Dominio público

La universidad inconstitucional de los expertos

Sebastián Martín

Profesor de Historia del Derecho de la Universidad de Sevilla

Sebastián Martín
Profesor de Historia del Derecho de la Universidad de Sevilla

La pasada semana, el ministro de Educación, José Ignacio Wert, se reunió con dirigentes autonómicos para debatir las propuestas de reforma del sistema universitario español formuladas por una "Comisión de Expertos" nombrada al efecto. En el encuentro se decidió que, antes de seguir debatiendo tales propuestas, conviene cerciorarse de su constitucionalidad, pues, a tenor del voto particular planteado por los juristas de la citada comisión, Óscar Alzaga y Mariola Urrea, existen razones fundadas para dudar de ella.

Con todo, no cabe desechar de plano el dictamen de los expertos. En sus más de ochenta páginas abundan las consideraciones atendibles y la propuestas beneficiosas para la universidad española. Se parte en él de la premisa fundamental, preterida por el Gobierno, de que los fondos dedicados a la enseñanza superior y a la investigación "constituyen una inversión más que un gasto". Y se tiene además presente una constatación decisiva: tanto en financiación pública de la educación superior como, más concretamente, en becas y ayudas al estudio, España se encuentra por debajo de los países de la OCDE, desfase a todas luces injustificable.

El dictamen contiene además una apuesta firme por colocar la investigación de calidad en el centro de la reforma. Considera necesaria la captación y promoción de los "jóvenes brillantes" con vocación académica, prefiere la valoración cualitativa, en vez de cuantitativa, de los resultados investigadores y aboga por una mejor retribución de los tramos de investigación. Denuncia asimismo la creciente burocratización de la universidad española y condena la constante dedicación del personal docente e investigador (PDI) a tareas administrativas.

El valor de algunas de sus propuestas no permite, sin embargo, suscribir los aspectos básicos de la reforma planteada ni el modelo global de universidad en que se inspira.

Como pone de manifiesto la adenda de los juristas, el sistema de gobierno propuesto atenta gravemente contra el derecho fundamental a la autonomía universitaria. Ahora bien, acaso no lo haga tanto por la relevancia concedida a las Comunidades Autónomas como por su nítida tendencia privatizadora.

El dictamen recomienda la creación de un "Consejo de la Universidad", organismo presidido por una persona extrauniversitaria y encargado de la elección del rector. El Consejo se compondría, como máximo, de 25 individuos, el 50% de los cuales habría de ser elegido por el Claustro, incluyendo a un estudiante y a un miembro del personal de administración y servicios (PAS), otro 25% por la Comunidad Autónoma y el 25% restante por los grupos (claustral y autonómico) previamente constituidos.

De este modo, hasta el 50% del Consejo podría estar conformado por miembros externos a la propia universidad. Cierto es que la necesidad de garantizar una "mayoría de académicos" obligaría a elegir, en los dos cupos del 25%, a un número determinado de profesores, propios o extraños a la universidad en cuestión, que, añadidos a los elegidos por el Claustro, sumasen más de la mitad de los votos. Aun así, la presencia irrisoria de estudiantes y PAS y la muy ajustada del profesorado propio inclinan a pensar que el principal órgano de gobierno carecería de representatividad suficiente, algo que afectaría a la democracia interna de la corporación universitaria, pero también a la eficiencia de su gobernación.

El 50% no elegido por el Claustro estaría formado en todo caso por "personas de elevado prestigio". En lugar de un órgano representativo, los expertos proponen, pues, un colegio basado en el mérito y la excelencia de sus componentes. ¿Garantiza eso su independencia y buen hacer? Los juristas de la comisión han señalado, no sin razón, el "serio riesgo" de que el cupo autonómico se traduzca en control ideológico y en el partidismo de la universidad. Junto a este evidente peligro, otro riesgo no menor para la autonomía universitaria se encuentra en la incompatibilidad entre la pertenencia al Consejo y la ocupación de un cargo público "dentro de los cuatro años anteriores". Diríase que no interesa tanto el "prestigio" objetivo de los miembros no electos por el Claustro cuanto su procedencia del ámbito privado.

De instaurarse semejante Consejo, se abrirían definitivamente las puertas del gobierno universitario al sector empresarial. Podría ocupar buena parte de la representación y formar mayorías con facilidad. Por eso sorprende la ingenuidad –o la mala fe– de los expertos cuando afirman que, mantenida la "mayoría académica", se garantiza la "autonomía universitaria", como si los profesores estuviesen abocados a decidir siempre en bloque y como si los numerosos miembros del ámbito privado, aun siendo minoritarios, no pudiesen decantar mayorías estables.

Con lenguaje emotivo y falaz, los expertos describen su propuesta como una saludable incorporación de "la sociedad civil al gobierno de las universidades". Se ve que para ellos no ha pasado el tiempo desde que los liberales decimonónicos identificaran la "sociedad" con "el tercer estado". En un régimen democrático e igualitario, como supuestamente es el español, reducir "la sociedad civil" a un conjunto de profesionales prestigiosos del ámbito privado o académico resulta a todas luces inaceptable. ¿No pertenecen acaso a esa misma sociedad civil, quizá hasta con mejores títulos, los miembros destacados de movimientos sociales y ciudadanos?

Por lo demás, el propio Tribunal Constitucional, en su sentencia 26/1987, justamente invocada por los juristas disidentes, ya consideró contraria a la autonomía universitaria esa injerencia de los poderes económico-privados disfrazada de "participación de los intereses sociales" en el gobierno de la universidad.

El dictamen empeora cuando trata la figura del rector. Recuérdese que lo elegía este "Consejo de la Universidad" privatizado y mediatizado por los partidos, y lo podría hacer seleccionando a un académico "externo a la universidad", es decir, ajeno a la institución que habría de gobernar. Entre sus potestades figuraría la de contratar directamente, sin proceso previo de selección nacional, a catedráticos y titulares en régimen laboral. Con semejante prerrogativa se pretende facilitar la "captación del talento", incluido el internacional. Sin embargo, en el presente escenario de carestía, dada la composición del Consejo y conocido el contexto sociopolítico español, en lugar de garantizarse la "excelencia" del profesorado universitario, con esta vía de contratación solo se allanaría el terreno a la colocación discrecional de clientelas, tanto del partido en el gobierno autonómico como de las corporaciones privadas con presencia en el Consejo.

Pero esto no es lo más grave. Según vuelve a poner de relieve el voto de Alzaga y Urrea, el tránsito hacia la "desfuncionarización" que estos puestos laborales facilitan supondría un grave quebranto a la libertad de cátedra, garantizada por la inamovilidad que lleva aparejada la condición de funcionario. En un país de propensión tan banderiza como España, colocar la contratación del personal docente en manos del rector, concediéndole solo un estatuto laboral, crearía las condiciones institucionales perfectas para contar con un profesorado políticamente cautivo.

En un acto de fundamentalismo ideológico, los expertos seguramente considerarán que la estabilidad en el empleo desincentiva la producción científica y la competitividad. Descuidan con ello que la labor investigadora necesita de la permanencia a largo plazo y culpablemente olvidan, acaso empezando por ellos mismos, la multitud de catedráticos con admirable producción y los casos, no menos numerosos, de profesorado laboral que no logra despegar académicamente pese a la presión de las circunstancias. Pero, sobre todo, desprecian lo más crucial: que la inamovilidad del empleado público es una garantía frente al poder, es decir, una condición de libertad e independencia, necesaria para un goce pleno de la libertad de pensamiento en el ámbito académico.

El dictamen, con todo, sigue conservando la figura de catedráticos y titulares funcionarios. Basándose en un falso problema (la creciente bolsa de acreditados sin plaza), lo hace proponiendo una "acreditación pública nacional", que no es más que un regreso enmascarado al costoso, ineficiente y poco equitativo sistema de habilitaciones desechado hace años. Señalan los expertos que su primer propósito al proponer reformas como esta ha sido "prevenir la endogamia". Sin embargo, el sistema de "acreditación nacional" propuesto, lejos de prevenirla, la refuerza, pero a escala estatal y a nivel de las escuelas nacionales hegemónicas, con mayor probabilidad de contar con mayorías en las "comisiones de selección".

Si todavía rigen los principios constitucionales del sistema político español, la Abogacía del Estado deberá considerar inadmisibles tanto el régimen de gobierno universitario propuesto como la figura de catedráticos y titulares laborales. Pero lo que riñe con los fundamentos de un Estado social y democrático va más allá. Se trata del modelo global de universidad que subyace al dictamen, impregnado de neodarwinismo, mercantilizado hasta las entrañas y fundado por entero en el principio elitista y autoritario de la jerarquía.

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