Dominio público

Retrato robot del recesionista

Mercedes Cebrián

MERCEDES CEBRIÁN

11-02.jpgAl igual que durante el tardofranquismo era común y fácilmente retratable la figura del Rodríguez –hombre casado de mediana edad que ha de trabajar en agosto mientras la señora y los niños veranean en Cullera–, y en los noventa el BoBo o burgués bohemio se convirtió en un claro prototipo hallable en cualquier ciudad, desde hace escasos meses contamos con la recién aparecida figura del recesionista. Pero, atención, no nos olvidemos de que, parafraseando aquel añejo eslogan del Ministerio de Hacienda, el recesionista somos todos.

Un hipotético documental acerca de sus usos y costumbres, y de las modificaciones que estas han sufrido respecto de una añorable etapa anterior en la que aún no padecía su condición actual, nos llevaría enseguida a la cocina de este sujeto y, una vez dentro, a abrir la puerta del frigorífico para investigar su contenido. Al mirar en su interior nos dará la impresión de que alguien le ha dado una manita de cal viva, si no visual al menos metafórica, puesto que las marcas blancas, que según el informe Nielsen suponen hoy en España un 39% de la compra en el supermercado, se han hecho con él, así como con su alacena y sus armaritos de cocina.

Las costumbres del recesionista en relación con la comida en tanto que actividad social también están experimentando cambios. Las cenas de fin de semana, como en un regreso a los hábitos de los primeros años de facultad, vuelven a celebrarse en el chino del barrio. Rectifico: en el asiático del barrio, que ahora sirve, además de los clásicos wen-tun frito y chop suey de gambas, pollo Teriyaki y sopa de miso, tratando a duras penas de adaptarse a las tendencias gastronómicas imperantes. En el subapartado "mundo gourmet", en el que se emplaza ese aperitivo que uno sirve en casa a un grupo de amigos cuando ya ha cumplido los cuarenta, comprobamos que el caviar no es de esturión sino de mújol, el pulpo en vinagreta se ha transformado en un sucedáneo llamado potón y ni el jamón ni el lomo probaron nunca la bellota durante su antigua vida porcina.

Acudamos a la peculiar manera de clasificar el mundo que emplean los grandes almacenes para anunciar los cambios que se detectan tanto en la sección textil como en la de menaje-hogar del recesionista. Sobre su sofá vemos una manta para la siesta con el logo de una línea aérea: lo que en su día suponía solamente una pequeña perversión –todos sabemos que la manta de avión, de tan poliestérica, suelta chispas con sólo mirarla–, ahora puede haberse convertido en una necesidad. Lástima que los cubiertos de las aerolíneas ya no sirvan ni para pinchar berberechos porque, de hacerlo, seguramente el bajorrelieve de alguno de sus logos estaría en los cajones de la cocina recesionista. Lo que sí encontramos en su baño, y ya no hay pudor de mostrarlo a las visitas, son las toallas corporativas de algún hotel y sus correspondientes zapatillas de ducha de felpa a juego. En el armario, la ropa vintage ha dejado de ser una elección para pasar a convertirse en algo casi obligatorio, lo que ha hecho perder a esas prendas descatalogadas la pátina cool que ayer mismo tenían.

Pero quizá lo más extrañamente doloroso se encuentre en algo de carácter más intangible, en lo que hasta hace muy poco nos proporcionaba la creencia de que podíamos abarcarlo todo: el almacenamiento de información. Comienza una etapa de renuncia al infinito, al terabyte que ya se ha empezado a comercializar. Basta de suponer que en nuestros discos duros podría caber un Aleph borgiano: esos mil gigas de Vellón que nos generarían un bienestar basado sobre todo en lo potencial habrá que posponerlos por un tiempo. Más vaticinios: los Mac blanquísimos ennegrecerán un poco, que no es momento de andar cambiándolos; los PC metalizados del recesionista se verán también más rayados. Lo dicho, será terrible no poder adquirir ya mismo nuevos modelos a rebosar de gigas y, por tanto, vernos obligados a guardar menos música, fotos y películas. Películas que, por otra parte, no llegaríamos a acabar de ver ni pidiendo una excedencia de un año. Aunque si la recesión nos obliga a idear planes caseros, quizá el disco duro multimedia que necesitemos deba superar los mil gigas para hacer frente a nuestro nuevo ocio de pantufla y batín.

De ahí al hágalo-usted-mismo hay un paso. "Unos dedos ocupados son unos dedos felices", declaró en una entrevista Woody Allen ante la sorpresa del entrevistador acerca de la frecuencia con la que el cineasta filmaba nuevos largometrajes. Lo sabe Woody Allen y lo saben los monitores de cualquier terapia ocupacional: el recesionista tendrá ocasión de comprobarlo al fabricar, él o ella misma, las cajas hechas con latas de Coca-Cola e importadas de Senegal que antes asociaba al comercio justo, o los bolsos de plástico procedente de vallas publicitarias recicladas que se encuentran en las tiendas de los MACBAs y Casas Encendidas de turno.

Y aunque la exposición de juguetes fabricados por niños de otras latitudes con bidones de plástico o restos de bobinas de hilo pintadas de colores pueda ser fuente de ideas para los hijos del recesionista, quizá sea exagerado visualizarlos, de aquí a un mes, jugando a las tabas que extrajeron del hueso del cocido, o pasando la tarde armando figuras con un tangram casero a base de cartones sobrantes, pero sí es cierto que el último videojuego de la Wii se lo acabarán sabiendo tan de memoria que pasaran de nivel casi con los ojos vendados. Ojalá que alcanzar la última pantalla del juego implique en este caso haber superado la crisis.

Mercedes Cebrián es escritora. Autora de El malestar al alcance de todos

Ilustración de Iván Solbes 

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