Dominio público

Derecho a la vida

Elizabeth Duval

Escritora, filósofa y crítica cultural.

Varias personas en la fuente de la Puerta del Sol. E.P./Alejandro Martínez Vélez
Varias personas en la fuente de la Puerta del Sol. E.P./Alejandro Martínez Vélez

La política urbanística de la derecha se parece a veces a una política de muerte, disgregadora, capaz sobre todo de separarnos entre nosotros y ampliar las distancias. Responderá alguien que fue Ayuso, hace unos cuantos meses, quien jaleó la libertad y el derecho a las cañitas: su defensa del beber era una defensa interesada, porque su partido —más aún, véase Arenal, bajo la batuta de Almeida— es el responsable de una política en las ciudades que sustituye los paseos peatonales por asfalto insoportable. Del desastre en el litoral han participado todos, y tampoco podríamos llegar a decir que la construcción de enormes edificios turísticos entre pelotazo y desarrollismo tenga adscripción partidista: la máxima ha sido destrozar el mundo con tal de ganar dinero, reventar el paisaje para maximizar beneficios y servir en bandeja las ciudades y pueblos españoles con tal de llevar hasta el límite su explotación por parte de turistas. ¿Qué libertad queda en eso? No se sabe muy bien.

Hace unos días participaba en una charla de El Patio Talks, organizada por Mahou, sobre la importancia de los encuentros. Decía Juan Tallón ahí que, teniendo vidas precarias o vidas de mierda, preocupándonos por cómo llegar a fin del mes, era imposible tener una relación amable con la ciudad habitada... y que mejorar las condiciones de vida —y los sueldos, claro— de los ciudadanos era fundamental para que llegara a ser posible algo así como el disfrute. Yo apostillaba hablando sobre la posibilidad de construir sentimientos de pertenencia... o, simplemente, de poder permanecer en un lugar: si encadenamos trabajos basura de corta duración, para los cuales constantemente hemos de movernos de una ciudad o lugar a otro sitio, es imposible apropiarse y habitar espacio alguno. Y existen aquellos para quienes, no lo duden, el modelo de la ciudad deseada y deseable es así: una gran fábrica de trabajo conectada por arterias con ciudades dormitorio en las cuales la vida no existe, sino simplemente una gestión de la muerte; un Madrid repleto de gente que prefiere la gozosa libertad del atasco y la pequeñita válvula de escape del bar a los espacios genuinamente compartidos.

Hay que insistir mucho en ello, porque no es baladí: no se hará nunca el suficiente esfuerzo por convertir las ciudades en espacios que no sean lugares de tránsito, sino lugares con derecho a la vida. En Barcelona observaba una de estas plazas que tantas bromas jocosas han provocado, las superilles, por su diseño "infantil", de colorines y formas; no me posicionaré aquí estéticamente, pero lo cierto es que los habitantes, liberados de la presión de los coches, se juntaban en los bancos y los poblaban, charlaban entre ellos, compartían momentos. Resulta también que eso es algo de lo cual hemos estado privados durante muchos meses: la ausencia del otro es profundamente nociva para la salud.

¿Cuál es la alternativa? El modelo contrario a uno que fomente la vida son las imágenes de La Manga del Mar Menor como cloaca o fosa infecta, mar mutante, delito ambiental. Es la ampliación, ya aprobada, del Aeropuerto de El Prat, con tal de convertir Barcelona —como tantas ciudades del litoral— en una ciudad hortera que vender a los guiris que buscan playa, sol y jamoncito. Es hacer más vuelos, más camareros, producir más... y llevar todos vidas más tristes, más empobrecidas, más pésimas, menos conectadas.

Un cliché que parece casi una norma. En París, las sillas de las terrazas miran hacia la calle, a los peatones, como si se quisiera cuchichear sobre los transeúntes o contemplar la ciudad; en España, las sillas de una mesa de bar se orientan hacia la mesa en sí misma, es decir, hacia todo el resto de convidados. Podríamos hacer una semiótica de los bares, de las mesas y las sillas; alguien podría insinuar que se trata de un ensimismamiento español o de una tendencia excluyente, ombliguista; pensemos más bien que resiste algo como la vida, la conversación, la cháchara o la sobremesa, cual vídeo Tiny Desk de C. Tangana; queremos que algo de esto permanezca. Pensar también la felicidad como una forma de resistencia, prometer el derecho al goce y al disfrute: exigir que nuestras ciudades estén organizadas con tal de fomentar la alegría de todos sus miembros e incluso asegurarla. Si lo conseguimos, si logramos ese derecho a la vida, quizá tengamos finalmente algo que celebrar: ¡un brindis!

Más Noticias