La enfermedad ha sido y es entendida de modos muy diferentes en diferentes culturas. Lo que es más frecuentemente compartido por ellas es que hay condiciones que confieren a algunas personas en un determinado momento la autorización – y a veces el mandato – de adoptar el rol de enfermo.
En algunas culturas, como la nuestra, coexisten distintos conceptos de enfermedad. Sin embargo, lo relevante, lo que mueve pasiones y enfrenta posiciones en consultas, tribunales y parlamentos, es la legitimidad de la aplicación del epíteto de enfermo a un sujeto dado en un momento determinado. Porque esta aplicación genera derechos – a la atención, al descanso a prestaciones económicas - y obligaciones – buscar la salud, evitar propagar determinado agente infeccioso – y predica algo de quien es así calificado.
En estas reflexiones partiremos del rol de enfermo para intentar entender lo que llamamos enfermedad. Haremos así, a nuestra manera, honor a la máxima de que no hay enfermedades, sino enfermos.
Parsons caracterizó el rol de enfermo por cuatro funciones: 1) eximir de ciertas obligaciones sociales; 2) eximir de responsabilidades; 3) ser considerado en un estado definido como no deseable, que debe ser erradicado lo antes posible y 4) ser considerado con necesidad de ayuda.
Que alguien adopte ese rol y esto sea aceptado en su entorno es un hecho social concreto. Se supone que puede adoptarlo porque padece una enfermedad reconocida como tal en esa sociedad. Pero, sin que cambie este hecho, la naturaleza que se atribuye a esa enfermedad puede ser muy distinta en diferentes culturas. Lo que en una cultura puede atribuirse a la posesión por un djinn o al robo del alma en otra puede atribuirse a un déficit vitamínico, un fallo genético o una enfermedad infecciosa. La adopción del rol es un hecho social, la enfermedad una hipótesis que lo justifica ideológicamente en términos que resultan aceptados en la cultura en la que esto se produce.
Legitimar que alguien adopte el rol de enfermo es una operación compleja en la que intervienen los sistemas sociales de sanación (en nuestro caso el sistema sanitario). Éstos parecen existir al menos en las culturas en las que hay división técnica del trabajo. Estos sistemas organizan prácticas que incluyen varios elementos que han sido estudiados por algunos teóricos de la psicoterapia como Jerome Frank, pero que son aplicables a la atención a la salud en general.
Una práctica de sanación incluye:
- La existencia de una persona que actúa como sanadora. Ésta es un miembro de la comunidad a quien la comunidad confiere y reconoce la acreditación para actuar como tal. La acreditación puede sustentarse en motivos de herencia (es el hijo del brujo), aprendizaje (ha sido aprendiz o ha hecho estudios para capacitarse) o revelación de una supuesta voluntad exterior a través de cualquier procedimiento.
- Esta acreditación faculta a la persona que va a actuar como sanadora para establecer un tipo especial de relación con sus "pacientes" (personas que padecen). La persona que actúa como sanadora participa en esa relación de modo que se compromete a dedicar su atención a la otra mientras dura el acto de sanación. Y lo hace de tal modo que sólo espera recibir a cambio medios de subsistencia en forma de honorarios, salario o donaciones. En todos los casos la prosecución de otros fines (halagos, dominio, sexo) está vedada y es punible por las normas que rigen la actividad.
- La persona que actúa como sanadora comparte con el paciente una explicación de lo que le sucede - a la que Jerome Frank propuso llamar mito.
- El mito compartido justifica la puesta en marcha de un ritual: un conjunto de operaciones que, de acuerdo con el mito compartido, pretenden servir para sanar la dolencia. Desde esta perspectiva serían rituales – correspondientes a mitos diferentes – la inducción del trance, la aplicación de agujas de acupuntura y la apendicectomía.
En cada caso concreto corresponde al sanador determinar si la queja con la que acude el paciente legitima o no que este adopte el rol de enfermo. Pero el sanador lo hace porque encarna un consenso previo que se ha alcanzado a través de la tradición o de otros procedimientos (como pueden ser los que han servido para construir la Clasificación Internacional de Enfermedades de la Organización Mundial de la Salud).
Las condiciones que legitiman la adopción del rol de enfermo – las enfermedades - no son las mismas en uno y otro momento histórico ni en una y otra cultura. Lo que en un momento y una cultura puede ser considerado enfermedad puede ser considerado en otro momento u otra cultura un estado deseable o privilegiado (piénsese en la obesidad).
En nuestra cultura noroccidental en tiempos relativamente recientes hemos visto extenderse y contraerse los límites dentro de los que es legítimo adoptar el rol de enfermo por el padecimiento de diferentes enfermedades (como la hipertensión arterial) e, incluso, ganar y perder la condición de enfermedades a distintas condiciones como las adicciones, la homosexualidad o la disforia de género.
Con cierta frecuencia se sostiene que estos movimientos afectan sólo a condiciones que no son verdaderas enfermedades. La hipótesis que sostenemos aquí es que no hay un criterio para determinar que unas "enfermedades" sean más verdaderas que otras y que, independientemente de cuál sea la justificación que tenga (el mito a que remita), la definición de una condición dada como enfermedad es un acto político y por tanto su pertinencia debe medirse con un criterio político.
La distinción entre enfermedades diferentes adquiere sentido en la medida en que sirve para poner en marcha distintos rituales o procedimientos y para hacer predicciones sobre cuáles serán los resultados obtenidos con estos. Los mayas saben qué deben hacer y qué cabe esperar que suceda con los espantos, y qué hacer con los males echados o el k’ak’al ontonil, o ek ti’ol. Nuestras familias y nuestros médicos saben qué deben hacer y qué cabe esperar que suceda con la varicela, y qué hacer con el síndrome de Down, la tuberculosis o los ataques de pánico. Por eso, aunque tengan el mismo agente causal, la varicela y el herpes zóster son enfermedades distintas que atienden especialistas diferentes.
No hay especies morbosas escondidas en alguna parte de la naturaleza esperando a encarnarse en enfermos. No hay nada más allá de los enfermos. Es la acción de los sanadores sobre los enfermos —y los resultados que se espera emanen de ella— la que distingue unas enfermedades de otras. La aseveración de que un enfermo es aquél que va al médico, es más que una tautología. No hay nada de sorprendente en el hecho de que si queremos estudiar la epidemiología de los trastornos mentales debamos resignarnos a que la definición de caso psiquiátrico deba hacerse en términos de aquel sujeto que padece un malestar ante el que los médicos indicarían un procedimiento de tratamiento o cuidados.
Si aceptamos esta hipótesis, lo lógico hubiera sido construir nuestra nosología mirando más a los condicionantes de la intervención que a la observación de los síntomas. No es nada que no se haga en otras disciplinas médicas que han extraviado menos su rumbo que la Psiquiatría. Los cánceres de mama no se clasifican por la dureza, la forma o la proximidad a la areola del tumor. Se clasifican en grado "1" o grado "n" según lo que la práctica indica que es la respuesta esperable a cada uno de los procedimientos disponibles para actuar sobre ellos. Y esa clasificación permite determinar cuál es el protocolo que va a aplicarse a un paciente dado y qué cabe esperar que suceda con él (qué parece más probable a la vista de lo sucedido con otros pacientes similares). El pragmatismo de los cirujanos ha enseñado a los oncólogos a dirigir su pensamiento de la intervención a los síntomas, más que de los síntomas a la intervención.
En Psiquiatría sucede hoy exactamente lo contrario. Poseídos por lo que me gusta llamar "la ilusión de Pinel" (el médico llamado a llevar la ciencia a los manicomios durante la Revolución Francesa demostrando que los locos no eran sino víctimas de enfermedades) los psiquiatras se esfuerzan por observar los síntomas esperando que estos (convenientemente pasados por el cluster analysis) dibujen solos entidades para las que ya alguien (¿la industria farmacéutica, quizás?) encontrará después remedios apropiados. Eso cuando no se trata de encontrar la enfermedad para la que alguien tiene ya un remedio listo para su venta como ha sucedido con la fobia social o el trastorno por déficit de atención. Aunque es verdad que esto no ha ocurrido sólo en Psiquiatría como demuestran la hipercolesterolemia y la hipertensión definidas por cifras antes consideradas normales.
Pero los intentos de encontrar remedios cada vez más específicos para cuadros cada vez mejor definidos han fracasado. Los remedios pretendidamente más específicos (pensemos el caso de los "antidepresivos" ISRS ) han resultado aplicables para cuadros que no tienen relación entre sí en nuestras nosologías. Y esto no ha sucedido sólo con los psicofármacos. Lo mismo ha sucedido con la terapia cognitivo-conductual, la terapia interpersonal o las terapias basadas en la mentalización por citar sólo algunas.
Este hecho es más flagrante en el caso de los trastornos mentales. Pero si pensáramos que estos son una excepción frente a las "verdaderas" enfermedades que atienden los médicos de otras especialidades, perderíamos la ocasión de aportar una visión crítica al resto de la Medicina. Y, la verdad es que ésta está muy necesitada de esa visión y la Psiquiatría (o, al menos, esa Otra Psiquiatría, Psiquiatría Crítica, Antipsiquiatría o Postpsiquiatría en la que ha ido a refugiarse lo que de pensamiento queda en la disciplina) puede jugar un papel de punta de lanza en el cuestionamiento de algunos dogmas generalmente aceptados por los médicos.
Comentarios
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