Dominio público

Apología (escéptica) del bilingüismo

Joan Garí

JOAN GARÍ

07-16.jpgUna cosa positiva que ha tenido el Manifiesto por la lengua común de Savater y compañía es que ha permitido volver a hablar en España de qué son y –sobre todo– para qué sirven las lenguas. No cometeré la ingenuidad de recordar aquí que una lengua es, ante todo, un vehículo de comunicación. Si pretendiera obviar las cargas emocionales y simbólicas que arrastran las lenguas todo el episodio del Manifiesto, que aún colea (y lo que te rondaré, morena), sería estrictamente incomprensible.

Para empezar todas las lenguas son comunes. Lo son, al menos, entre sus hablantes. Esto no impide que, además, cada lengua sea propia de un territorio: el castellano de Castilla, el inglés de Inglaterra, etcétera. Si me apuran, reconoceré que, a menudo, la consideración jurídica de una lengua como propia es un mecanismo de defensa. El francés en Quebec o los idiomas de las repúblicas bálticas: en un mar anglófono o rusófono, los idiomas pequeños proclaman su voluntad de pervivir –su derecho a la vida. Algo de eso ocurre con los idiomas españoles distintos del castellano, que deben bregar con la poderosa vecindad del gigante hispánico.

Los promotores del Manifiesto saben todo esto. Son gente preparada, a veces brillante. Por eso, muy hábilmente –poniéndose la venda antes que la herida–, han apacentado su rebaño argumentativo hacia la defensa de los "derechos individuales". La "libertad de elección de idioma", digamos. Y, en ese punto, es imposible no estar de acuerdo. ¿Qué menos, en este mundo de imposiciones y normativas, que poder elegir el idioma que uno quiere usar, en el que quiere ver escolarizados a sus hijos, en el que quiere amar (y ser amado), en el que quiere ver escrita su última voluntad? Cargados de razón, a fe. Pero me permitiré un importante matiz.

Elegir es escoger. Y se escoge entre una o más cosas (o personas). No se puede escoger si sólo hay una cosa en perspectiva. En el caso de los idiomas, es evidente: yo puedo escoger, en Cataluña (o en Baleares, o en Valencia), entre castellano y catalán, siempre y cuando esté alfabetizado en ambos idiomas. Si sólo sé castellano, pongamos por caso, no escojo en realidad: la lengua –mi única lengua– me escoge a mí.

De ahí la importancia de garantizar que toda la población en las autonomías bilingües sepa los dos idiomas oficiales: el propio del territorio (es decir, el que nació allí y allí se desarrolló históricamente) y el castellano (que nació y se desarrolló en Castilla –donde le es propio– pero luego se exportó, pacífica o violentamente, a los otros dominios lingüísticos de la península). Para que todo el mundo pueda escoger, todo el mundo debe saber. Parece simple y, en realidad, lo es. De ahí, por ejemplo, los programas de inmersión lingüística en Cataluña: como han venido demostrando todos los estudios hasta la saciedad, sólo los alumnos que cursan todas sus asignaturas en catalán saben a la perfección, cuando acaban el período de escolarización obligatoria, el catalán y el castellano. Sí: también el castellano (y mejor que los monolingües, según las estadísticas).

Dicho de otro modo: el monolingüismo es un enemigo de la libertad de elección. Sólo el bilingüismo –o el plurilingüismo– nos asegura que esa libertad –sagrada, como todas las libertades– pueda ejercerse con plena propiedad. Por otro lado, no creo que deba extenderme en las virtudes de dominar varios idiomas. No sólo el sujeto plurilingüe tiene una visión más abierta y tolerante de la realidad, sino que su percepción de los derechos de los demás es mucho más positiva. Mi libertad (también mi libertad de elección) acaba donde empieza la del otro.

Por todo esto, no es difícil concluir que el monolingüismo es una rémora que debería considerarse a extinguir. En el mundo de hoy –en la Europa de ahora mismo– saber sólo castellano (que es lo que les ocurre a la mayoría de los españoles y a una parte no desdeñable de los que viven en autonomías bilingües) es una reliquia más propia del "¡que inventen ellos!" que de un país que presume de ser la octava potencia económica mundial.

No sólo es que los españoles no sepan idiomas (ni catalán, ni inglés, ni alemán ni nada): es que, a lo que parece, no tienen la menor voluntad de aprenderlos. Por lo menos, algunos españoles (quizá los más adictos a ese toro patrocinado por una bebida alcohólica, por no hablar de otros animales igualmente racionales, como la simpática cabrita de la Legión).

Señor Fernando Savater: usted no puede ejercer la libertad de elegir entre castellano y euskara porque usted, como todo el mundo sabe, no tiene ni idea de euskara. Quizá si el franquismo no lo hubiera prohibido en nombre de las mismas emociones que usted legitima (la España monolingüe, uninacional y olé) usted hubiera sido alfabetizado también en ese idioma y ahora, siendo bilingüe, podría realmente optar. Pero no es el caso.

Dicho todo esto, me gustaría acabar recordando que no tengo la menor esperanza de que los lectores de este artículo que no tengan un mínimo espíritu liberal y sepan ver más allá de los más rancios tópicos españolistas se convenzan de mis argumentos. Cuando hablamos de idiomas, estamos tocando las vísceras. Nadie va a convencer a nadie. Pero lo que tampoco sería razonable es que una campaña patrocinada por un periódico ultra para atacar al partido en el gobierno por el leso pecado de no ser nacionalista nos hiciera perder un minuto de sueño. El que tenga ojos para ver, que vea. Y los demás, bienvenidos al denso continente (monosémico) de la ceguera.

Joan Garí es escritor. Su última novela es La balena blanca

Ilustración de Iván Solbes 

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