el "ultra" es aquel para quien la nieve es poco blanca y el rey poco monárquico, y por tanto para los "ultras" independentistas después de tres décadas de vigencia de los Estatutos, de elecciones continuadas de su gobierno, de normalización del idioma como lengua vehicular en la escuela y exclusiva en varias televisiones y periódicos, de poseer la competencia de la justicia, de la policía, de la sanidad, de los servicios sociales, de los ferrocarriles, y de cobrar el 50% de los impuestos, los catalanes siguen siendo víctimas de un expolio continuado por parte de los españoles y continua el genocidio cultural y lingüístico que impuso el franquismo, convertido el Estado Español en un Estado represor, autoritario, colonialista de Cataluña, per se, como una esencia divina propia, sin que exista diferencia alguna entre los regímenes y los gobiernos que han administrado ese Estado en un siglo. En definitiva, que la ideología dominante de CiU y de Esquerra —no digamos ese montaje de la CUP— es que siendo los catalanes más productivos, más sensatos, más ahorradores, más listos, más avanzados, más modernos, más cultos, deben separarse de aquellos cutres, vagos, despilfarradores, pretenciosos y ladrones del Estado Español para no seguir trabajando esforzadamente en mantenerlos mientras ellos se divierten.
Este es el mismo discurso que Angela Merkel y sus secuaces han difundido respecto a la Europa del Sur y que, como toda ideología xenófoba y egoísta, ha calado en la ciudadanía alemana por más falsa que sea. Los alemanes, dicen, no están dispuestos a pagar los gastos de la interminable fiesta portuguesa, italiana, griega, española, —los países cuyos nombres en acrónimo inglés es PIGS, "cerdos"— con su esfuerzo continuo de trabajadores responsables y serios. Lo que los dirigentes políticos y financieros de toda Europa ocultan es que las oligarquías y la banca alemanas financiaron los ingentes gastos de la reunificación de las dos alemanias también con las aportaciones de los subdesarrollados trabajadores del sur. Los impuestos que nos detrajeron para el fondo de reunificación, y de los que nunca devolvieron nada y ni siquiera nos dieron cuenta, además de la explotación de los millones de trabajadores españoles, portugueses y turcos que fueron a construir la gran Alemania. De la misma forma que Catalunya se ha hecho grande con el esfuerzo de los millones de emigrantes murcianos, andaluces y extremeños que han construido desde el metro y los edificios modernistas, a principios del siglo XX, hasta la Barcelona olímpica, y han cuidado a nuestros niños y a nuestros viejos, a la par que recogían la basura y limpiaban las alcantarillas, para dar más beneficio y lustre a la burguesía catalana.
No sé cuándo el pueblo catalán se dejará de engañar y luchará por la unión de todos los trabajadores para que su esfuerzo conjunto logre que se implante en España la República Federal que defendieron grandes políticos catalanes como Pi i Margall, objetivo que también debería incluir a Portugal, como proponía José Saramago.
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