Las imágenes de televisión y de las videocámaras caseras de aquella España de 1992 tienen una textura propia. Un color y un grano que evoca un recuerdo casi onírico de un país que pretendía reivindicarse y venderse al mundo con grandes eventos. La España de los Juegos Olímpicos de Barcelona y de la Expo de Sevilla, que, sin embargo, escondía en su trastienda lo que nadie quería ver. El contraste no puede ser más evidente, y así empieza la serie documental Lucrecia: un crimen de odio, de David Cabrera y Garbiñe Armentia, estrenada recientemente.
Lucrecia era una mujer migrante, negra y pobre, que fue asesinada a tiros por un comando neonazi dirigido por un Guardia Civil y varios menores de edad en el edificio en ruinas donde vivía en Aravaca, cerca de Madrid. Un crimen que, como cuenta el documental, abrió los ojos a mucha gente que ignoraba o menospreciaba el racismo que existía en España.
Esos mismos años habíamos visto en televisión cómo los neonazis alemanes lanzaban cócteles molotov contra albergues de refugiados en Rostock, y cómo mataron a dos familias turcas en Solingen y en Mölln. Hacía tan solo dos años que Nelson Mandela había salido de prisión, aunque el apartheid seguía vigente en Sudáfrica. Y en Los Ángeles, las calles habían ardido en 1991 tras la paliza racista de varios agentes de policía a Rodney King, un taxista negro.
Varios medios de comunicación llevaban ya un tiempo hablando de Aravaca y de las personas migrantes que se juntaban algunas tardes en una plaza de la localidad para compartir su tiempo libre. Pero en las noticias ellas no tenían voz, no se hablaba de ellas ni de sus vidas, sino que envolvían su presencia de un halo de sospecha, de bulos y prejuicios que las relacionaban con la inseguridad, con la suciedad y hasta con prostitución. Luego vino la propaganda fascista que empapeló el pueblo, y los insultos de grupos de ultraderechistas que se acercaban algunas noches por donde sabían que estaban los dominicanos para increparlos y amenazarlos. Hasta que el neonazi Luis Merino decidió dar un paso más y disparar.
Lucrecia no fue una anécdota ni una excepción. Al día siguiente del crimen, a pocos kilómetros, se repitió la cacería. Esta vez contra trabajadores magrebíes en Majadahonda. Hassan El Yahahaqui, de 25 an?os, fue golpeado por un grupo de neonazis que lo dejó en coma y falleció días después. Un año antes, otros neonazis habían asesinado a patadas a Sonia Rescalvo, una mujer trans que pernoctaba en el Parc de la Ciutadella de Barcelona. Y un año después de Lucrecia, sería asesinado el joven antifascista Guillem Agulló en Montanejos, en Castelló. La lista de los crímenes de odio supera el centenar, y prácticamente todos ellos sucedieron después del de Lucrecia.
Las balas que mataron a Lucrecia no salieron solo de la pistola de este Guardia Civil. Si algo nos debe hacer pensar esta historia treinta años después, es la relación entre el discurso de odio previo y el crimen de odio. Entre el estímulo del prejuicio y la criminalización hacia un colectivo, y la justificación posterior de todo lo que se acometa contra este. Una lección que parece no haber aprendido este país, a pesar de que se reivindique el caso de Lucrecia como un antes y un después.
Estos días, Vox insiste de nuevo en poner en el centro del debate a los menores migrantes no acompañados y a relacionarlos con la delincuencia. Lo mismo que decían sobre los dominicanos los pasquines nazis que se vieron por Aravaca los días previos al asesinato de Lucrecia. Lo mismo que sucedió a finales de 2019, cuando la ultraderecha y varios medios señalaron un centro de menores de Hortaleza, un barrio de Madrid, y al poco tiempo, alguien lanzó una granada. Y lo mismo que sucede siempre antes de cualquier crimen de odio o de cualquier pogromo.
Esas balas que alguien luego dispara se reparten hoy de nuevo en los medios, las redes y las tribunas políticas. La misma propaganda racista que mató a Lucrecia se dispara hoy con absoluta normalidad. Ya no son carteles de un grupo nazi pegados en un muro, sino el discurso de odio que se escupe día tras día en todos los medios en prime time y en todas las instituciones.
Viendo el documental de Lucrecia, hay quien se escandaliza al ver cómo el Guardia Civil nazi no fue expulsado del cuerpo a pesar de saber que formaba parte de esos grupos. Pero si cambias de canal ves hoy en varios programas de televisión a agentes de policía hablando de la teoría del Gran Reemplazo y relacionando a los migrantes con la delincuencia. Treinta años después del crimen de Lucrecia en el que se decía exactamente lo mismo.
Otro problema añadido es creer que solo Vox y los racistas habituales son problema, y que el racismo es tan solo un desvío moral. Es el discurso que hoy impera sobre la migración: o presentándola como un problema y no como una consecuencia, o como una oportunidad, en modo utilitarista, no es menos deshumanizador ni menos racista que el relato que precedió al crimen en 1992. Es una reafirmación de la alteridad, a menudo disfrazada de esa caridad del salvador blanco que durante demasiado tiempo impregnó el antirracismo oenegero del que todavía hoy viven algunos, y que sigue relegando el racismo a lo moral, eximiendo a las instituciones de ello.
Esas instituciones que, a pesar de estar gobernadas por quienes se reivindican progresistas y piden el voto para frenar a la extrema derecha, perpetúan situaciones de desamparo para estos menores de edad. Y mantienen todas las estructuras racistas que permiten la exclusión, la explotación y la falta de derechos para los que hoy viven bajo las mismas leyes y los mismos prejuicios que vivió Lucrecia hace treinta años.
Ver hoy el documental nos debe llevar a la reflexión sobre el presente, cuando las extremas derechas están viviendo sus mayores éxitos de la historia reciente. Como Rodney King entonces, nos llegó recientemente el caso de George Floyd. Como al apartheid en Sudáfrica, hoy es Palestina. La campaña racista en Aravaca días antes del crimen de Lucrecia, hoy la vemos multiplicada por mil en todas partes y a todas horas
España no aprendió nada. Quizás estemos más acostumbrados a la inevitable diversidad en nuestras calles, pero esos odios y esos miedos siguen latentes en una parte de la sociedad. Es una verdad incómoda que se pretende omitir usando la retórica antirracista moral e institucional, pero que explica en gran medida la mayor victoria de aquellos neonazis que mataron a Lucrecia treinta años atrás: que todo lo que ellos decían, se dice hoy con absoluta normalidad cada día en los medios de comunicación y en las tribunas políticas. Que algunas de las políticas perpetúan esas situaciones de desamparo y exclusión que hacen todavía más vulnerables a las personas migrantes o refuerzan los estereotipos de una parte de la población. Y es que todo el combustible que prendió aquellos años contra Lucrecia y después contra tantas otras víctimas, sigue siendo esparcido a discreción a la espera de que alguien le pegue fuego de nuevo.
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