Dominio público

¿Por qué la covid-19 se ha vuelto más frecuente en los barrios ricos que en los pobres?

Javier Padilla Bernáldez

Llevamos más de un año intentando explicar todo lo que pasa en relación con la pandemia a partir de cambios de conductas individuales o decisiones libres y totalmente informadas que toman personas haciendo uso de su libre albedrío.

Sin embargo, la realidad es tozuda y no para de mostrarnos que, como siempre, los determinantes sociales de la salud tienen una capacidad de explicar lo que ocurre mucho mayor que el abordaje basado en las decisiones individuales. Pocas veces los marcos que usamos para explicar las cosas han cambiado con tanta rapidez, de modo que lo que hace unos meses era un predominio de los barrios más desfavorecidos en las cifras de contagio, ahora muchas regiones están dando la vuelta a ese patrón.

Barcelona muestra cifras más elevadas de contagios en los barrios más pudientes (Sarriá, Les Corts o Gràcia entre ellos); algo similar ocurre en la ciudad y la Comunidad de Madrid. Boadilla del Monte, Majadahonda y Pozuelo de Alarcón, tres de los cinco municipios con mayor renta por habitante del conjunto de España, lideran a día de hoy la incidencia en la Comunidad de Madrid.

El virus es el mismo (con variantes, de las que mucho oímos hablar), pero los procesos sociales que participan en generar nuestra vulnerabilidad y los lugares donde se producen los contagios van cambiando.

Entre los meses de marzo y junio de 2020, el discurso sobre quién era más vulnerable a contagiarse por el SARS-CoV-2 afrontaba una disputa que iba entre el "todos somos iguales ante el virus" y el "la COVID-19 sí entiende de clases sociales". El aumento de los contagios en los barrios más vulnerables de las grandes ciudades y en las zonas más empobrecidas de las zonas rurales en la segunda ola dejó claro que la exposición laboral a trabajos de cara al público, la prestación de labores de cuidados (tanto de forma profesional como de manera informal) o la dificultad para realizar correctamente las medidas de aislamiento y cuarentena, suponían un aspecto central en la posibilidad de contagio y situaba a las personas con menos recursos en una situación de mayor susceptibilidad a la infección. La primera ola fue la del salvémonos-como-podamos, y la segunda fue la de evidenciar que el virus dibujaba una sociedad muy estratificada y unas ciudades tremendamente segregadas.

Ahora, con una parte muy importante de la población inmunizada, ya sea por vía natural o por vía vacunal, todo ha ido cambiando. Los lugares de trabajo se han ido adaptando a las medidas de seguridad, los centros educativos han salvado el curso con esfuerzo pero buenos resultados en términos de transmisión y las familias siguen siendo un lugar relevante de transmisión pero muchas de ellas cuentan con varios de sus miembros vacunados, de modo que las miradas empiezan a otro tipo de actividades donde el ocio cumple un papel importante.

Si bien cuando el marco laboral y las condiciones deficientes de las viviendas eran el lugar central de la transmisión, mirábamos a las clases desfavorecidas como las principales perjudicadas en las cifras de contagios, ahora que el ocio centra las miradas, es el momento de analizar cómo se distribuyen socialmente las actividades de ocio y, sobre todo, qué tipo de actividades de ocio.

Las actividades de ocio como ámbito donde se producen contagios de SARS-CoV-2 tienen dos características que nos ayudan a entender cómo se están distribuyendo ahora los contagios en nuestras ciudades: por un lado, el ocio (tanto el tiempo para él como las condiciones económicas para su desempeño) está claramente estratificado por nivel de renta, de modo que podríamos decir que la capacidad para desarrollar actividades de ocio (diurno, nocturno, al aire libre y, sobre todo, en locales cerrados) sí que entiende de clases sociales; por otro lado, el ocio está generacionalmente mucho más segregado que otros ámbitos de la vida (el familiar e, incluso, el laboral), lo cual, a día de hoy, es una aproximación que indica la mezcla entre población vacunada y no vacunada.

Además del ocio, otro aspecto clave es el de la movilidad (que puede estar incluida, o no, en el ocio); durante la fase inicial de la pandemia, las clases más pudientes pudieron reducir al máximo su movilidad, aprovechando el teletrabajo y exponiéndose menos a posibles contagios; sin embargo, con la llegada de la vuelta a una situación de menores restricciones, han sido esos grupos de población con mayor capacidad económica quienes han retornado más rápidamente a patrones de alta movilidad. Podemos decir, pues, que los ricos se mueven más pero, sobre todo, controlan más si se mueven o no, de modo que cuando hubo que parar, fueron quienes más capacidad tuvieron para hacer ese parón necesario. Como siempre, la capacidad para cumplir las medidas recomendadas hunde sus raíces en los determinantes tan estructurales como la renta, el ámbito habitacional o el puesto de trabajo.

Se pone la mirada en la edad (los jóvenes), y rápidamente salen voces a señalar, con toda razón, que no es la edad sino la condición de no vacunación -por no haber tenido oportunidades para ello- la causa principal de la mayor vulnerabilidad. Sin embargo, centrarse en la edad debería ser algo a lo que no renunciar por completo; son los jóvenes quienes están atravesando una tercera crisis en su corta existencia (la económica de 2008, la sanitaria que comenzó en 2020 y la económica que atravesamos en la actualidad) y quienes han recibido un menor foco a la hora de recibir medidas y apoyos para superar esta suerte de crisis encadenada. La recuperación de la pandemia pasa por ser la recuperación de los grupos de población olvidados por crisis sucesivas, tanto en materia laboral, como en materia de salud y, muy especialmente, en lo relacionado con la capacidad para desarrollar un proyecto de vida satisfactorio, individual y colectivamente.

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