La historiadora Joan Wallach Scott publicó en 1997 un libro con el título Only Paradoxes to Offer: French Feminists and The Rights of Man. En aquel volumen que hoy ya es un clásico, un texto de referencia para la historia de las relaciones de género, Scott explicaba que el problema que las feministas francesas tuvieron que enfrentar cuando comenzaron a organizarse para reivindicar derechos fue que hubieron de apalancar sus luchas en el principio republicano de igualdad al tiempo que las justificaban en la diferencia. Esta paradoja, la necesidad de aceptar y rehusar a un tiempo la diferencia sexual como un dato para organizar la comunidad política, acompañaría y haría parte de la trayectoria de los feminismos en la modernidad; incluso en la modernidad tardía. Precisamente, a la quiebra del universalismo republicano francés que provocan reivindicaciones feministas como la de paridad o el debate en torno a la utilización del velo en espacios públicos, dedicaría Scott algunas de sus importantes obras posteriores.
Judith Butler ha dicho en alguna ocasión que, durante décadas, sus textos han sido el resultado de conversar, en sentido real o figurado, con Scott. Pues bien, diría que en ¿Quién teme al género? la conversación entre Joan y Judith está más viva que nunca. Por ese motivo tal vez, este libro, en el que Butler historiza las concurrencias entre marcos de pensamiento con, a priori, pedigrís muy diferentes, como son el de la ultraderecha global y un sector concreto del feminismo radical, es -para quien esto escribe- elementalmente un libro de historia. (Podéis leer una aproximación al libro de Butler totalmente distinta -filosófica y crítica- a cargo de Luisa Posada en este mismo periódico).
En ¿Quién teme al género? Butler repasa algunas de las controversias que, girando de un modo u otro alrededor del género, han tenido relevancia y se han plasmado en políticas concretas a escala planetaria en los últimos años. Desde las restricciones al derecho al aborto instigadas por religiones institucionalizadas como la católica o la evangélica, pasando por las campañas de acoso a la autodeterminación de género por parte del trumpismo y los republicanos mediante la reflotación del sexo como el único concepto políticamente significado y su reducción a una anécdota cuando de hablar de discriminación se trata, hasta el aterrizaje de todas estas cuestiones en el debate británico, donde un feminismo transexcluyente saturado de victimismo y desconfianza hacia la diversidad, ha encontrado sus mejores aliados en los conservadores, los partidarios del Brexit -adeptos a la mentira y las teorías de la conspiración- y, como no, la prensa amarillista.
Butler narra -insisto- con pulso histórico cómo el género se ha convertido en aquello en lo que convergen una multiplicidad de pánicos actuales: cómo ha devenido en la excusa para cuestionar la identidad de las disidencias sexuales por miedo a perder la propia, basada en el sexo, la raza e incluso la pertenencia a la nación. Que se lo digan a Georgia Meloni, que generalmente inserta sus soflamas contra la ‘ideología de género’ en su proverbial denuncia de la ‘invasión migratoria’. En la Italia neofascita de la antiabortista Meloni no caben más mujeres que las madres italianas, como en la fantasía imperialista de Putin Rusia es un país de hombres y Europa es un subcontinente gay. En el fondo, y a pesar del otanismo de la italiana, los enemigos de ambos son los mismos: las personas racializadas, los migrantes, las mujeres libres y las disidencias.
¿Quién teme al género? es un libro sobre cómo en los últimos tiempos el género está ocupando el lugar de fantasmagoría amenazante dentro de un sentido común reaccionario de tal manera que en vez de permanecer como un paraguas bajo el que cobijar los cambios en la forma en la que se perciben los hombres, las mujeres y otras categorías, aceptando que cualquier identidad contiene, en sí misma, todas las expresiones posibles de una misma incerteza (qué es la sexualidad, sino incerteza); en lugar de proporcionar un espacio seguro para la vida y el análisis, se le ha atribuido el poder de desestabilizar y destruir el orden existente. El género es, para sus detractores, algo monstruoso y ha pasado a ser el adversario disponible para una multiplicidad de discursos cuyo denominador común son el miedo, el victimismo y el odio.
Así, en lugar de aceptarnos en nuestra complejidad, hemos permitido que el antiintelectualismo se apodere del debate público impregnándolo de disputas -las dichosas guerras culturales- que instigan y capitalizan las derechas fomentando aberrantes disonancias en nombre de la moral tradicional. Como disonancias promueve el feminismo transexcluyente, con su preocupación porque se desestabilice el concepto 'mujer' como primer paso hacia lo que llaman su borrado.
Hablo de disonancias porque, por ejemplo, que la Iglesia Católica sea la principal responsable de difundir la idea de que las personas LGBTQIA+ promueven la pederastia siendo una institución cuya historia está atravesada por los abusos a la infancia, podría hacer sospechar y, sin embargo, logran instalar el marco de que las disidencias sexuales fomentan la pederastia liberándose así de su propia responsabilidad. Quienes dan por bueno este marco se zafan a su vez de la suya. Es más cómodo externalizar culpas imaginarias y señalar enemigos exógenos que afrontar y resolver problemas reales que te conciernen de manera directa. Es menos comprometido y exigente, menos engorroso, presentar a los ‘moros’ como violadores que enfrentarte con los abusos en instituciones educativas regentadas por la Iglesia católica en países como el nuestro; más plácido participar de delirantes debates sobre las personas trans en el deporte de élite, en los baños públicos y en las prisiones que asumir y tratar de cambiar la situación de nuestros sistemas penitenciarios mirando de frente al principal responsable de las violencias que sufre la población reclusa en su totalidad y que no es otra que la propia institución, más aun en tiempos de giro punitivista y contracción de la oferta asistencial en los centros.
Pero lo cierto es que tarde o temprano la complejidad nos alcanza, es terca y no se puede esquivar. Para quienes aprendimos con Joan Scott que el género es una categoría social impuesta sobre un cuerpo sexuado, está muy claro que el cuerpo es materialidad, pero en la expresión del sexo y la sexualidad que contiene hay algo inaprensible que conecta de maneras subterráneas con la subjetividad humana. Ese enigma y esa complejidad hacen que el binarismo hombre/mujer resulte insuficiente para explicar las relaciones de género y nuestra humana condición. Porque, como dice la propia Butler: "Habitar un género es vivir una cierta complejidad histórica que se ha hecho posible para las vidas que estamos viviendo ahora".
Somos el resultado de la complejidad histórica y el modo en que encaremos nuestra histórica condición y la complejidad que resulta de las tramas que nos traen aquí -y que nos contamos- puede ser respetuoso y trabajar en beneficio de la convivencia o puede, por el contrario, generar y exacerbar relaciones de competencia, rivalidad y desconfianza por parte de quienes parecen tener más interés en victimizarse afirmando sus violencias que en procurar una superación de las injusticias que motivan las que sufrimos todas.
Las nuevas identidades sexuales existen. Sus luchas son legítimas. Quienes defendemos hasta sus últimas consecuencias la noción de autonomía personal, consideramos que nadie jamás debe necesitar que otro ser humano le autorice su existencia, valide su experiencia o apruebe su subjetividad. Quienes, por cuestiones que afectan a las identidades de género, viven vidas problemáticas y se encuentran en situaciones de vulnerabilidad, tiene todo el derecho a emprender su propia lucha por el reconocimiento y el mejoramiento de sus existencias. Hay que cortar la cadena de miedo y de odio que atenaza nuestras sociedades; sustituir el encadenamiento y la servidumbre por vínculos, lazos de reconocimiento mutuo y dependencia. En algún punto debemos encontrar la inspiración y la energía de la que brotará la solidaridad que los desafíos que enfrentamos nos reclaman.
Estos desafíos son colosales porque se ha abierto paso un nuevo tipo de autoritarismo que busca restaurar un orden patriarcal que vertebre el Estado, la religión y la familia en una especie de nuevo régimen que opta abiertamente por la desigualdad y la dominación en lugar de por la igualdad y la convivencia. Un orden que, tomando al género como enemigo, se propone abatir la educación sexual y los libros para jóvenes, los servicios de salud sexual y de género, el derecho al aborto, las luchas de las personas queer, la monoparentalidad y cualquier modelo de familia y parentesco que no se ajuste al canon heteronormativo. Las batallas culturales que ha dado la ultraderecha han distraído la atención de una ciudadanía perdida en el maremágnum de la desinformación y las redes sociales. Lo cuir o lo trans nombran espectros que captan atención e incendian los debates a costa de las vidas de personas reales, con existencias y problemas verdaderos. La retórica antiwoke es parte de un ataque contra la educación y la sanidad pública porque en su nombre se está privando a nuestros jóvenes tanto del acceso a una buena ética sexual (una ética del deseo y del consentimiento) mediante la censura como de atención sanitaria en materia de sexo y de género.
Precisamente, Butler explica en su libro cómo la ofensiva antigénero ha ido de la mano del desmantelamiento de los sistemas de protección social, mínimos en algunos lugares como África, América Latina o determinadas zonas del mundo oriental y algo más sólidos en otros como Europa o el Estados Unidos del Obamacare. Es decir, allí donde se ha desposeído a la ciudadanía de formas de protección existentes o incipientes, allí donde los derechos sociales y económicos se han visto socavados por el éxito arrollador del paradigma neoliberal, especialmente en la última década y media, la defensa de los derechos de las mujeres y LGBTQIA+ se ha tornado cada vez más complicada. En este sentido, el debate sobre las identidades y la diversidad es indistinguible del análisis y la crítica al modelo neoliberal. Como sostiene categórica la propia Butler: "La defensa del género tiene que ir unida a la crítica de la coerción financiera si no queremos que el género quede identificado como uno de sus instrumentos".
No lo debemos permitir. El género es una teoría crítica que se utiliza para explicar el mundo en clave relacional, histórica y cultural y, por supuesto política, porque las relaciones de género no son sino relaciones de poder. El género es una exploración abierta, desprejuiciada y no exenta de paradojas sobre cómo se modula y articula en cada época la diferencia sexual.
Respecto del género, por tanto, la cuestión es cuáles son las expresiones históricas y culturales que adoptan las relaciones de poder que lo atraviesan y cómo afectan a los sujetos que las protagonizan. Lo que la historia a menudo nos enseña es que no lo hacen de forma unívoca sino paradójica. Hoy por hoy, mientras hay quien utiliza el género como un espantajo y le acusa de dar cobertura a todas las amenazas que se ciernen sobre identidades nacionales o sexuales que se sienten en peligro (mujer, nación, raza blanca), feministas como Butler e historiadoras como Scott creen que el género es un espacio privilegiado para debatir la contingencia; una gran paradoja; una oportunidad para seguir trabajando por el cambio y la transformación social. Larga vida al género y a ellas.
Comentarios
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