Dominio público

Nosotros, los animales

Nere Basabe

Hace tres meses adopté a una recién nacida cuya madre, por problemas de salud, no podía alimentar ni atender. Desde entonces, duermo poco: mi vida se ha visto reducida a alimentarla, limpiar sus evacuaciones, arrancarle de la boca objetos peligrosos, pasar horas muertas en los parques, en reconocimientos médicos, aguantar berrinches, caminar y caminar hasta que se duerme, jugar y tratar de educarla mientras aprendo de ella cada día. Me duelen las lumbares, de tanto tiempo a ras de suelo para ponerme a su altura.

No he disfrutado sin embargo de una baja maternal, ni sus vacunas las cubre el sistema sanitario porque, en la taxonomía del reino animal establecida por Linneo a mediados del siglo XVIII, mi cachorra no pertenece a la especie homo sapiens sapiens, sino a la de canis familiaris. Así que mis bromas aludiendo al derecho a la conciliación familiar despiertan la unánime sonrisa o gesto de escándalo entre mis allegados, y me puse a reflexionar sobre por qué esta exclusión nos parece tan obvia, y desdeñamos con naturalidad este otro tipo de cuidados.

La pasada semana se celebró el Día Mundial del Perro, ocasión que el ministerio de Igualdad aprovechó para publicitar en redes sociales su programa VioPet, orientado a ofrecer medidas de acogida para mascotas de mujeres maltratadas, un vínculo que muchas veces lastra la posibilidad de alejarse del maltratador. Los tuiteros, que del vuelo de una mosca hacen polémica, no tardaron en lanzarse a degüello, entre chanzas zafias o encendidamente ofendidos. La medida fue tachada, en el mejor de los casos, de frívola. Tampoco tardó en asomar la falacia de la reductio ad hitlerum: el Führer amaba a los animales, pero no a los judíos. Y los dilemas extremos: "¿A quién salvarías antes, a tu mascota o a un desconocido?". A lo que bien podría replicarse: a quién salvarías, a tu bebé o a diez mil desconocidos. Para muchos, lo primero te convierte en una bestia, y lo segundo, en un ser humano.

En tiempos en los que la reclamación del derecho a amar a quien quieras se ha vuelto mayoritaria y verdadera bandera de la libertad, muchos siguen no obstante objetando que una mascota no es ni será nunca un miembro más de la familia, y que eso no es amor. Y yo que pensaba que la definición canónica y unívoca del amor y la familia era materia exclusiva de la Iglesia, pero está visto que en la izquierda también abundan los legisladores de los afectos.

En España ya hay más hogares con mascotas que con hijos, repiten los titulares de prensa estos días planteando una falsa disyuntiva que aspira a construir un problema espurio: seis millones de niñas y niños contra trece millones de mascotas: la lucha final. Como si la culpa de que no nazcan más niños fuera de los perros o los gatos y no de las sucesivas crisis económicas, el precio de la vivienda, el precario mercado de trabajo o, simplemente, de un cambio de costumbres e intereses. Como si no conociéramos todos "valientes" familias que conviven con ambos, sabiendo lo beneficioso que puede resultar también para sus retoños: mi cachorra se muere de devoción por los humanos más pequeños, y ellos adoran acariciarla. Algunos hablan de una moda, aunque tal vez lo antinatural fue dejar de compartir nuestra vida con ellos. Es cierto que la pandemia hundió nuestra natalidad y precipitó las adopciones, del mismo modo que ahora la desescalada está disparando los abandonos de cada estío: 300.000 animales son abandonados al año. Pero Él nunca lo haría, ya saben.

Mis estudiantes tienden, cada vez más, a despreciar las enseñanzas de Aristóteles, que no reconocía a las mujeres la misma capacidad de raciocinio que a los hombres y que consideraba la esclavitud algo natural. Tampoco ven mayor gesta en la independencia de los Estados Unidos, que no reconoció los derechos de los afroamericanos, o la Revolución Francesa, que negó el sufragio a las mujeres. Yo trato de inculcarles que sus ideas, de las que tan orgullosos se sienten, no son propias, sino fruto de su tiempo y su sociedad. Y que probablemente la posteridad nos juzgue con dureza por, qué sé yo, comer carne o destruir nuestro hábitat.

Y es que en pleno siglo XXI, igual que la Inquisición discutió seriamente si las mujeres primero, y luego los indígenas, tenían alma, nuestra ciencia se sigue preguntando sesudamente si los animales son capaces de experimentar emociones, o si se trata tan solo de una proyección antropocéntrica nuestra (idea planteada por ejemplo por el prestigioso psiquiatra y neurocientífico Joseph LeDoux en su último libro, Una historia natural de la humanidad). No convencerá a cualquiera que haya convivido con un perro, y sepa reconocer sin lugar a dudas si este está contento, triste, asustado o enfadado: basta con observar la posición de su rabo y sus orejas, sin necesidad de sajarle el cortex cerebral.

Un perro no es un hijo, desde luego (a pesar de las muchas similitudes con cualquier otro cachorro mamífero). Y aunque mi perra prefiere el marmitako al pienso animal, me he prometido no visitar jamás la tienda de chucherías para animales que sustituyó en mi barrio a la pescadería de toda la vida. Pero eso no significa que sea mejor ni peor; no contribuirá a pagar nuestras futuras pensiones, pero su huella de carbono en el planeta será infinitamente menor. Linneo, en aquella primera clasificación zoológica, ya nos situó como miembros de ese reino animal junto a otros primates, y a finales de ese siglo XVIII, el filósofo y jurista Jeremy Bentham ya reclamaba derechos para los animales, aunque nuestro Código Civil los siga considerando aún "cosas o bienes semovientes" (aspecto que el reciente proyecto de ley aprobado en el Congreso pretende, al fin, modificar: adivinen qué grupo votó en contra).

El especismo, término acuñado en los años setenta por el psicólogo Richard Ryder, es la discriminación de los animales por considerarlos seres inferiores o, dicho de otro modo, la creencia en la superioridad del ser humano, que justificaría su uso en nuestro provecho: una suerte de ultranacionalismo ecuménico. El amor, se ha esgrimido estos días, solo puede darse entre iguales. Olvídese entonces de querer a sus hijos pequeños o abuelos con demencia, a alguien de otra raza; ciña sus afectos a las personas de su mismo sexo y su misma condición socioeconómica, entonces. No soy, afortunadamente, una mujer maltratada, pero en estos tres meses ya he tenido ocasión de intuir algo de esa violencia vicaria dirigida hacia mi perra: la protegí con mi propio cuerpo y abandonamos aquella casa esa misma noche. Yo pude, otras muchas no podrán. Nos separa del resto del mundo animal nuestra capacidad para la razón y la moral; la empatía, y nuestra capacidad de cuidar, preocuparnos y amar también al desigual. El día que acuñamos el término animal como insulto perdimos mucho de esa dignidad humana.

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