Dominio público

Superar el militarismo para generar seguridad

Jordi Armadans

Politólogo, periodista y director de FundiPau (Fundació per la Pau)

Jordi Armadans
Politólogo, periodista y director de FundiPau (Fundació per la Pau)

Mientras escribo este artículo, me asaltan varias noticias sobre la resaca de la borrachera inmobiliaria vivida.

Por un lado, otro macabro episodio de una auténtica epidemia social: esta vez, ha sido un matrimonio de jubilados de Calvià el que, ante la amenaza del desahucio, ha decidido suicidarse. Por otro, una brizna de esperanza: la admisión a trámite de la ILP en el Congreso, cuándo todo apuntaba que no sería así.

¿Y, estas noticias, tienen algo que ver con el tema del artículo que me han pedido en Público sobre la política de seguridad y defensa en España? Aparentemente, no. Pero, en el fondo, sí. Y mucho. Porque nos permiten evidenciar, de forma precisa, la teoría que vamos a desgranar: que la seguridad va mucho más allá de la defensa militar.

En general, la concepción mayoritaria y tradicional es que ‘un país seguro’ es aquél que está dotado de capacidades militares: un buen ejército, financiado con abundante dinero, participado por muchos y bien preparados soldados y dotado del último grito en sistemas de armas.

También, está claro, eso sucede en España. Pese a que es habitual escuchar al Ministerio de Defensa quejarse del escaso presupuesto, lo cierto es que si se cuenta bien el gasto militar es mucho más elevado. Durante muchos años, el presupuesto público en investigación científica era, bajísimo, pero altamente militarizado. La exportación española de armas en el período 2007-2011 alcanzó la séptima posición en el ranking mundial. Muy por encima, salta a la vista, del peso económico español.

El ministro Morenés —buen conocedor y hacedor de la industria militar, por haber participado durante varios años en ella— se muestra más activo que nunca en la búsqueda de conseguir nuevos compradores, aunque sea a costa de vulnerar la legislación vigente: en el caso de Arabia Saudí, no sólo con varios viajes sino introduciendo cambios legislativos que así lo permitan. En la Directiva de Defensa Nacional, aprobada en Julio de 2012, eso ya se anunciaba: ‘En los términos actuales, la permanencia y desarrollo de la misma hace precisa la asistencia a esta en su presencia internacional, especialmente en la penetración en mercados que por su especificidad observan garantías mayores con el respaldo de Estado a Estado’.

Sufrimos un secuestro del concepto de seguridad. Una amputación de su significado. Y, de ello, se derivan unas políticas simplistas. Y, además, ineficaces y contraproducentes.

Porque, si bien desde 1998 hasta 2010 el gasto militar mundial se incrementó con un promedio anual del 4,5% hasta llegar a la cifra de 1,74 billones de dólares en 2011, ¿Ha hecho esto más seguro el mundo? ¿Ha evitado conflictos armados? ¿Ha reducido los actos del terrorismo yihadista, uno de los pretextos actuales para mantener toda esta maquinaria de guerra? ¿Ha evitado alguna de las 526.000 muertes que se producen cada año por violencia armada?

Hay que preguntarse cuáles son, de verdad, las amenazas que azotan la vida de millones de personas en el mundo. La respuesta es clara: el hambre, la pobreza extrema, la falta de asistencia sanitaria, la falta de agua potable, la contaminación, etc. Nada de ello se resuelve, afronta o soluciona con la visión tradicional de la defensa: gasto militar, ejércitos, armas.

Fijémonos, que este análisis era plenamente vigente hace una década. Pero, desde una cierta ignorancia hacia los problemas de la mayoría de la humanidad o desde una actitud egoísta, podíamos pensar que los daños colaterales de la seguridad militarista no llegaban a Occidente.

Pero, ahora, en el contexto de una grave crisis económica, esa ficción de lejanía se rompe: mientras nos alarman los suicidios por desahucios o la reducción del gasto en sanidad y educación, observamos como el gasto militar en 2012 se incrementó un 16,88%.

Si queremos invertir en seguridad debemos tomarnos en serio la lucha contra la pobreza y la desigualdad, comprometernos a fondo con los derechos humanos (por ejemplo no ayudando, armando o facilitando la vida a dictadores), asumiendo el fortalecimiento y democratización de las instituciones globales multilaterales, regulando la proliferación y el descontrol de las armas, etc. En resumen, priorizar la prevención de los conflictos en vez de preparar la respuesta militar a los mismos.

La seguridad real, humana, sostenible y seria, trasciende y supera la estricta dimensión militar. Y la política de seguridad, por sus enormes consecuencias sobre la vida de personas y pueblos, es algo demasiado serio como para dejarlo en manos, solo, de militares y empresarios de armas.

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