El pasado mes de agosto se cumplieron dos años de la llegada del progresista Gustavo Petro a la presidencia de Colombia. Este hecho se entendía como un hito por tratarse de la primera vez en la historia democrática del país que un dirigente de izquierda llega a la Casa de Nariño. También por el halo de esperanza en lo que a la búsqueda de la paz representaba, sobre todo, tras cuatro años funestos del gobierno uribista de Iván Duque.
El escenario no era ni mucho menos sencillo. El conflicto armado colombiano se trata del más violento de la historia del siglo XX (y XXI) latinoamericano, hasta el punto de dejar consigo más de 450.000 muertes, 50.000 secuestros y 8.000.000 de desplazamientos forzados según el informe elaborado por la Comisión de la Verdad. Aparte, es el más longevo, por iniciar a mediados de los sesenta del pasado siglo, en plena pulsión de la Guerra Fría, pero hundiendo sus raíces, inclusive, en un marco de violencia política y estructural especialmente soliviantado a mediados de los cuarenta. Por si todo lo anterior fuera poco, se añade la concurrencia, a lo largo de medio siglo de confrontación armada, de decenas de guerrillas, disidencias y reincidencias, las cuales se suman a formaciones paramilitares, narcotráfico y terrorismo de Estado.
El año 2016 supuso, en todo lo expuesto, un punto de inflexión gracias al Acuerdo de Paz suscrito a finales de noviembre de 2016 entre la guerrilla de las FARC-EP y el gobierno de Juan Manuel Santos. Se cerraba uno de los capítulos más importantes y complejos de la violencia colombiana, gracias a un ambicioso documento que trataba de ofrecer soluciones políticas, económicas, sociales y judiciales a un marco de confrontación irresoluto tras medio siglo de violencia. Sin embargo, dicho Acuerdo, a su vez, convivía con la imposibilidad de ofrecer una paz completa, pues el proceso de paz que se buscó bajo la segunda presidencia de Juan Manuel Santos con la guerrilla del ELN nunca llegó a buen puerto. Muchas de las cuestiones que entonces imposibilitaron un desenlace fructífero que pusiera fin a la violencia armada en aquel momento hoy vuelven a aparecer, nuevamente, seis años después. Ello, invitando al desánimo y a entender que, como parecía desde el comienzo de este nuevo proceso, las circunstancias para promover un verdadero diálogo de paz están lejos de existir.
Históricamente, puede decirse que el ELN es la formación guerrillera de mayor ortodoxia ideológica. Surgida en 1964, y concebida como proyecto revolucionario dos años antes, en 1962, se inspira en el foquismo guevarista de la revolución cubana y, al mismo tiempo, añade elementos propios provenientes, por ejemplo, de la teología de la liberación. Su dogmatismo le condujo a mantener relaciones difíciles con otras consabidas formaciones guerrilleras, como las propias FARC-EP o el M-19 (en el que otrora militó el presidente Gustavo Petro). Su fase de mayor expansión y crecimiento, durante la década de los ochenta y los noventa, asimismo convivió con diferentes procesos de discrepancia, fracturas internas y hasta enfrentamientos armados que, en suma, terminaron por posicionar territorialmente a la guerrilla sobre tres escenarios muy concretos: el nororiente colombiano, en los departamentos de Arauca y Norte de Santander; en algunos enclaves de Antioquia y el sur de Bolívar; e, igualmente, en emplazamientos concretos del litoral Pacífico, en el departamento de Chocó o Nariño.
Durante los 2000, el ELN fue profundamente afectado por el paramilitarismo, pero también por la Política de Seguridad Democrática impulsada por Álvaro Uribe. Tanto es así que pasa de 5.500 a 1.800 combatientes, y de más de un centenar de municipios bajo su control territorial, a menos de una treintena, en menos de una década. En otras palabras, parecía que con una correlación de fuerza mucho menor que la de las FARC-EP, y con una disposición de recursos económicos y para la guerra más reducida, un proceso de diálogo podía ser más una opción más factible en términos de oportunidad política. Todo lo contrario. Como se apuntaba, con Juan Manuel Santos y durante dos años de diálogo, en realidad nunca hubo convencimiento alguno de que el proceso avanzara por la senda del optimismo, de manera que lo sucedido mucho se parece a lo que actualmente transcurre bajo el gobierno de Gustavo Petro. Así, varios son los factores que explican que el proceso de dialogo se encuentre suspendido y con visos serios de finalizarse.
En primer lugar, está la agenda de negociación. Esta, al igual que sucediera con las FARC-EP, gravita sobre seis puntos que son: 1) participación de la sociedad, 2) democracia para la paz, 3) víctimas, 4) transformaciones para la paz, 5) seguridad y paz para la dejación de armas y, finalmente, 6) garantías para el ejercicio de la acción política. La literatura especializada nos dice que los procesos de paz son más viables cuando gravitan en torno a agendas minimalistas, cuyos aspectos concretos son los los intercambios cooperativos entre las partes negociadoras. Es decir, cuanto más concretos son los puntos de discusión, así como las exigencias que se negocian y la viabilidad real de las mismas, más posibilidades tiene un proceso de diálogo de avanzar positivamente en sus términos.
Transcurridos estos dos años de gobierno, la labor de concreción resulta muy cuestionable, de manera que los contenidos facilitados a la opinión pública no hacen sino redundar en aspectos muy imprecisos. A esto se suma la renuencia a incorporar algunos elementos del Acuerdo con las FARC-EP que, sencillamente, son inmejorables desde el punto de vista de calidad y técnica jurídica. Así sucede con lo que guarda relación con el reconocimiento de víctimas y la justicia transicional (punto tercero); o en relación con la seguridad y paz para la dejación de armas (punto quinto).
En segundo lugar, está el cese de hostilidades. Este ha sido muy difícil de negociar, por varias razones. La primera de ellas es que el conflicto armado interno no es un conflicto armado entre dos contendientes como el Estado colombiano y la guerrilla del ELN. El Estado enfrenta mal las llamadas disidencias de las FARC-EP, como el grupo de ‘Iván Mordisco’ o ‘Segunda Marquetalia’, a la vez que a otras facciones locales más pequeñas, herederas indirectas de la extinta guerrilla, o de grupos post-paramilitares como Los Pelusos, La Oficina, Los Pachenca o, muy especialmente, el Clan del Golfo, entre otros. Y buena parte de todos estos, se enfrentan entre sí bajo una lógica de alianzas y confrontaciones cambiantes por razón de oportunidad y lugar, motivada a su vez por el control de las rutas de producción, procesamiento y distribución de la droga, por la minería ilícita o por el contrabando. Así y a pesar de que el cese de hostilidades, que se nutre de un amplio glosario de acciones, invitó a un notable desescalamiento en el nivel de beligerancia, con el paso de los meses ha ido incurriendo en numerosos incumplimientos y socavando la confianza en el proceso.
Tales incumplimientos, traducidos en ataques selectivos, asesinatos o acciones de hostigamiento, entre muchas otras posibilidades, se han vuelto cotidianos en departamentos como Arauca y Norte de Santander, en la frontera con Venezuela o en Chocó y Nariño, en el litoral Pacífico. Este hecho, nuevamente no es causal y guarda relación con la falta de cohesión interna en la guerrilla. Por ejemplo, el Frente de Guerra Oriental, que es el más poderoso del ELN -coaligado con el Frente de Guerra Nororiental- condensa más de la mitad del grueso de combatientes (sobre un total cercano a los 4.000). Aquí es donde se han contabilizado el mayor número de acciones armadas en estos meses -como la que ha motivado la suspensión del proceso, el pasado 17 de septiembre y que supuso la detonación de una bomba que dejó consigo dos muertos y treinta heridos en la base militar de Puerto Jordán (Arauca)-.
Al respecto, queda señalar que al frente de la estructura está la línea más beligerante de la guerrilla y que, sin asiento en el equipo negociador del ELN, ya motivó en 2018 el fin del proceso de dialogo anterior. En Chocó, por su parte, el Frente de Guerra Occidental ya en marzo de 2023 emitía un comunicado por el cual afirmaba: "No vemos con buenos ojos este proceso de paz y cada día tenemos más interrogantes e incertidumbres (...) ¿qué tan real es su política de paz total?" Finalmente, a inicios de mayo de este 2024 se materializaba la enésima ruptura del ELN en otro escenario particularmente violento, como es el departamento de Nariño, frontera con Ecuador. Allí pasaba a romper con los órganos decisorios del ELN y asumir plena autonomía como organización armada el conocido como Frente Comuneros del Sur -altamente relacionado con el negocio de la droga-.
Estos tres factores -agenda negociadora, marco de confrontación y falta de cohesión- se suman a otros tres elementos que han ganado capacidad desestabilizadora en estos últimos dos años. Primero está la propia impracticabilidad de la conocida como "paz total" por la que apuesta Gustavo Petro. En la actualidad hay una treintena de estructuras armadas que conviven, según datos de la propia Oficina del Alto Comisionado para la Paz, con más de 30.000 personas activas en las mismas. Con ninguna de ellas, aparte del ELN, ya sean disidencias de las FARC-EP u otras estructuras movilizadas hacia la violencia o herederas del paramilitarismo, ha habido avances sustanciales. Esto, además, se inscribe en una lógica de procesos estancos, con diferentes equipos negociadores y calendarios, junto con heterogéneos intercambios y aspiraciones, que alimentan un clima de confusión y descrédito generalizado y altamente contaminado por las adversidades que transcurren, en particular, con uno o con diferentes actores armados.
En segundo lugar, los escasos incentivos del actual ELN, con más recursos económicos, más combatientes y mayor presencia territorial que en 2018, quedan sepultados si, por otro lado, se observa el bajo nivel de cumplimiento del Acuerdo con las FARC-EP, la violencia dirigida hacia sus excombatientes o líderes sociales, o el nefasto resultado electoral que la otrora guerrilla ha obtenido como formación política. Por último, estaría el escenario de polaridad partidista, azuzado por una guerra del conglomerado de medios contra el partido que gobierna, y la nula articulación de mayorías en el Congreso para avanzar en los elementos centrales de la agenda del Ejecutivo. Un elenco de razones que invitan a que el horizonte en el mediano plazo quede copado de pesimismo por la sombra de una violencia indómita que vuelve a ser muy alargada para Colombia.
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