JUAN FRANCISCO MARTÍN SECO
Resulta difícil entender por qué la estabilidad presupuestaria se ha convertido en una especie de tabú que nadie está dispuesto a violar. Se habla de postura ortodoxa, pero ¿desde cuándo la economía es una religión, con su correspondiente dogma, que es necesario acatar?
Si hay alguna ciencia (por catalogarla de alguna forma, aunque quizás le cuadraría mucho mejor la denominación de arte) obligada a ser flexible y maleable, esa es la economía, porque tiene que adaptarse a las circunstancias y estas raramente se repiten. Lo que suele ser conveniente en épocas de auge económico, puede ser contraproducente en momentos de recesión. Un ejemplo clarísimo es el de las finanzas públicas.
Los datos de déficit o superávit tienen una significación diferente según nos encontremos en una época de fuerte crecimiento o de depresión. Ello es tan así que la teoría económica ha acuñado un concepto que, si bien tiene su origen en el keynesianismo, ha terminado por ser utilizado por todo el mundo, el de los estabilizadores automáticos. Consisten en una serie de magnitudes que –se supone– varían sin intervención discrecional de los gobiernos, al unísono del ciclo económico. La recaudación de la mayoría de los impuestos crece mucho más en los tiempos de prosperidad económica que en los de crisis y, a su vez y en sentido contrario, en momentos de dificultades económicas deben dispararse los gastos sociales, en especial el subsidio de desempleo.
Tanto el vicepresidente económico como el gobernador del Banco de España han declarado que es conveniente dejar actuar a los estabilizadores automáticos, sin adoptar medidas discrecionales. Es decir, permitir que el déficit sea el que tiene que ser. Por eso resulta contradictorio que, poco después, hayan defendido la necesidad de ajustes en el gasto público o, lo que es lo mismo, medidas para compensar y restringir la actuación de los estabilizadores automáticos. Dejar actuar a estos no solo es oponerse a medidas tales como subvencionar a los transportistas o ayudar a los constructores, sino también a los ajustes presupuestarios de todo tipo. Hay que preguntarse si la forma de luchar contra la crisis económica no es precisamente la de mantener una actuación expansiva del sector público, lejos de esa política de austeridad que, con un sentido casi monacal, predican algunos políticos. En un momento en que la iniciativa privada se encuentra bajo mínimos, al sector público le incumbe compensarla con medidas expansivas o, al menos, dejando actuar a los estabilizadores automáticos.
Por otra parte, sería conveniente ponerse de acuerdo sobre el concepto de estabilidad presupuestaria. Al igual que la estabilidad de precios no consiste en mantener en todo momento una tasa de inflación cero, tampoco la estabilidad presupuestaria debe consistir en mantener un déficit cero en cualquier época. En ese sentido, la ley aprobada por el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero ha sido mucho más coherente que la que en su momento elaboró el Gobierno del PP, ya que entiende la estabilidad presupuestaria como una tendencia a lo largo del ciclo económico en el que se compensen los déficits (en épocas de crisis) con los superávits (en momentos de auge).
Sin duda el mayor riesgo del déficit público radica en la posibilidad de entrar en un proceso explosivo de autoalimentación, en el que las cargas financieras se van acumulando haciendo cada vez más acusado el desajuste. Pero precisamente de este hecho surgen dos conclusiones fundamentales. La primera es que todos los déficits no son iguales. Determinadas partidas de gasto público son autofinanciables en el futuro, es decir, van a generar ingresos al menos en cuantía suficiente para cubrir los gastos financieros y las amortizaciones de la deuda contraída para afrontarlos.
La segunda conclusión es que a la hora de juzgar la estabilidad presupuestaria habría que atender más al stock de deuda pública que al déficit. El objetivo podría consistir en hacer que esta última variable oscilase alrededor de un porcentaje determinado del PIB, lo que puede conseguirse sin necesidad de tender al déficit cero, ya que el PIB nominal también se incrementa año a año. Supongamos que el porcentaje de referencia es el marcado por Maastricht, del 60%, y que el crecimiento medio anual en términos nominales sea del 4% –tasa más bien exigua para España con un potencial de crecimiento mayor–; unos sencillos cálculos nos indican que el déficit público podría oscilar alrededor del 2,4% (en momentos de recesión más y en períodos de auge menos), sin que el porcentaje sobre PIB de la deuda pública se alejase tendencialmente del 60%.
Nuestro país cuenta con un margen significativo en materia de finanzas públicas. Es cierto que el margen sería bastante mayor si en las etapas de auge económico no se hubieran llevado a cabo diversas reformas fiscales con un alto coste para el Tesoro Público. Pero, así y todo, el stock de deuda pública no llega al 36% del PIB, mucho más bajo que el porcentaje del 60% establecido en Maastricht.
Durante los pasados meses, el Gobierno no ha parado de afirmar que estábamos en mejor situación que el resto de los países europeos gracias a unas finanzas públicas muy saneadas. Era mentira y verdad. Mentira, porque nuestra situación era bastante peor debido al endeudamiento privado, al déficit exterior y a la burbuja inmobiliaria. Verdad, porque nuestras finanzas públicas estaban saneadas, pero ¿de qué nos sirven si, presos de un dogmatismo mal llamado ortodoxo, nos negamos a utilizarlas? Países como Francia y Alemania no han dudado en permitir en los momentos críticos un déficit elevado, superior incluso al 3% establecido como límite por la UE. ¿Qué problema hay en que nuestro déficit público llegue al menos a ese nivel?
Juan Francisco Martín Seco es economista
Ilustración de Patrick Thomas
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