Dominio público

El instante de peligro

Pablo Batalla

 

 

Instante en el que el neonazi Alberto 'Pugilato' irrumpe en el escenario para agredir al cómico Jaime Caravaca.
Instante en el que el neonazi Alberto 'Pugilato' irrumpe en el escenario para agredir al cómico Jaime Caravaca.

La Ilustración era acabar con los prejuicios, con las supersticiones, (re)pensarlo todo, no abrazar nada que no se hubiera pensado, reflexionado, razonado. Y la contra-Ilustración que surgió en contra de ella, madre de la derecha contemporánea, consagró los esfuerzos de sus intelectuales a defenderlos. A defender los prejuicios. Tienen mala prensa, los prejuicios. Pero los pensadores reaccionarios, los Burke, los de Maistre, etcétera, supieron argumentar su valor con solvencia. Un prejuicio es —dice esta tradición que reclama la democracia de los vivos y de los muertos, la voz y voto de los antepasados— saber milenario encapsulado, razón automática, un regalo de nuestros ancestros, consistente en un apretujamiento de consumo inmediato de todos sus ensayos y errores.

No necesitamos —nos dicen los reaccionarios— razonarlo todo, someterlo todo al escalpelo de la razón antes de decidir si estamos a favor o en contra. Decenas de generaciones lo hicieron ya por nosotros, y ese conocimiento, su decantación, es el prejuicio. Pensar, para los reaccionarios, es justificar, hermosear los prejuicios. «El rol de los maestros consiste en justificar los hábitos y los prejuicios de Francia», decía Maurice Barrès.

En nuestros días, Alonso Pinto metaforiza la religión como el sistema de avisos mediante una hilera de hogueras encendidas en torres de vigía, que en tiempos avisaba de la llegada de los piratas: «Las torres estaban en los lugares más elevados, y a una distancia entre sí ni tan grande como para perderse de vsta, ni tan pequeña como para retardar el mensaje. La tradición tiene un modo parecido de comunicarse. Cada generación que presencia una amenaza alerta a la generación siguiente por medio de alguna señal, sin entretenerse en dar detalles de lo que ha visto ni perder tiempo con argumentaciones».

Contra esto se ha alzado siempre la izquierda, y ha hecho bien. Permitió acabar con horribles supersticiones, con opresiones intolerables. Al desvelar el fondo de lucha de clases que esconden todas las cosas de la historia humana, nos hizo darnos cuenta de que los hábitos y los prejuicios no se forman espontánea, ni democráticamente; no son el resultado de una deliberación igualitaria de la sociedad al completo. Triunfan los prejuicios que convienen a las clases dominantes; ellas tienen mecanismos para formarlos y propagarlos; también para hacerlos parecer espontáneos. El astroturfing es una cosa vieja, aunque ahora le demos un nombre novísimo. Había que razonarlo todo, a todo darle la vuelta como a un calcetín, porque había que escudriñar qué gatos nos daban por qué liebres; qué era genuina sabiduría popular y qué trampa de las élites; neuromarketing a favor de los explotadores.

Pero lo cierto es que esa reflexión conservadora sobre el valor de los prejuicios es interesante, y tal vez no del todo rechazable. Late, de hecho, en algunos de los más valiosos pensadores de izquierda, que son los que, desde una perspectiva inequívocamente revolucionaria, dejaron de fiarse del mito del progreso y se pusieron a revisarlo y a ocuparse de las complejidades de la relación no lineal entre el presente, el pasado y el futuro y de la existencia de una paradójica tradición de la revolución. Entre ellos, ninguno como Walter Benjamin, que nos enseñó que el progreso no es un caminar resueltos hacia delante, los ojos puestos en el porvenir, sino un ser propulsados hacia el futuro sin verlo, de espaldas a él, marcha atrás, por un vendaval que nos aleja de un pasado que no dejamos de ver. Hacemos la revolución —escribía el autor del Libro de los pasajes— no pensando en la liberación de nuestros nietos, sino en vengar a nuestros abuelos esclavizados. Miramos al pasado cuando la hacemos; a un pasado de revoluciones intentadas, fracasadas y conseguidas del que nos sentimos herederos devotos y del que nos apoderamos como «de un recuerdo que relampaguea en el instante del peligro».

Ese pasado que nos mueve a la revolución en lugar de a su evitación no es el que estudia y conoce un historiador (complejo, claroscúrico, escurridizo), sino que se presenta en forma de intuición, de certeza inmediata. De prejuicio. Son nuestros ancestros insurgentes dando la voz de alerta, prendiendo la torre del vigía, advirtiéndonos de los piratas que llegan y de la forma de combatirlos, porque la revolución es una enorme operación conservadora que no va —decía también Benjamin— de pisar el acelerador del tren de la historia, sino de echar el freno de mano; no de destruir el orden, sino el desorden existente. Se le corta la cabeza al rey para que deje de matarnos de hambre o de mandarnos a las trincheras de una guerra caníbal. El pueblo revolucionario es una formidable fuerza conservadora que quiere conservar lo más importante de todo: la vida. Y que para conservar eso está dispuesto a arrasar todo lo demás, como Chesterton está dispuesto a destruirlo todo a cambio de preservar el pelo rojo de una golfilla del arroyo a la que quieren rapárselo para acabar con los piojos.

En el instante del peligro, debemos ser poco ilustrados, lo que no quiere decir ser anti-ilustrados, sino ilustrados de combate; ilustrados intuitivos y prejuiciosos que no se paren a partirle a cada situación los pelos por la mitad antes de decidir qué piensan de la misma y si deben enunciar un rotundo o un crítico, un no contundente o matizado, sino que actúen espoleados por las certezas encapsuladas de dos siglos de Ilustración y una centuria de antifascismo. Los acontecimientos recientes nos proporcionan un ejemplo esclarecedor: si un nazi se sube a un escenario para arrearle unos puñetazos a un cómico, no necesitamos saber qué chiste ha contado el cómico que haya enfurecido al nazi; no hay nada que razonar, ponderar, escrutar, analizar, no hay puntualizaciones que hacer, no hay peguitas que poner. Veinte lustros de ancestros que regaron de sangre valerosa las praderas todas de Europa para que no se hiciera jabón con seres humanos nos dicen, nos gritan, que allá donde haya un nazi hay un sujeto execrable, un malvado esférico, un belcebú sin cuento y sin excusa, quien sea que tenga enfrente o a quien ataque es de los nuestros, y con él hay que estar como si fuera familia. El antifascismo debe ser —citamos, ahora, a María Zambrano y sus Claros del bosque— «la repercusión de un instante, de un único instante que se perpetúa discontinuamente, a punto de perderse, salvándose porque sí y por lo que al sujeto hace, por una fidelidad sin desfallecimiento».

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