JOSEP A. DURAN LLEIDA
Puede parecer paradójico pero, tal como se comportan los grandes partidos estatales, el peor resultado de las elecciones de 2008 tendrá lugar gane quien gane y obtenga los votos que obtenga. La frase puede parecer dura, pero las últimas legislaturas han demostrado una inmadurez democrática, tanto del PP como del PSOE, sin visos de cambiar en un futuro.
Ambos partidos estatales, PP y PSOE, están muy alejados de lo que la sociedad española necesita para desarrollar su convivencia y encarar los grandes retos de nuestro tiempo. Por un lado, tenemos una derecha que cuando se instala en la oposición o alcanza mayoría absoluta evidencia su carácter ultramontano e incapacidad de crear espacios de consenso. La prepotencia de Aznar durante sus últimos cuatro años de gobierno ha derivado en el descontrolado afán erosionador de Rajoy y de su entorno, no sólo contra el Gobierno del PSOE, sino que ha alcanzado incluso todas las instituciones del Estado. Por su parte, el estilo ZP ha convertido el PSOE en un partido de rostro amable pero de nula credibilidad, obsesionado por complacer a todos pero incapaz de cumplir sus promesas más elementales. Ya no se trata de un ejercicio de tactismo sino de convertir la desorientación, las contradicciones y la incompetencia en la única forma conocida de gobierno.
Así pues, las elecciones de 2008 no auguran nada bueno, gane quien gane. Y ello no es un problema de la democracia, porque lo cierto es que en los supuestos en que la democracia exhibe cierta debilidad, la receta ideal radica en mayores dosis aún de democracia.
Urge una reforma seria de las tácticas y actitudes de los grandes partidos estatales. Las próximas elecciones deberían constituir para la sociedad española una oportunidad única para exigir partidos serios, responsables, alejados de la demagogia e instalados en el sentido común. Ni PP ni PSOE han sabido aprovechar el bagaje de 30 años de democracia. Tanto las rémoras del pasado como las veleidades castristas deberían haber sido substituidas por actitudes que les condujesen hacia posiciones homologables al resto de formaciones europeas. No ha sido así. Hoy en día carecemos en España de una derecha europea y de una izquierda moderna y eficiente.
Si las actitudes no cambian, si la ciudadanía no eleva su voz y exige unos partidos serios y responsables y una mayor serenidad política, cabe augurar un grave problema de gobernabilidad. No se trata de generar alarma, pero algo de ello ya se percibe en el bloqueo del Consejo General del Poder Judicial, en el desprestigio galopante en que puede incurrir el propio Tribunal Constitucional y en los ataques que reciben otras instituciones, antes situadas por encima de los avatares políticos. Si la inmadurez es el actual sello distintivo de las formaciones mayoritarias, nos enfrentamos a un problema de difícil solución.
Por ello, las elecciones de 2008 no pueden ser más de lo mismo. Algo debe cambiar con urgencia. Unos y otros, derecha e izquierda, deben revisar sus estrategias y planteamientos con sentido de Estado y con visión de futuro, porque ahora mismo lo importante no es ganar votos ni desgastar al adversario, sino garantizar la estabilidad y el sentido común en la acción de gobierno. Ser estadista o trabajar a largo plazo para el bien común no siempre significa tener la capacidad de publicar en el BOE, sino poseer la destreza para cohesionar la sociedad, para limar enfrentamientos y para formular propuestas atractivas que reciban el apoyo de los electores y, lo que es más importante aún, signifiquen aportaciones decisivas para el progreso y el bienestar general. Ningún partido político, sean cuales sean sus ansias de poder, está legitimado para dinamitar las instituciones del Estado.
Tal vez la democracia española padezca algún trastorno pasajero similar a una crisis de crecimiento. Tal vez los partidos políticos estatales sean incapaces de percibirlo, pero sí que se constata en la calle. La sociedad española empieza a notar un preocupante divorcio entre las trifulcas de los políticos y los problemas reales diarios. En Catalunya, por ejemplo –y lo mismo podría suceder cualquier día en cualquier otro territorio–, se ha alcanzado un nivel de crisis cotidiana difícilmente tolerable, con apagones que duran días y días, hospitales que se incendian o trenes de Cercanías que no funcionan y que impiden acudir a su trabajo a centenares de miles de personas. El clamor general exige una solución inmediata a estos problemas, pero en manos de PP y PSOE todo se convierte sólo en una simple batallita más, unos a la espera de que escampe y otros dispuestos a que nunca amaine. Así no se contribuye a la gobernabilidad. Unos y otros pueden hablar cuanto quieran de un interés general por el que, obviamente, no sienten ningún interés.
Las paradojas de la política resultan a veces sorprendentes: al examinar nuestra historia reciente, los hechos demuestran que quienes más hemos contribuido a la gobernabilidad y más hemos trabajado en pro del interés común somos algunos de los denostados partidos periféricos. Sin duda, CiU ha contribuido más que nadie a garantizar el progreso del conjunto de la sociedad, y seguiremos haciéndolo, porque nada hay incompatible entre los intereses de Catalunya y los de España si los grandes partidos cesan de emponzoñar el debate territorial.
Como decía, lo peor de las próximas elecciones es que, por ahora, ni PP ni PSOE parecen tener propósito de enmienda.
Josep A. Duran Lleida es el presidente del Grupo Parlamentario de CiU en el Congreso
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