Ay, Rosa. Rosa querida de mis amores y mis entretelas. Cuántas veces hablamos de la muerte sabiendo que en realidad de lo que hablábamos era de la vida. Tenías la certeza de que estaba cerca y de que no tenía remedio, así que la esperabas con ese aplomo tuyo que me descolocaba y que a veces tornaba en gesto serio tu sonrisa picarona, la que ponías girando los ojos chispeantes hacia arriba, la que dejaba asomar a la Rosa traviesa, divertida, y terminaba con tus manos, ya deformadas por la artrosis pero aún de una delicadeza extrema, posándose, una sobre otra, encima de la manta que cubría tus piernas.
Ay, Rosa, Rosa querida de mis amores. Qué privilegio haber compartido horas y más horas contigo al abrigo de la ampelopsis verde hoy, roja ayer, sin hojas mañana... Siempre llueve cuando vamos. Y escampa. "Pues claro, cómo no va a escampar, Virginie", dirías. "¿Te apetece un gintonic?".
Casi un siglo vieron tus ojos. Y qué siglo, Rosa, querida. Naciste tres años antes de que comenzara la Guerra Civil y el exilio de tus padres lo marcó todo. Pero no eras tú muy de maximalismos, salvo en la cosa política, si me lo permites, y que viva la República, que sé que te troncharías de la risa si ahora me leyeras.
En la otra cosa, la cotidiana, la de la vida, la de la nieta, la hija, la esposa, la amante, la madre, la hermana, la abuela, la amiga, la bisabuela, la escritora, la traductora, la editora, la directora, la anfitriona, todo lo recordabas como lo que había sido: apasionante, divertido, fascinante, doloroso. Nada por encima de lo demás, salvo por los rigores de la pura cronología. Y por algún silencio que otro. "Eso te lo cuento luego, Virginie". Pero cuando llegaba "luego", el silencio se ensanchaba, casi tanto como el cielo estrellado sobre la masía de Llofriu.
Eras consciente de lo excepcional de tu existencia, aunque en tu relato todo resultaba de una naturalidad pasmosa. Como si haber hecho confesiones maritales junto a Jordi Pujol y señora estuviera a la orden del día; o empezar a estudiar furtivamente una carrera universitaria cuando ya tenías dos hijos y 22 años (en 1955, ojo; y luego vendrían tres hijos más); o tomarte copas en el Bocaccio con Juan Marsé, Carles Barral, Oriol Bohigas o Colita; o escribir tu primera novela con 58 años y ganar el premio Nadal tres años más tarde; o escaparte al carnaval del Río y regresar a las 24 horas; o dirigir la Biblioteca Nacional; o tener un burro llamado César en homenaje a cierto ministrillo...
Ay, Rosa; Rosa, querida. La primera vez que estuve frente a ti me sentí pequeña al lado de tu cuerpo menudo a pesar de sacarte dos cabezas. Pequeña por estar junto a una mujer que había hecho y dicho siempre lo que le había dado la real gana. No sé bien qué me asustaba, ahora soy otra (¿recuerdas?). Y de alguna manera lo soy gracias a ti, gracias a esa libertad, exuberante y fresca como el agua de la alberca, que te acompañó hasta el final porque era tan parte de ti como tú de ella. Hacer posible lo imposible se convirtió en tu seña de identidad. Y fue. Al escucharte todo parecía fácil, casi inexorable. Pero no lo era, Rosa: naciste en 1933 y fuiste mujer. No pudo serlo. Y creo que por eso te convertiste en espejo, en casa, en lugar al que regresar una y otra vez, y del que salir más fuerte y también más libre.
Fuera hacía un sol radiante mientras hablábamos y Cristina cocinaba uno de sus arroces con alcachofas. Ya habías leído la prensa y en la mesita junto a tu sillón tenías un ejemplar de Le Monde Diplomatique y varios libros. Esperábamos a gente para comer, porque tu casa era sitio de encuentro y disfrute: hijos, nietos, amigos, amigas, editores, periodistas, políticos, escritores. Mi pregunta no te gustó y, tras el gesto adusto, dejaste caer los párpados y te dormiste.
Al despertar, respondiste: "En Catalunya no tengo ningún reconocimiento porque he escrito siempre en castellano. Aunque ellos no lo admitirán nunca". ¿Por qué eliges escribir en castellano? "Porque es lo que sabía hacer. Yo aprendí a hablar en francés [cuando sus padres se exiliaron a Francia]. Cuando volví aquí tenía cinco años y aprendí a hablar en catalán, poquito, porque yo no estaba en mi casa, estaba en un colegio de monjas. Todo lo que estudié fue en castellano y por eso escribí en castellano. Me ven como catalana de pura cepa y precisamente por esto el castigo es mayor, porque siendo catalana de pura cepa escribo en castellano. Este es el legado de Jordi Pujol".
Hace tres semanas me hiciste un encargo. Creo que tú misma sabías que no podía dar respuesta a semejante petición, pero te encantaba ponernos a prueba, inteligentemente provocadora hasta el final. Y ahora se acabó, querida Rosa de mis amores y mis entretelas, se acabó siquiera la oportunidad de hacerte una propuesta tan descabellada como lo era tu reclamo y provocarte una carcajada y un "esto es tronchante, Virginie".
Ay, Rosa, querida. Rosa brillante, Rosa serena, Rosa vibrante, Rosa en esencia.
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