Conviene quizás distinguir entre prohibición y represión.
Las prohibiciones tienen que ver con aquello que una sociedad considera racional y liberador. La vida de un adulto, quiero decir, está llena de prohibiciones saludables, algunas explícitas y otras implícitas. Un conductor, por ejemplo, tropieza todos los días en su camino con numerosas señales de dirección prohibida, de prohibido adelantar, de prohibido aparcar. Otras prohibiciones son o se han vuelto implícitas. Cuando mi padre era niño había escupideras en el metro; cuando yo era niño había carteles de "prohibido escupir". Hoy ya no hace falta prohibirlo explícitamente porque a nadie se le ocurriría escupir en un local público. Tampoco hace falta ya poner carteles de prohibido fumar en hospitales y espacios comunes; incluso los fumadores más adictos entienden, rezongando y a regañadientes, que hay algo razonable y bueno en esa prohibición; y que no hace falta que venga la policía a reprimir su vicio porque ellos mismos se autorreprimen solidariamente. Del mismo modo, a nadie se le pasa por la cabeza lanzar piedras a las farolas y tampoco hace falta anunciar la interdicción; de hecho es casi más prudente no poner un cartel restrictivo al respecto porque, de haberlo, a alguien se le podría ocurrir por primera vez la idea de romper el alumbrado público a pedradas.
Como bien explicaba Chesterton, la libertad humana pivota siempre en torno a un número limitado de prohibiciones. Que nos hayamos prohibido escupir está bien; que esté prohibido saltarse un semáforo también. Si nos falta libertad no es porque se nos hayan prohibido demasiadas cosas, sino porque no hemos prohibido aún las suficientes. Todavía no está prohibido, por ejemplo, especular con la vivienda o con la salud o con la alimentación; ni ser rey, por derecho venéreo, en un país democrático.
Ahora bien, si las verdaderas prohibiciones protegen un objeto razonable y liberador, el que viola una prohibición se infantiliza; se comporta, es decir, como un niño travieso y maleducado. Es una tentación muy grande, cuando somos niños, lanzar una piedra a una farola o retar al compañero a lanzar más lejos un gargajo largamente elaborado en la garganta. Los adultos que se saltan los semáforos, por el contrario, no tienen ninguna gracia.
Así definida, la prohibición solo prohíbe, por tanto, cosas irracionales y destructivas. Cuando el objeto de la interdicción es, en cambio, razonable y liberador (o sencillamente inocuo), lo llamamos "represión". En los Estados donde está ignominiosamente penada, la ley no "prohíbe" la homosexualidad; la "reprime". La libertad de expresión, el derecho a manifestarse, la libertad indumentaria se reprimen, no se prohíben. Lo mismo ocurre con la vida de los migrantes, cuyos desplazamientos, que no están prohibidos, son brutalmente reprimidos. De hecho lo que está prohibido, según la ONU, es reprimir su libertad de movimiento.
El que viola una prohibición se comporta, pues, como un niño; el que se rebela contra una represión, por el contrario, reivindica su condición de ciudadano adulto y libre. La prohibición, digamos, reprime al niño que llevamos dentro; la represión prohíbe la comparecencia del adulto que somos o que debemos llegar a ser. A veces, a cualquier edad, nos comportamos como niños y eso resulta excitante y divertido; y hasta agradablemente compensatorio. Pero la mayor parte del tiempo queremos ser adultos libres y razonables. La libertad de Ayuso es la libertad de lanzar piedras a las farolas: la libertad, en definitiva, de infantilizarse contra la libertad común.
Ahora bien, el asunto es más complicado. Porque la prohibición y la represión se confunden precisamente allí donde el objeto del precepto es un niño. A los niños se les prohíben muchas cosas. Como el "no" suele ser poco eficaz, tenemos que recurrir a menudo a la represión. Les impedimos que metan los dedos en los enchufes. Los vestimos a la fuerza, los metemos en la cama a la fuerza, los llevamos al colegio a la fuerza. Con cada uno de estos gestos represivos, cuya violencia innegable hace sufrir muchísimo a los padres, los conducimos al estado adulto y a su constelación de prohibiciones implícitas y explícitas. Los padres luchan sin cesar y con dolor contra la belleza de sus hijos, que reclaman seguir eternamente desnudos, seguir eternamente subidos al árbol, seguir eternamente cazando lagartijas y rompiendo las cortinas del salón. Tenemos que atemperar esa felicidad que tanto nos maravilla. Hay que expulsarlos del paraíso. Así que los llevamos, por ejemplo, a la escuela, un lugar donde la asunción de prohibiciones explícitas e implícitas es condición de su ingreso en la edad adulta, proceso que debería convertirlos -al menos en un mundo ideal- en ciudadanos libres y razonables. Se puede decir que la escuela como institución pública triunfa allí donde la prohibición de gritar en clase, por ejemplo, se vuelve tan implícita como lo es la prohibición de fumar en un hospital o de escupir en el metro; se puede decir que la escuela como institución pública triunfa allí donde se da por supuesto que en las aulas está prohibido vender y comprar mercancías; se puede decir que la escuela como institución pública triunfa allí donde está prohibido -o debería estarlo- que el profesor de ciencias sea sustituido por un cura o el de historia por un promotor inmobiliario. O el de filosofía por un robot.
La cuestión que quería plantear aquí es la siguiente: impedir a un niño usar un móvil, ¿es prohibición o represión? Si es prohibición, deberíamos buscar una buena fórmula; si es represión, mejor ni contemplarlo. Esta pregunta presupone, por eso mismo, otra anterior: el uso de los móviles, ¿es razonable y bueno y liberador o es, al contrario, irracional y adictivo y destructivo? ¿Nos ayuda a ser adultos o nos mantiene en una eterna y no reprimida niñez?
No voy a insistir aquí en argumentos que repito sin cesar. Pero conviene recordar al menos dos datos. Uno: que el universo de las TIC es ya nuestro medio ambiente vital, del que dependen nuestros negocios, nuestra supervivencia institucional y nuestra sociabilidad elemental. Podemos (y debemos) imaginar un mundo mejor en el que esto no sea así, pero es éste en el que debemos dar todas las batallas. Dos: que, por eso mismo, nuestra relación con las nuevas tecnologías es pulsional, biológica y orgánica, como la del enfermo con un aparato de respiración asistida. No es, no, como la que mantenemos con un martillo o con un territorio; se parece más a la que mantenemos con nuestro riñón derecho, frente al cual tenemos una libertad muy limitada. Así que estamos todos atrapados en un órgano exosomático compartido respecto del cual el único gesto realmente libre que podemos hacer es radical y negativo: desconectarnos traumáticamente para recaer en la oscuridad irrelevante de nuestros cuerpos.
La red es ya nuestro ecosistema biológico, del que, como decía, depende nuestra supervivencia global y nuestra autoestima individual. De ella depende, sobre todo, nuestro ocio proletarizado, el lugar donde el capitalismo construye hoy las subjetividades (y por lo tanto a los consumidores y a los votantes). Cuando vemos en un vagón de metro a cincuenta personas volcadas sobre su móvil, la posición del cuerpo y su aparente concentración parecen sugerirnos una simple rematerialización del acto de leer. Estamos sentados e inmóviles. ¿Estamos sentados e inmóviles? Al contrario que un libro, un móvil conectado a la red es un lugar donde no podemos pararnos; un lugar donde no podemos estar parados. Por eso mismo no es un "lugar". A través de la palma de nuestra mano nos sumergimos en un bullicio de imágenes y funciones indiscernibles entre sí: celebramos un meme, mandamos un mensaje de chat, revisamos nuestra cuenta bancaria, seguimos a un youtuber, vemos un milímetro de capítulo de una serie, compramos una camiseta del Real Madrid... entramos, en definitiva, en un vórtice en el que somos zarandeados sin parar por estímulos visuales tan veloces y fragmentarios que excluyen la posibilidad de organizar cualquier relato. El ocio proletarizado (el del ego en la época de su reproductibilidad tecnológica, por parafrasear a Benjamin), es incompatible con la facultad de la atención, de la que emana, no debemos olvidarlo, el valor mismo de los cuerpos y los objetos. En su último libro, El valor de la atención, el ensayista escocés Johan Hari da un dato estremecedor: un niño estadounidense de ocho años es incapaz de prestar atención a un mismo objeto o a una misma actividad durante más de sesenta y cinco segundos; un adulto apenas llega a los tres minutos. ¿Qué se puede querer en sesenta y cinco segundos? ¿Qué miníma complejidad se puede comprender en tres minutos? Son estos los lapsos temporales -recordémoslo- en los que los ciudadanos estamos obligados a elaborar sin aliento una posición frente a los dilemas éticos y políticos de nuestra época y en la que nuestros gobernantes toman decisiones sumarísimas que afectan al conjunto de la sociedad. No es una cuestión de maldad sino de tiempo; la maldad -es decir- necesita mucho menos tiempo para dar un zarpazo que la inteligencia para dar un argumento; y por eso las redes son el conductor eléctrico más propicio a las mentiras, los bulos y los insultos.
Como decía Pasolini, las adicciones las sobrellevan mejor las clases ricas y con recursos intelectuales que las desfavorecidas y con poca formación cultural. El uso de móviles, como sabemos, aumenta a medida que se desciende en la escala social, y en la parte más baja de la horquilla, en la que más se utilizan, su uso se ciñe casi exclusivamente al "ocio proletarizado". Los ricos hacen negocios y política desde sus móviles; las clases medias y bajas ven porno, compran chucherías, celebran a sus influencers favoritas, visitan virtualmente playas del Caribe, videojuegan y videoapuestan, chatean sin parar con otros náufragos durante sus eternos desplazamientos en el transporte público. El ocio proletarizado es como la comida basura. Sabemos que hace daño, aunque solo el clasismo más fanático podría querer dar lecciones de salud dietética a los trabajadores o, peor aún, reprimir sus pequeños placeres suntuarios. Pero sabemos -sabemos- que las hamburguesas del Burger King son veneno. También lo es el ocio proletarizado en las redes. La cuestión es que se trata de un "ecosistema" económico y cultural, no de una decisión individual; no es fruto de la ignorancia voluntaria y solo en parte de la manipulación empresarial.
Hace unos días, en Asturias, los miembros de la asociación los Glayus, que desde hace treinta años se dedica a dinamizar grupos de niños a través del teatro, el relato y el juego, me comentaban preocupados un fenómeno de observación reciente: los niños ya no saben jugar. No es que no quieran; es que no saben. Juegan con entusiasmo al juego que el adulto les indica, y solo mientras el adulto los acompaña, pero luego son incapaces de reproducirlo por su cuenta. Eso ocurre también en las zonas rurales, donde hay muy pocos niños y la sociabilidad se satisface a través de las redes sociales. El problema es innegable y conocemos también la solución: desproletarizar el ocio. O lo que es lo mismo: destecnologizarlo. O lo que es lo mismo: desproletarizar las vidas de los padres, hacerse cargo de las desigualdades sociales, y, desde luego, proteger la escuela pública como espacio seguro donde pueda pararse el mundo (para nombrarlo y tal vez luego pensarlo). Lo que no podemos hacer es fingir que no está pasando nada, insistir en la neutralidad de las TIC, culpabilizar a los usuarios y recetar anfetaminas a nuestros niños para curarlos de una misteriosa epidemia de TDAH, como si se tratase de una dolencia psiquiátrica y no de un problema civilizacional.
Así que, ¿prohibir o reprimir? El uso del móvil, ¿es bueno o es malo? Todos sabemos lo que hace con la atención como todos sabemos lo que hace el dióxido de carbono con la atmósfera. En cierto sentido, con las nuevas tecnologías y sus efectos devastadores sobre los más vulnerables (niños y clases desfavorecidas) nos pasa lo mismo que con el cambio climático: sabemos lo que está pasando pero preferimos, por miedo o por impotencia, no asumir la realidad. También por culpabilidad. Si no podemos cambiar nuestra forma de vida, entonces cambiamos nuestra forma de pensar: si no podemos dejar de consumir gasolina y viajes turísticos y comida plastificada, estamos casi obligados a negar o disminuir la gravedad del calentamiento global. Con el ocio proletarizado y los niños nos ocurre otro tanto. Nosotros, los adultos, estamos enganchados de tal modo a ese ecosistema de desatención radical, dependemos hasta tal punto de él que revindicamos sus efectos colaterales beneficiosos y juzgamos las críticas, por tanto, desde el punto de vista de la represión y no de la prohibición. El móvil, no lo olvidemos, borra la frontera entre la infancia y la madurez. Todos somos un poco niños en las redes y con un smartphone en las manos. Nos resulta muy difícil, pues, prohibir el uso de gadgets tecnológicos a los niños porque para eso tendríamos que ser adultos; y es muy difícil serlo desde el interior del sistema y sin recursos individuales y colectivos. Así que somos también niños traviesos decididos a defender con uñas y dientes nuestra libertad de romper la farola, saltarnos el semáforo o escupir en el metro. El dilema tiene difícil solución. No nos atrevemos a "prohibir" el móvil como si fuera irracional y destructivo, porque nuestra supervivencia y nuestros placeres están atrapados en sus redes. Pero tampoco podemos "reprimirlo", porque eso sería tratarlo como si fuera razonable y liberador. Y porque la de la represión es siempre (y felizmente) una batalla perdida.
El dilema tiene difícil solución. Pero, a la espera de poder desproletarizar el ocio, habrá que parchear una entre todos. Algunas medidas ya se han propuesto, de abajo arriba y sin prohibiciones, como la de retrasar colectivamente la entrega del smartphone a los niños o la de una educación en OFF, sin redes ni tecnologías, como preparación para el inevitable mundo digital. Lo que en ningún caso podemos hacer es esconder la cabeza.
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