Dominio público

¿Por qué no hablar de autodeterminación?

Carlos Taibo

CARLOS TAIBO

Ya he tenido en estas mismas páginas la oportunidad de subrayar que, en relación con el conflicto que afecta en estas semanas a una parte del Cáucaso occidental, es difícil sumarse a las razones que han aducido los contendientes implicados. Si sobran los motivos para repudiar la activa presión imperial que Washington ejerce en un lugar muy sensible, nada invita a reírle las gracias a una Rusia que opera como inmisericorde matón regional. Hay, con todo –y al cabo a esto voy–, un segundo hecho que debería provocar creciente incomodidad. Me refiero al olvido sistemático que gobiernos y expertos muestran en lo que hace a las presuntas querencias de las poblaciones afectadas, siempre ninguneadas en provecho de discursos, interpretaciones y operaciones militares que colocan a los Estados en primer plano.

Vayamos, aun así, por partes y empecemos subrayando lo que resulta evidente: está claro que Rusia, de la mano de sus reconocimientos de Osetia del Sur y Abjazia, ha seguido la estela que muchas potencias occidentales dieron por buena, en relación con Kosovo, el pasado febrero. No sólo eso: Moscú, que ha cancelado de esta suerte su aparente pureza reivindicadora de las normas del Derecho Internacional, ha empleado el mismo lenguaje y la misma argumentación vertida entonces por esas potencias. Hora es esta de señalar, sin embargo, la condición de las reglas del juego que unos y otros se han encargado de violentar pundonorosamente: apegadas al principio de integridad territorial, sólo dejan abierto el horizonte de la secesión en caso de previa aceptación de esta por el Estado afectado, lo que, a la postre, acarrea de facto un rechazo de cualquier perspectiva de autodeterminación. Importa subrayar que al amparo de la percepción que ahora nos interesa, orgullosamente estatocéntrica por mucho que con frecuencia haya respondido a honrosos propósitos, han cobrado cuerpo, y asumamos un egoísta ejercicio en busca de ejemplos, aberraciones como las que permiten que Israel impida la gestación de un Estado palestino en los territorios que ocupa ilegalmente –Marruecos hace lo propio en el Sáhara Occidental–, que Chechenia forme parte hasta el final de los tiempos de una Federación Rusa que poco más ha ofrecido a la población local que represiones y genocidios, o que muchos de los hiperdemocráticos países occidentales se permitan mirar hacia otro lado cuando escuchan demandas de autodeterminación que llegan de unas u otras partes de sus territorios.

Volvamos, con todo, a lo que hoy nos atrae y hagámoslo de la mano del recordatorio de que la marginación de las poblaciones afectadas y de sus opiniones es lo único en lo que parecen estar de acuerdo en estas horas Estados Unidos y Rusia. Tan de acuerdo, por cierto, como el Gobierno español y el principal partido de la oposición, orgullosos de su honrada, y al parecer nada interesada, apuesta en provecho de la integridad territorial y sus reglas. Obsérvese, si no, que en la abrumadora mayoría de los análisis al uso la textura precisa de los conflictos implicados no merece mayor atención. Pocos fueron, sin ir más lejos, los estudiosos que en febrero se refirieron a la delicada integración de la comunidad albanesa de Kosovo en los sucesivos Estados yugoslavos y serbios, agudizada por la represión desplegada desde Belgrado a partir de 1989; cuando uno escucha los argumentos, a menudo muy respetables, hilvanados por los detractores de la independencia kosovar tiene por fuerza que preguntarse cómo se hubiera verificado, dado el firme rechazo que suscitaba entre la mayoría abrumadora de la población local, la reintegración del país en Serbia. Algo similar cabe apuntar en relación con Osetia del Sur: ¿por qué un país artificialmente uncido –en virtud de las políticas de ingeniería étnica avaladas en la etapa soviética– a Georgia debería permanecer inexorablemente en ésta frente al criterio, de nuevo, de la mayoría de sus habitantes, separados, por si poco fuere, de los pobladores de la Osetia septentrional? Admitamos, en suma, que lo de Abjazia es harina de otro costal –los abjazios étnicos eran minoría en su propia república antes de las trifulcas de los cuatro últimos lustros– que nos emplaza, eso sí, ante la certificación de que a la hora de sopesar la condición de todos estos conflictos hay que analizar con mesura cuál ha sido la conducta, rara vez respetuosa de los derechos ajenos, de las autoridades –serbias y kosovares, rusas, georgianas y estadounidenses, surosetias y

abjazias– de unos y otros.

En semejante caldo de cultivo es obligado subrayar algo que, una vez más, ha escapado a la consideración de la mayoría de los análisis: tanto las potencias occidentales como Rusia han esquivado, en su argumentario, cualquier suerte de mención de algo que huela a autodeterminación. Mientras las primeras bien que se cuidaron de evitar que en Kosovo se organizase un referendo que permitiese calibrar el apoyo popular a la independencia, la segunda ha justificado sus reconocimientos de las independencias de Osetia del Sur y de Abjazia sobre la base de la impresentable agresión militar georgiana de semanas atrás, y no sobre la de un imaginable derecho de surosetios y abjazios a decidir su futuro.

Llega la hora de perfilar una conclusión somera: si parece ineludible criticar con radicalidad las interesadas acciones de las grandes potencias –que abrazan o no, según las conveniencias, el principio de integridad territorial de los Estados, conforme a una obscena doble moral–, algo tendremos que decir también de las poblaciones afectadas, de sus opiniones y, si así quiere, de sus derechos. De lo contrario estaremos dándole alas a fórmulas que las más de las veces tienen un inequívoco tufillo conservador y, nos cuenten lo que nos cuenten, una dudosísima condición democrática. Por eso las defienden con singular ahínco, dicho sea de paso, Washington y Moscú.

Carlos Taibo es Profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid

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