Dominio público

Locos a la intemperie

Guillermo Rendueles

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Guillermo Rendueles
Psiquiatra y ensayista
Ilustración creada por Adrienne Yancey para opensource.com

En medio del reciente temporal, pensaba —a refugio y caliente— cómo sobrevivir a esa otra tormenta de la historia que nos arroja a lo inhóspito de un mundo gobernado por la economía liberal. Los centros de salud son precisamente espacios que frente a la desgracia ofrecen consuelo, refugio y, en el mejor de los casos, cura. Nacieron para eso mucho antes de que las revoluciones científico-técnicas los dotasen de las potencias tecnológicas que hoy conocemos. De ahí las dificultades de ahormar la práctica médica a la rentabilidad económica o contextualizar la relación médico-paciente en las "heladas aguas del cálculo egoísta", como pretenden los gerentes sanitarios cuando predican la privatización.

En el estado de malestar que padecemos, el campo psiquiátrico escucha los sufrimientos difusos —el mal dormir, el mal humor, el mal vivir— y los dolores de cuerpo o alma que no son recogidos en otras instituciones. Por eso hay miles de personas que, carentes de vínculos reales, psiquiatrizan sus vidas porque encuentran en el centro de salud mental la relación más sólida y la escucha más cordial en un mundo líquido y sordo. De ahí la crueldad de una privatización que con criterios gerenciales anule como "casos no psiquiátricos" su atención o reduzca a mínimos el tiempo de atención que merecen estos "trastornos psíquicos menores" que según ellos tantos dineros sin rentabilidad nos cuestan.

Pero el horror aumenta si también se reducen los programas de atención a los pacientes psicóticos que antaño poblaban los manicomios. El cierre de los manicomios no fue un proceso normal de cese de demanda como el de los sanatorios antituberculosos tras los tratamientos antibióticos. Por desgracia las curas con psicofármacos o psicoterapias no permitieron dar altas por curación. La mayoría de las enfermedades mentales siguen un proceso de cronicidad generalmente ya inseparable de la biografía del paciente. Por eso cerrar los manicomios no fue un proceso consensuado, sino que se produjo como resultado de unas "guerras psiquiátricas" que llenan la historia cultural del fin de siglo pasado.

Por un lado, un grupo de psiquiatras que veíamos en los asilos la caricatura de unas instituciones que, junto a los cuarteles o las cárceles, formaban un panóptico que lejos de encerrar a las personas para cumplir sus fines manifiestos —rehabilitar, curar, enseñar a guerrear— estaban destinadas a aniquilar la identidad de sus internos y hacerla sumisa al resto de la sociedad ("si no obedeces acabarás en el manicomio", o la no menos popular, "ya te enseñaran —a obedecer— en la mili).

Frente a ese movimiento anti-manicomial se alineó lo más granado de la psiquiatría académica, que afirmaba a coro la necesidad de un asilo para unos pacientes con defectos afectivo-cognitivos que los hacían inadaptables a una sociedad industrial con conflictos de intereses permanentes en su población

"¡Abajo los muros de los asilos!" fue uno de los gritos de los pronunciamientos del ‘68 que, a diferencia del que clamaba contra las prisiones que no cesan de metastatizarse, tuvo éxito: nadie defiende hoy la reapertura del manicomio. Pero los sufrimientos de los psicóticos de hoy y los que se avecinan no se deben a los éxitos de ese proyecto sino a sus fracasos. El primer fracaso tuvo que ver con el optimismo: al salir o no entrar en el manicomio la psicosis no remite, sino que adquiere una cronicidad necesitada de tratamiento y rehabilitación permanente lo que supone obviamente equipos de tratamiento biopsicosocial.

Las otras dos predicciones incumplidas más que errores son apuestas perdidas por la razón crítica. Suponíamos los anti-institucionalistas que los pacientes mentales al salir del manicomio serían bien acogidos por redes sociales espontáneas que los reintegrarían en espacios comunitarios y los adaptarían a la razón común. Los pacientes mentales fueron recibidos por el contrario con un rechazo hipócrita sintetizado por el acróstico "No en Mi Puerta de Atrás": los centros para enfermos mentales o los pisos protegidos están bien con tal de que no los pongan cerca de mi vivienda porque su precio puede bajar aún más.

Respecto al trabajo, nunca pudimos presenciar aquella bonita imagen que daba fin a la película-manifiesto de Bassaglia Locos de desatar en la que un paciente se integra en una fábrica apoyado por trabajadores y sindicatos. El porvenir de aquellas desilusiones generó que los psicóticos debían vivir en familia, un lugar en el mundo que desde nuestra teoría jamás se vio como terapéutico. Cuidar y ser cuidado por los padres de por vida —los psicóticos raramente se casan— genera una sobreimplicación afectiva que sobrecarga a unos y descompensa a otros. Asociarse, ayuda a llevar la carga y desde los centros de salud (saturados por trastornos psiquiátricos menores) tratamos con poco éxito (las terapias químicas o psicológicas tienen más curaciones en los artículos científicos que en la realidad) de limitar la devastación que la enfermedad produce, pero los enfermos envejecen sin lograr autonomía suficiente para no necesitar protección en un mundo despiadado.

La deriva "natural" de los psicóticos que envejecían fue hasta hace una década haber evitado el manicomio para ingresar muy precozmente en el asilo para viejos o bien vivir en soledad visitados en el mejor de los casos por médicos o trabajadores sociales.

Contra esa evolución, hasta ayer, los colectivos psiquiátricos reclamábamos del Estado la creación para estos pacientes de cientos de lugares de vida (pisos más o menos tutelados), junto a la puesta en marcha de centros de trabajo protegidos y remunerados lejos del mercado.

El futuro aciago que los recortes y la privatización de los Centros de Salud Mental ofrece a los jóvenes psicóticos les hace envidiar ese destino asilar porque les condena a lo inhóspito: a tratamientos intermitentes y baratos, al riesgo de "socializarse" con los sin hogar por mor de la hipoteca, al vagabundeo y la mendicidad interrumpida por temporadas de cárcel (un cuarto de las "camas penitenciarias" están ocupadas por pacientes mentales).

Las guerras psiquiátricas de hoy ya no son ideológicas como las de ayer. Hoy nadie discute la bondad del modelo comunitario de atención, sino si somos lo suficientemente ricos para permitírnoslo. Lo malo de continuar con la atención psiquiátrica es que exige dinero público muy abundante y voluntad de resistir la guerra entre pobres que excluye a los más débiles. No son tiempos pues de soñar con esos avances sino de conservar esos espacios-tiempos de escucha y refugio que habíamos logrado. Defender y resistir frente una ciencia lúgubre que con sus recetas contra la tormenta mercantil de privatizar y rentabilizar la salud mental dejara desafiliados y a la intemperie a un tercio de la población española.

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