Dominio público

La retirada sostenible

F. M.

F. M.

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No sé si existe una izquierda más allá de la izquierda. Lo que quizá sea más probable es que haya unos cuantos humanos que no nos sentimos representados por ninguna tendencia política. Ni siquiera con esos muchachos a los que denominan con ese palabro horroroso: antisistema. Es evidente dónde acabaron muchas de las piedras que se lanzaron en el 68. Ahora forman parte de los cimientos de empresas más que beneficiosas. Sus ejecutivos también fueron muchachos de rostro embozado. Sólo han cambiado el pañuelo por corbatas de seda.

Tampoco es fácil identificarse con las organizaciones no gubernamentales ni con los grupos ecologistas, cada vez más parecidos a las multinacionales. A lo mejor, como el jefe Seattle, sólo soy un salvaje y estoy solo.

Es posible que sea pedir mucho. Como salvaje, ruego por que los cuatro elementos que componen mi planeta conserven su pureza. Nada más. Que exista una tierra donde los alimentos crezcan sin veneno, que el agua se respete, que el aire permanezca limpio, que el fuego regrese a las noches de invierno. Del resto, de cómo dar sentido a mi existencia,
ya me ocupo yo, ningún político ni ningún directivo de una ONG me hace falta para eso.

La última monserga que me proponen es el desarrollo sostenible. Un mundo ideal, con todo exquisitamente limpio. Los niños juegan entre molinos de viento. Las señoras recuerdan a sus maridos que hay que revisar las baterías del sistema solar. Los jóvenes se acercan a los contenedores de reciclaje para tirar las zapatillas de la última temporada. Las calzadas aparecen casi vacías. En el transporte público, los ancianos conversan sobre la clase de yoga.

Puede que yo sólo sea un salvaje, y que no entienda nada. Pero mi intuición me dice que lo que llaman desarrollo sostenible no es sino un poco más de la misma basura que impregna los televisores. Por mucho que cubramos de placas solares la superficie del planeta, esta forma de vivir ya no hay quien la sostenga.

Es posible que, para comprender a este salvaje, los hombres grises necesiten algunas cifras. Los hombres grises abominan de la intuición y disfrutan con las cifras. De acuerdo. Digamos que se necesitaron más de cien mil años para que hubiera unos mil millones de habitantes en el planeta. Pues bien, en el año 2000 ya éramos seis mil millones de habitantes y, al paso que vamos, sólo harán falta una decena de años más para que seamos unos siete mil millones. Es decir, en los próximos diez años la población mundial va a crecer en una cantidad similar a la que alcanzó después de sus primeros cien mil años de existencia.

Si no me creen vayan a la siguiente dirección de la Red: http://www.census.gov/ipc/www/popclockworld.html. Observen la cifra de población mundial que aparece en la pantalla. Dejen que pasen diez segundos y pulsen el botón virtual que actualiza la página. Impresionante. ¿No creen?

Ahora, hombres grises, calculen. Calculen cuántas placas solares hay que construir, cuántos molinos, cuántos biocarburantes hay que producir, cuántas clases de pilates hay que impartir para que cada uno de esos números tenga un coche silencioso, una piel tersa y un cuerpo de ensueño, la parejita de niños, una televisión sostenible, una casita de permacultura, una chabolita cerca del mar, ropa de marca reciclable, una alianza de oro y el último vídeo de Al Gore.

Porque ese parece ser el asunto. Y es que el conocido vídeo sobre el cambio climático, los voceros del desarrollo sostenible y las últimas iniciativas ecologistas (chicas que nos abordan por la calle con su peto y sus zapatillas de marca pidiéndonos dinero) contienen un mismo y luminoso mensaje. Lo vamos a conseguir. Sólo hay que hacer un pequeño esfuerzo y tendremos un mundo magnífico. Igual que el de ahora pero sin basura. Un mundo con ríos limpios, con automóviles silenciosos, con comida orgánica y con masajes al atardecer. Que no nos falte de nada. Mi casita, mi gimnasio, mi chabolita en la playa, mi ropa de moda, mi tele, mi coche, mi anillo de oro y mi vídeo con Al Gore bien sonriente, en su traje carísimo y con la optimista musiquita final, felicitándonos por lo estupendos que somos.

Frente a esto, los datos, la propia realidad que han inventado los hombres grises, son testarudos. Uno vuelve a actualizar la dichosa página de la población mundial y ahora somos unos cuantos más.

Un salvaje como yo podría llegar a pensar cosas brutales, apocalípticas. Pero si le ofrecen una página no es para que diga que todo está perdido. Eso lo puede hacer cualquiera. Además, en ese caso ya estaría amueblando una cueva. ¿Qué sentido tendría un discurso apocalíptico para un salvaje que apuesta por un periódico y por los libros?

¿Entonces, qué?

Entonces, por un mínimo de pudor intelectual, la retirada sostenible.

Admitamos que esto que vivimos no es desarrollo ni nada parecido. Admitamos nuestro error, admitamos, de corazón, que nos hemos perdido.

Por supuesto, tenemos que intentar lanzar la última flecha: es imprescindible el abrumador esfuerzo de apuntalar el reciclaje y de tratar de cambiar las fuentes de energía por otras más limpias. Pero lo que urge es mudar de hábitos. Menos zapatillas, menos solomillos, menos agua de fuego, menos aires acondicionados, menos televisores, menos relojes, menos autopistas, menos farmacéuticas, menos teléfonos móviles, menos velocidad, menos armas, menos lavavajillas, menos, menos. ¿Menos periódicos?, me preguntarán. ¿Menos libros? Sin duda. Pero cuando uno está de retirada tiene que comenzar por desprenderse de lo que más le pesa. ¿Por ejemplo? Por ejemplo las chorradas de los bienpensantes de diseño.

F. M. es escritor. Su última novela se titula Corazón

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