Dominio público

Assange y la pedagogía del miedo

Jonathan Martínez

Periodista

Julian Assange.- EFE/EPA/NEIL HALL
Julian Assange.- EFE/EPA/NEIL HALL

En las primeras páginas de Vigilar y castigar, Michel Foucault relata las últimas cuitas de Robert-François Damiens, el hombre que se aventuró en el patio del Palacio de Versalles y trató de matar a Luis XV de un navajazo en un costado. Los rumores se propagaron como una peste y todo el mundo en París llegó a creer que el rey estaba muerto. Se escucharon llantos en las iglesias. Hubo un presentimiento de oscuras conjuraciones. El médico real, sin embargo, había constatado que la herida tenía proporciones ridículas y que el monarca bien hubiera podido asistir a un baile sin despertar preocupaciones.

A pesar de los pesares, el asunto fue tratado con toda la gravedad de un magnicidio. Poco importaron las objeciones de Damiens, que imploró clemencia al mismísimo Luis XV y repitió una y otra vez que no había querido matarlo sino transmitirle un mensaje político. Por eso utilizó un arma de pequeñas dimensiones en vez de un cuchillo más contundente. Pero los mensajes oficiales estaban escritos de antemano: Damiens era apenas una bestia, un lunático, un asesino vulgar, nada que hiciera pensar en confabulaciones o en fracturas del Antiguo Régimen. Y las bestias, los lunáticos, los asesinos vulgares debían morir en plaza pública.

Desnudo y forzado a retractarse, Damiens viajó en la carreta de la vergüenza hasta el cadalso de la Place de Grève. El público asistió al espectáculo de la tortura con cierta mezcla de curiosidad y de asombro, pues el condenado no dejó escapar una sola blasfemia ante la autoridad de las tenazas, el aceite hirviente y el plomo derretido. Después, en una maniobra crujiente y agónica, el cuerpo de Demiens fue desmembrado por cuatro caballos que tiraban en direcciones opuestas. Su casa había sido demolida. Su mujer y su hija marcharon al destierro. Su familia tuvo que arrancarse el apellido. Sus restos sangrantes alimentaron el fuego y la ceniza echó a volar al viento.

Dice Foucault que las instancias de poder han refinado sus modales. En tiempos, el suplicio público buscaba intimidar a los asistentes, aleccionarlos a través del terror, convencerlos de que el soberano sería implacable ante la menor disidencia. Pero la ceremonia del castigo no siempre se interpretaba a gusto del poderoso y en ocasiones el pueblo terminaba simpatizando con el castigado y lo elevaba a la categoría de héroe o de mártir. Con los siglos han aparecido estilos penales más sibilinos. ¿Qué fue del suplicio público? Terminó reemplazado por un juego de sufrimientos opacos y apartados del foco ciudadano.


En esas se ha visto el poder soberano con respecto a Julian Assange, que pudo haber pasado por villano igual que por héroe o por mártir. El proceso penal ha sido tan largo y accidentado que los cálculos se han ido torciendo y ahora Assange evoca en mucha gente tanto la admiración del heroísmo como la compasión del martirologio. Las consecuencias son excepcionales como las causas: nunca antes se había aplicado la Ley estadounidense de Espionaje contra un trabajo de naturaleza periodística, quizá porque nunca antes un trabajo de naturaleza periodística había desnudado con datos tan abrumadores la impunidad de los crímenes de guerra.

Lo mismo que Damiens navajeó a Luis XV en Versalles, Wikileaks asestó una estocada certera a la propaganda bélica occidental, al laboratorio ideológico que cocina sus justificaciones en las entrañas de Washington D.C. para que sean esparcidas sin crítica ni objeción en periódicos de medio mundo. Ahora, la libertad de Assange tiene un precio. En el frenesí de las negociaciones, el reo ha tenido que declararse culpable de un crimen que no cree haber cometido. Tras la noticia alegre de la liberación se establece también un precedente maligno. El periodismo que revela los crímenes del poder puede ser delictivo.

Como el tormento público ya no se estila, los dueños del mundo libre han puesto en marcha los más sutiles mecanismos pedagógicos. Órdenes de extradición, demonización, cautiverio, aislamiento, bloqueos financieros, un Gólgota penal que viene durando ya catorce años. La corte de Luis XV, vestida ahora de barras y de estrellas, tiene un mensaje para los periodistas. O más bien una amenaza. El poder político y militar se sitúa por encima de toda pretensión de verdad y no habrá paz ni descanso para todos aquellos que se atrevan a subvertir tan sagrada jerarquía. Ahora sabemos que la mayor amenaza para la democracia no eran las fake news sino las noticias ciertas y documentadas.


¿Qué habría pasado, se pregunta Olga Rodríguez, si Assange hubiera expuesto los crímenes de un adversario de Washington? La respuesta es tan evidente que cuesta no imaginar los honores y las condecoraciones. De hecho, no hace falta cruzar el Atlántico para empacharnos de dobles raseros. El Parlamento Europeo entrega todos los años el Premio Sájarov como reconocimiento a la defensa de los derechos humanos y la lista de galardonados extiende un previsible colorido de banderas donde no faltan Rusia, Irán, China, Venezuela o Cuba. Supongo que el mensaje es cristalino. En nuestros países, jardín de frondosas libertades, ningún gobierno ha vulnerado jamás ningún derecho.

¿Con qué expresión de extrañeza o esperanza recibirá Pablo González la noticia de la liberación de Assange? ¿Qué clase de cuentagotas dosifica las informaciones que recibe el periodista vasco en su célula de aislamiento de Polonia? ¿Habrá aprendido la lección, la valiosa lección, de que el periodismo es un riesgo demasiado caro? ¿No hubiera sido más cómodo elegir otra profesión menos precaria, menos itinerante, o al menos publicar noticias inocuas y alineadas con la propaganda bélica? Lejos de allí, lejos de la prisión de Radom, la moraleja resuena con ímpetus marciales. Cuando las guerras se expanden, las libertades se estrechan. Y es que la libertad vale muy poco donde la vida no vale nada.

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