RAMON-JORDI MOLES i PLAZA
Entre los modernos riesgos que nos atemorizan de modo más o menos evidente (asociados a la seguridad alimentaria, a las epidemias globales, al cambio climático, al terrorismo global, a la crisis energética), aparecen otros que amenazan valores, que quizás, por menos materiales, son más difíciles de percibir. Entre ellos, el riesgo de pérdida de la cohesión social; es decir, el de generar fracturas que deriven en la marginación de grupos sociales.
Así, ciudadanos fracturados a causa de su edad, etnia, género, poder adquisitivo, residencia, práctica religiosa o sexual, por ejemplo, se ven marginados, a distintos niveles de los mecanismos del denominado Estado Social. De este modo, la precariedad laboral, el incremento de los índices de pobreza y de fracaso escolar, y el nivel irrisorio de las pensiones (recordemos la vergonzante situación de las viudas pensionistas) se ceban en colectivos abocados al extrarradio de lo social.
El fenómeno inmigratorio es, con frecuencia, ubicado también en el ámbito de los riesgos de pérdida de cohesión social. En realidad, la inmigración, per se, como fenómeno demográfico, no genera otros riesgos distintos a los que amenazaban, ya de antemano, a la sociedad de acogida. De este modo, una sociedad con problemas de mercado laboral, de salud pública, escolares o de vivienda, por ejemplo, los verá acentuados con la llegada de inmigrantes, más si estos pertenecen a grupos socialmente desfavorecidos en su origen: la inmigración no hace más que evidenciar cruelmente las disfunciones sociales preexistentes. Así, añadir a la condición de inmigrante la de pobre, analfabeto y anciano, por ejemplo, implica superponer en una misma persona diversos riesgos de exclusión social que ya existían en la sociedad de acogida antes de su llegada y que el factor inmigratorio no hace más que agravar. Seamos claros: el problema no es la inmigración; es la falta de políticas sociales efectivas en materia laboral, de vivienda, escolar, de pensiones; es, en resumen, la gestión ineficiente del Estado Social.
No siendo, pues, la inmigración un riesgo en sí misma, debería merecer por parte de nuestros poderes públicos un análisis sosegado, global y mucho menos demagógico que permitiera desarrollar políticas públicas capaces de aprovechar las oportunidades que este fenómeno genera.
La inmigración debería ser leída como una oportunidad para mejorar la gestión de nuestro mercado de trabajo; en realidad, es una excelente oportunidad para incorporar al sistema de la seguridad social nuevos contribuyentes en una sociedad progresivamente envejecida y, a la vez, favorecer un incremento de la natalidad.
En resumen, para mejorar, para competir en mejores condiciones demográficas, necesitamos inmigrantes legales, no clandestinos. En este sentido, algunas iniciativas como la contratación en origen han contribuido claramente a normalizar una situación que en algunos casos –como el de los temporeros agrícolas– rayaba
¿Cómo es posible entonces querer limitar la contratación en origen en un mercado de trabajo con importantes dificultades, a pesar del incremento del paro, para hallar mano de obra en algunos sectores? Sólo desde la demagogia –importante fábrica de votos– es posible defender, como hizo Le Pen desde la extrema derecha en Francia, la idea de la prioridad (que los españoles, en España, y los franceses, en Francia, van primero). Es preciso recordar que el mecanismo de la contratación en origen ha contribuido a reducir la inmigración clandestina y a paliar el déficit de mano de obra en nuestro mercado de trabajo. Es precisamente esta inmigración –la no clandestina– la que puede contribuir a normalizar un mercado laboral como el nuestro, lastrado por importantes desajustes y precariedades. Para ello sería deseable una mayor eficiencia de las administraciones competentes (autonómicas y estatal) en la gestión y coordinación de las oficinas responsables de detectar las zonas con déficit de mano de obra y, por tanto, de redirigir la demanda de trabajo a esas zonas.
Por otra parte, es preciso que la gestión de las políticas de inmigración radique en el poder local y no en unos ámbitos, el europeo o el estatal, que pueden ser útiles en el campo policial –aunque inmigración e inseguridad no son sinónimos–, pero no en el terreno de las políticas sociales, con clarísimas raíces de componente urbana y local.
Para ello es preciso fomentar y favorecer la capacidad integradora de la que nuestras ciudades plurales disponen y, así, prevenir el riesgo de pérdida de la cohesión como consecuencia de la acumulación de riesgos de exclusión social. Sólo desde la propia ciudad y desde el ejercicio autónomo de competencias locales es posible desarrollar políticas que eviten el desarrollo de suburbios marginales. Si bien las grandes políticas de infraestructuras requieren de tratamientos metropolitanos, las políticas sociales requieren a su vez de micropolíticas locales que sólo es posible desarrollar desde la aplicación del principio de subsidiariedad y desde una financiación local suficiente.
La gobernanza del riesgo de pérdida de la cohesión social, no del riesgo de la inmigración, que no existe, requiere atribuir a los municipios amplias capacidades y recursos de gestión. No parece, por el contrario, que reducir la financiación local y cuestionar la contratación en origen sean medidas eficaces en este sentido.
RAMON-JORDI MOLES i PLAZA es director del Centre de Recerca en Governança del Risc (UAB-UOC)
Ilustración de PATRICK THOMAS
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