Dominio público

El discreto encanto de las teorías conspirativas

Augusto Klappenbach

Filósofo y escritor

Augusto Klappenbach
Filósofo y escritor

Según he escuchado en un programa de radio, hace muchos años existen grupos de opinión que defienden la existencia de vida inteligente en el planeta Marte, aduciendo como una de sus pruebas el supuesto rostro humano que se percibe en algunas viejas fotografías del planeta rojo. Cuando una sonda enviada a Marte se perdió, la explicación fue inmediata: no se perdió la sonda, sino que sus hallazgos fueron ocultados por los gobiernos, que conspiraban para encubrir la verdad. Y cuando más adelante una nueva fotografía con mayor resolución demostró sin lugar a dudas que el tal rostro provenía de sombras y efectos fotográficos, les faltó tiempo para explicar el hecho: el rostro realmente existía hace más de veinte años, pero una guerra marciana lo destruyó.

Aunque cercana al esperpento, esta secuencia ilustra claramente el mecanismo presente en buena parte de las teorías conspirativas. Los fenómenos naturales y sobre todo los históricos están manejados por unos pocos seres inteligentes y a menudo perversos, que tejen a su voluntad los hilos de la realidad, de modo que detrás de cada acontecimiento existe una intención oculta. Y si la modesta realidad no confirma tales suposiciones, poco importa: ya se sabe que si las teorías no coinciden con los hechos, tanto peor para los hechos. Porque aunque las teorías conspirativas sean difíciles o imposibles de demostrar, tienen la ventaja de que es imposible refutarlas. Cualquier cosa que suceda, positiva o negativa,  es inmediatamente engullida por la teoría conspirativa, que siempre es capaz de encontrar en su marco teórico un lugar adecuado para colocar ese hecho.

Se trata de una versión moderna del viejo animismo, presente en religiones primitivas y en la mentalidad infantil, que supone la existencia de intenciones inteligentes detrás de los fenómenos naturales: el rayo proviene de la ira divina, así como la lluvia es un regalo de los dioses para fertilizar la tierra; una epidemia se interpretará como un castigo a los hombres y una buena cosecha será un premio.

Las razones que mueven a los defensores de las teorías conspirativas probablemente se reducen a tres. En primer lugar, el deseo de situarse por encima del resto de los mortales, de proclamarse conocedores de las verdaderas causas de los acontecimientos, que el vulgo atribuye ingenuamente a razones naturales o a la mera casualidad. Ya decía Descartes que el buen sentido es la cosa mejor repartida, porque todo el mundo está satisfecho con la porción que le ha tocado. Y los defensores de las teorías conspirativas están  más que satisfechos, ya que están convencidos de que en el reparto han recibido una mayor dotación de inteligencia y buen sentido que la mayor parte de los humanos, lo cual les hace posible descubrir la verdad oculta detrás de las apariencias con que los demás se conforman. Un conspiracionista podrá aceptar cualquier crítica, menos la de ser ingenuo.

Hay una segunda razón más profunda: las hipótesis conspirativas son tranquilizadoras. Aun cuando las intenciones de quienes supuestamente dirigen los hilos de la historia sean maquiavélicamente perversas, siempre es mejor enfrentarse con ellas que con fuerzas ciegas e incontrolables. Porque si se trata de intenciones humanas al menos sabemos su origen, conocemos sus recursos, intuimos su finalidad. Nos enfrentamos a fuerzas que nos son familiares, aunque nos superen en poder y medios. Probablemente de esta necesidad humana han nacido las religiones: si el mundo está gobernado por dioses y demonios creados a imagen y semejanza de los seres humanos al menos podemos dialogar con ellos, solicitar sus favores, moverlos a piedad, agradecer sus dones. En cambio, ¿cómo podríamos relacionarnos con una naturaleza ciega o con un conglomerado heterogéneo de causas de las cuales ignoramos su origen y sus propósitos? ¿O, peor aún, con el azar? Cualquier orden es preferible al caos.

Pero existe una tercera razón para explicar el indudable éxito de que suelen gozar muchas teorías conspirativas. Y es que la mayoría de las conspiraciones suelen confirmar sospechosamente los deseos y opiniones de quienes las defienden. Casi siempre están dirigidas por los enemigos de aquellos que las desenmascaran, y casi siempre radica en ellos todo el mal que, por lo tanto, se arroja fuera de la responsabilidad de los denunciantes. Resulta paradigmático el empeño de los defensores de la teoría de la conspiración en el atentado de Madrid del 11 de marzo de 2004, en el cual habría participado ETA, las fuerzas de seguridad del Estado, el Partido Socialista y hasta el gobierno de Marruecos. Ninguna sentencia judicial será capaz de desmontar esta teoría, puesto que con ella se depositan fuera las culpas del fracaso electoral del Partido Popular, se validan las mentiras del gobierno en el momento del atentado y de paso se desprestigia a los enemigos políticos. Como tampoco podrá demostrarse que las denuncias por corrupción a dirigentes políticos no proceden  de un perverso plan de desprestigio urdido por el partido rival.

Dicho lo cual, hay que matizar. Por supuesto que no todas las conspiraciones se explican por la paranoia de quienes las denuncian: basta con recorrer la historia  para convencerse de que conspiraciones haberlas haylas. Pero no hay que confundir esas verdaderas conspiraciones con al aprovechamiento de circunstancias críticas para favorecer determinados intereses. "La doctrina del shock", desarrollada por Naomi Klein, aporta numerosos ejemplos de situaciones traumáticas que fueron instrumentadas rápidamente para imponer medidas que no hubieran sido aceptadas en tiempos normales. Nadie puede pensar que el tsunami del sudeste asiático o el terremoto de Nueva Orleans fueron provocados por conspiradores. Pero esas catástrofes fueron rápidamente utilizadas para privatizar recursos naturales y favorecer los intereses de importantes empresas privadas que ocuparon el lugar de servicios públicos. Como así también los golpes militares de Chile y Argentina, que abrieron la puerta a los economistas neoliberales de la escuela de Chicago, que no hubieran sido aceptados por la gente en tiempos normales. ¿Y qué decir de las medidas que se han tomado al calor de esta crisis que estamos soportando hace ya seis años?

La diferencia entre las conspiraciones reales y las paranoicas radica en que las primeras necesitan datos que las avalen, mientras que en el caso de las segundas son los datos los que deben ajustarse a la teoría conspirativa. Y como no siempre será fácil distinguir entre ambos casos, estemos preparados para recibir la peor acusación que puede recibir un buen conspiracionista: la de ser un ingenuo.

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