JAVIER ROJO
La participación de las Comunidades Autónomas en las instituciones del Estado y de la Unión Europea es una vieja aspiración de aquéllas que ha ido concretándose paso a paso, aunque aún queda un largo camino por recorrer, como es el caso, por ejemplo, de la pendiente reforma del Senado. Y no es una aspiración gratuita, sino que forma parte de la lógica del sistema autonómico y debiera formar parte de una estrategia compartida para ir cerrando algunas de las insuficiencias de nuestro sistema territorial, en la línea de los Estados compuestos y complejos.
Esa lógica autonómica bascula entre dos posibilidades: un sistema dual en el que ambos poderes, estatal y autonómico, tienden a ignorarse, a actuar con independencia del otro o a enfrentarse a veces, y un sistema integrado, en el que, desde la autonomía de cada uno, se interrelacionan, cooperan y finalmente actúan en las políticas públicas. El sistema consagrado en nuestra Constitución, el desarrollo del mismo durante estos treinta años y la doctrina reiterada del Tribunal Constitucional en este sentido optan por la segunda posibilidad. Pues bien, habrá que avanzar en esa dirección con determinación y sin reticencias. Administrar la complejidad no es fácil, pero cuando se acierta en la solución y se hace de mutuo acuerdo, el conjunto y las partes se refuerzan.
A esta lógica respondió la modificación de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional para que los cuatro magistrados del Alto Tribunal que deben ser elegidos por el Senado lo fuesen de entre los candidatos presentados por los Parlamentos de las Comunidades Autónomas. No fue tampoco ésta una decisión gratuita. Respondió a una exigencia de lo que representan las Comunidades Autónomas. Y no sólo porque el Tribunal Constitucional dirime los contenciosos entre ambas instituciones y, por tanto, es aconsejable que en su seno convivan ambas sensibilidades. También porque la participación autonómica en la más alta institución judicial otorga a ésta una aún mayor credibilidad, fortalece la misma y, en definitiva, contribuye a una mayor integración del sistema.
Los Parlamentos de las Comunidades Autónomas cumplieron en el plazo previsto el mandato legal y remitieron al Senado un total de 23 propuestas de candidatos. Cabe entender que los Parlamentos seleccionaron a los mismos teniendo en cuenta los requisitos legales exigidos para el cargo, salvo prueba en contrario. De entre ellos, el Senado debe elegir a cuatro.
Cabe destacar que la reforma ha mostrado su eficacia y el procedimiento se ha revelado válido, a pesar de los augurios negativos que algunos expresaron al inicio de la reforma. La cuestión pendiente es la selección por la Comisión de Nombramientos del Senado y, por tanto, de los grupos parlamentarios, de los cuatro candidatos definitivos, propuesta que debe someterse al Pleno y recabar el apoyo de 3/5 de sus miembros. En este punto, merece la pena hacer algunas reflexiones.
Ante todo, manifestar el pleno respeto a las propuestas de los Parlamentos autonómicos. No sólo han cumplido con la legalidad, sino que han hecho sus propuestas ejerciendo democráticamente su función. Deben evitarse, por tanto, actitudes o decisiones que provoquen roces o choques de legitimidades, porque no ha lugar a ello.
La elección de los cuatro candidatos no debe suponer para nadie menoscabo de los méritos, capacidad e idoneidad de los restantes. La selección de los cuatro magistrados es el fruto de una exigencia legal muy concreta: deben concitar el apoyo de la mayoría de los grupos parlamentarios. Y, en todo caso, de los grupos Popular y Socialista. Por tanto, también aquí se deben evitar actuaciones que afecten a la honorabilidad personal y al prestigio de los candidatos. En consecuencia, la propuesta de la Comisión de Nombramientos debiera ser tal que garantice su aprobación en el Pleno por los 3/5 de los senadores, como nos exige la propia Constitución. En esto no hay atajos.
Debe evitarse que las instituciones, y de modo particular el Senado y sus miembros, queden dañadas en este tipo de procesos. La Cámara que presido tiene sus procedimientos de funcionamiento y a ellos debemos atenernos. Pero en el Senado también se hace política y ésta tiene sus propias reglas del juego. La eficacia de la política se mide por la capacidad de conjugar la necesaria discrepancia con la necesidad de llegar a acuerdos en aspectos trascendentales e institucionales. Y éste es el momento de la política.
No debemos escandalizarnos por el resultado de la práctica de consensos en ciertos ámbitos de la vida pública. Es más, es lo que los ciudadanos exigen a los partidos políticos. Apliquémonos por tanto a ello con paciencia y voluntad para el acuerdo. El resultado será positivo para todos.
El objetivo final es que las instituciones afectadas por este tipo de procesos salgan fortalecidas. El Senado tiene ahora la responsabilidad de aportar a su composición cuatro nuevos miembros que contribuyan a dar estabilidad y fortaleza a la institución. Cierto reposo, un diálogo intenso y lucidez para distinguir lo prioritario y esencial de lo accesorio y coyuntural son imprescindibles para llevar el proceso a buen puerto. Y buenas dosis de generosidad. Es decir, política de altura.
Es necesario dejar constancia de que las instituciones siguen funcionando. El Tribunal Constitucional sigue cumpliendo sus funciones con normalidad, incluso en cuestiones de gran trascendencia, en tanto se produce la renovación. No inventemos crisis donde no las hay. Y, en los problemas, actuemos con los instrumentos que nuestra estable democracia tiene acreditados como útiles y eficaces, porque, ante situaciones complicadas, soluciones, aunque puedan parecer imperfectas.
Javier Rojo es presidente del Senado
Ilustración de Iván Solbes
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